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Clara había terminado su noveno año de escuela cuando todo cayó sobre ella al mismo tiempo: los casamientos de sus dos hermanas, el principio de la guerra, su partida con la madrastra hacia Tashkent. (Su padre las había enviado el 25 de junio). Y también la partida de su padre hacia donde estaba el ejército, como fiscal divisional.

Pasaron tres años en Tashkent en la casa de un antiguo amigo de su padre, el ayudante de uno de los principales fiscales de allí. En su quieto, callado, departamento del segundo piso cerca del Club de Oficiales del Distrito Militar. No participaron ni del calor sureño ni del aburrimiento de la ciudad. Muchos hombres fueron tomados del ejército de Tashkent, fueron alistados para el ejército, pero diez veces más llegaron a la ciudad. Aunque cada uno podía probar que su lugar estaba allí y no en el frente, Clara tenía un sentimiento incontrolable de que estaba sumergida en una corriente de cloacas. Implacablemente la eterna ley de la guerra funcionó: aunque la gente que iba al frente iba reluctante, aun los mejores y los más espirituales encontraron allí su camino y por la misma ley de selección inversa, perecieron la mayoría. La cima del espíritu humano y la pureza del heroísmo estaban cinco mil kilómetros más lejos y Clara estaba viviendo entre poco atractivos segundones.

Allí terminó su escuela. Hubo discusiones sobre en qué institutos de educación superior tenía que entrar. Por algunas razones nada la atraía particularmente, ya que aún nada se había definido en ella. Dinera eligió por ella. En cartas y cuando fue a decirle adiós antes de irse al frente, insistió intensamente en que Clara se especializase en literatura.

Y eso fue lo que hizo, aunque sabía desde la escuela que esa clase de literatura la aburría: Gorky estaba bien pero era algo pesado; Mayakovsky era muy correcto pero algo difícil; Saltykov Shchedrin era progresista, pero uno podía morirse bostezando tratando de interpretarlo profundamente; Turguenev estaba limitado a sus ideas de noble; Goncharov estaba asociado con los comienzos del capitalismo ruso; Tolstoi estaba a favor del campesinado patriarcal, (y su profesor no recomendaba la lectura de sus novelas porque eran muy largas y confusas y tergiversaban los claros ensayos escritos sobre ellas). Y luego hicieron revisión de un grupo de autores totalmente desconocidos para todos ellos: Dostoievsky, Stepnyak-Kravchinky y Sukhovo-Kobylin. Era cierto que no se tenían que acordar ni siquiera de los títulos de sus obras. En toda esta larga procesión sólo Puchkin relumbraba como un sol.

Todos los cursos de literatura de la escuela consistían en un intensivo estudio de lo que estos escritores habían tratado de expresar, cuáles eran sus posiciones, y qué ideas sociales sostenían. Eso se aplicaba a los escritores soviéticos y a los de los países socialistas hermanos: hasta el final continuó incomprensible para Clara y sus condiscípulos porqué esta gente recibía tanta atención. No eran los más inteligentes. Los periodistas y críticos y especialmente los líderes partidarios, eran más sagaces que ellos. A menudo cometían errores, se ponían en contradicciones que aun un alumno podía detectar. Caían en influencias extranjeras. Y uno tenía que escribir ensayos sobre ellos y temblar en cada coma o letra equivocada. Esos vampiros de las almas jóvenes no podían inspirar otro sentimiento que el odio. Los detestaba.

Para Dinera la literatura era una cosa completamente diferente, algo agudo y alegre, y había prometido que la literatura sería así en los institutos. Para Clara sin embargo, no fue más divertida que en la escuela. Las lecturas eran sobre cartas de la vieja Eslavonia, historias religiosas, las escuelas mitológicas y de historia comparada, y todo era como escribir en el agua. En los grupos de estudio literario hablaban de Louis Aragón y Howard Fasta y la influencia de Gorky en la literatura de Uzbek. Sentada en las lecturas y oyendo a esos grupos, Clara continuaba esperando escuchar algo importante acerca de la vida, sobré Tashkent en tiempo de guerra.

