—¿Y dónde vive?
—Sí.
—No le permiten ninguna visita. Dile que...
El gángster se volvía ya.
—...que la quiere, la cree, y espera —pronunció Gleb con claridad.
Nadya repitió: —La quiere, la cree, y espera—. Miró insistentemente a su esposo. Lo había estudiado por años, pero de algún modo, ahora, lo veía en un nuevo aspecto.
—Te queda bien —le dijo tristemente.
—¿Qué me queda bien?
—Todo aquí. Todo esto. Estar aquí —dijo ella aclarando su significado con inflexiones en su voz para que el guardia no pudiese entender.
Pero el nuevo halo de Nerzhin no los acercó.
Nadya también estaba posponiendo todo lo que estaba escuchando; así lo podía analizar y pensar después. No sabía lo que habría de emerger de todo esto, pero su corazón pensó en él, preocupado por la debilidad, la enfermedad, los pedidos de ayuda, los llamados, de una mujer que no podía visitar a su marido; y Nadya comprendió que podría esperar otros diez años y acompañarlo enamorada hasta la fatiga.
Pero él estaba sonriendo con la misma autoconfianza que había tenido en Krasnaya Presnya. Siempre había sido autosuficiente. Nunca necesitaba la simpatía de nadie. Incluso podía sentirse confortablemente sentado en esa silla incómoda. Parecía estar mirando alrededor de la pieza con satisfacción, tomando material para sus pensamientos y futuros recuerdos. Parecía estar muy saludable y sus ojos chispeaban. ¿Necesitaba en realidad de la lealtad de una mujer?
Pero Nadya no había tenido tiempo de pensar todo eso aún.
Nerzhin no adivinó qué pensamientos la estaban asaltando.
—Se acabó —dijo Klimentiev reapareciendo.
—¿Ya? — Nadya preguntó sorprendida.
Nerzhin se apresuró tratando de recordar en la lista mental las cosas más importantes que aún faltaban.
—No te sorprendas si me mandan lejos de aquí y si mis cartas no te llegan.
—¿Pueden hacerte eso? ¿Adonde? — gritó Nadya. ¡Tan importante noticia y se la decía recién ahora!
—Sólo Dios lo sabe —decía Gleb alzando sus hombros significativamente.
—¡No me digas que has comenzado a creer en Dios!
No habían hablado de nada.
El sonrió: —Pascal, Newton, Einstein.
—Se le ha dicho de no nombrar a nadie —ladró el guardia—; y basta de hablar ya.
Los dos se levantaron juntos y ahora cuando no había ya peligro de perder la visita, Gleb abrazó y besó a Nadya a través de la mesita, volvió a besarla en su mejilla y en sus labios suaves que había olvidado ya completamente. No tenía esperanzas de permanecer en Moscú un año más como para poder besarla de nuevo. Su voz tembló de ternura:
—En todo haz lo que sea mejor para ti y yo... —no pudo concluir.
Se miraron en los ojos ambos.
—¿Qué es esto? — graznó el guardia y arrancó a Nerzhin hacia atrás tomándolo por los hombros—: su visita queda cancelada.
Nerzhin lo separó: —Haga como quiera, cancélela y váyase al infierno, — rugió con todo su aliento.
Nadya retrocedió hacia la puerta y con los dedos de su mano sin anillos saludó a su esposo dándole el adiós.
Luego desapareció a través de la puerta.
OTRA VISITA
Gerasimovich y su esposa se besaron.
Gerasimovich era bajo, no más alto que su mujer.
Su guardia era un muchachón simple y plácido. No le importó que se besaran. Incluso se sentía embarazado de estar interfiriendo en la entrevista entre ambos. Hubiera deseado volverse hacia la pared y quedarse allí durante la media hora, pero no era posible; Klimentiev había ordenado que todas las siete puertas de los cuartos de interrogatorios quedasen abiertas de manera que él pudiese vigilar a los guardias desde el corredor.
Al teniente coronel tampoco le importaba que sus prisioneros y sus mujeres se besaran. Sabía que no se revelarían ningún secreto de Estado como resultado, pero se preocupaba por sus propios guardias prisioneros, algunos de los cuales eran informantes y podían contar historias, incluso sobre él mismo.
Gerasimovich y su esposa se besaron.
No era la clase de beso que se hubieran dado en su juventud. Este beso robado a las autoridades y al destino era descolorido, insípido e inodoro; el pálido beso que uno puede cambiar con una persona muerta en un sueño.
Se sentaron separados por la mesita con un tablero rugoso de madera terciada usado para los interrogatorios.
Ésta mesita tosca tenía una historia más rica que muchas vidas humanas. Por muchos años la gente se había sentado ante ella sollozando, estremecidos de terror, luchando con un sueño devastador, hablando con orgullosas palabras de ira, o firmando denuncias que aniquilaban a alguien cercana. Generalmente no se les daba a los prisioneros lápices ni lapiceras y muy rara vez hacían declaraciones escritas a mano. Pero habían dejado marcas en la rispida superficie de la mesa, extrañas, con onduladas o angulosas grafías, que de una misteriosa manera preservaban el subconsciente retorcido de sus almas.
Gerasimovich miró a su mujer.
Su primer pensamiento fue qué poco atractiva era ya. Sus ojos estaban sumidos. Había arrugas en sus ojos y labios. El pellejo de su rostro era flácido... y Natasha parecía no prestar ninguna atención ya. Su ropa era de antes de la guerra y hacía tiempo que debería haberla, por lo menos, dado vuelta. La piel del cuello caía chata y raída, y su bufanda era vieja, de los tiempos cuando la compraron con un cupón, en un konsomol sobre el río Amur y la había usado en Leningrado cuando iba al Neva para buscar agua.
Gerasimovich suprimió el pensamiento indigno que surgía desde las profundidades de su ser sobre su fea mujer. Delante de él había una mujer, la única en el mundo que era su mitad. Delante de él estaba una mujer, la única que compartía sus recuerdos. ¿Qué muchacha por más atractiva, fresca y joven, podía no ser una perfecta extranjera para él, con sus propias recolecciones diferentes y quién podía significar más que su mujer para él?
Natasha no tenía ni dieciocho años cuando se conocieron por primera vez en una casa de Srednaya Podyacheskaya, en el puente de Luiny, el día de año nuevo de 1930. Seis días más tarde harían ya veinte años.
Natasha tenía justo diecinueve cuando lo arrestaron la primera vez. Por sabotaje.
Gerasimovich empezó a trabajar como un ingeniero en una época en que la palabra "ingeniero" era casi sinónimo de la palabra "enemigo" y cuando era rutina sospechar de ellos como "saboteadores". Apenas se había graduado del instituto y llevaba lentes para su miopía, que lo hacían parecer exactamente como el intelectual pintado en los carteles de espías de la década del treinta. A quien debía y a quien no saludaba cortésmente en su juventud con una voz muy suave y diciendo perdóneme. En los mítines conservaba un silencio absoluto y se quedaba sentado como una laucha. Y no podía averiguar por qué irritaba tanto a los demás.