Un hermano de un condiscípulo del décimo grado, por ejemplo, había sido muerto cuando él y otros muchachos trataban de robar pan de un tren que pasaba. En el corredor del Instituto, Clara tiró un sandwich a medio terminar en un canasto de basura y un estudiante del grupo de estudio de Aragón vino inmediatamente y tomó el sandwich del canasto y limpiándolo cuidadosamente lo guardó en su bolsillo. Una de las estudiantes había llevado a Clara al bazar Tezikov para comprar cosas; era el bazar más grande de Asia Central o quizás de toda la U.R.S.S. La multitud cubría dos manzanas. Había ya muchos lisiados de guerra que cojeaban en muletas, movían los muñones de sus brazos, reptaban sus piernas por el suelo, pedían limosna, decían la fortuna, rogaban y exigían cosas. Clara les daba dinero y su corazón se rompía. Entre la multitud se mezclaban los ofertantes y uno tenía que abrirse paso entre insolentes especuladores, y vendedores de objetos, hombres y mujeres. Nadie parecía sorprenderse y todos aceptar los precios astronómicos, nunca proporcionados con lo que la gente ganaba. Los almacenes de la ciudad podían estar vacíos, pero uno podía comprar cualquier cosa en ese mercado negro. Cualquier cosa para comer, para usar en la parte superior e interior del cuerpo humano. Cualquier cosa... incluyendo goma de mascar americana, pistolas, libros de texto, de magia blanca o negra.

Pero en el instituto nunca mencionaban ese mundo, como si no supieran que existiera. Estudiaban una especie de literatura que trataba de todo sobre la tierra excepto de lo que uno podía ver con sus propios ojos.

Dándose cuenta que en cinco años ella misma, iba a ir a una escuela a enseñar a muchachitas, desagradables ensayos y cazar errores en su puntuación y deletreo, Clara empezó a jugar más y más al tenis. Había buenas canchas en Tashkent.

Así pasó sin desaprovechar el largo y cálido otoño, pero en medio del invierno cayó enferma.

Estuvo así mucho tiempo; todo un año. Estaba en cama en una clínica, luego en su casa, de nuevo en la clínica y de nuevo en casa. Fue examinada por especialistas y profesores que le dieron inyecciones intravenosas e intramusculares; le inyectaron solución salina; le hicieron análisis y trajeron consultores.

En esa época de incertidumbre sobre su futuro y su vida, durante largas noches de insomnio en la oscuridad, durante largos períodos en los hospitales y paseos por sus corredores y cuando el olor y la vista de ellos se le habían hecho ya insoportables, no le quedaba otro remedio que pensar. Encontró en sí una inclinación y aun un talento para una vida complicada e importante ante esta vida. El instituto era una cosa insignificante, una cantidad de conversación inútil.

No tuvo que volver a la Facultad de Literatura. Durante su convalecencia, el frente estaba ya en Bielorrusia. Todos dejaron Tashkent y ellas regresaron a Moscú.

Era extraño. Esos claros pensamientos acerca de la vida que había tenido durante su enfermedad se dispersaban a la luz, en el ruido y el movimiento. Flotaban y se disolvían y Clara no podía resolver cuestiones simples como a qué instituto entrar. Sencillamente quería un lugar donde se habíase menos y se hiciese más. Y eso significaba algo técnico. Pero no quería trabajar con máquinas pesadas y sucias. Por eso entró en el Instituto de Comunicaciones de Ingeniería.

Por falta de advertencia de nuevo se equivocó, pero no lo admitió a nadie, habiendo decidido tozudamente terminar sus estudios y trabajar donde pudiera. Y no era la única allí que estaba por accidente. Era un tiempo en que todos estaban cazando el pájaro azul de la educación superior. Los que no podían entrar en el Instituto de Aviación lo hacían en el de Veterinaria. Los que eran rechazados en los de química tecnológica estudiaban paleontología.

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