La mujer del grabador creía firmemente que sería recompensada por la suerte. Por lo que decía era evidente que había juntado cuarenta mil rublos por la venta de su habitación y ayuda de sus parientes y que los había entregado todos a sus abogados. Ya había tenido cuatro distintos. Tres pidieron el perdón y habían presentado cinco apelaciones con evidencias. Ella vigilaba la marcha de las apelaciones y le habían prometido tenerla en consideración en varios casos. Conocía por su nombre a todos los fiscales en ejercicio en las tres oficinas principales de fiscalías y aspiraba la atmósfera de los cuartos de recepción de la Corte Suprema y el Soviet Supremo. Como mucha gente confiada, especialmente las mujeres, exageraba el valor de cada detalle promisor y de cada mirada no demasiado hostil.
—Hay que escribir, hay que escribir a todo el mundo —repetía enérgicamente urgiendo a las otras mujeres a seguir su ejemplo—. Nuestros esposos están sufriendo. La libertad no viene sola. Hay que escribir.
Esta historia distrajo a Nadya de su humor y también perturbó su conciencia. Oyendo el inspirado discurso de la mujer del grabador, no se podía evitar creer que se había adelantado a todas y que lograría ciertamente hacer salir a su marido de la prisión y le hacía preguntarse: —¿Por qué no podría hacer yo lo mismo? ¿Por qué he sido menos leal que ella?
Nadya sólo había intentado una vez con la central modelo de consultores legales. Había compuesto una petición con la asistencia de un abogado y le había pagado 2.500 rublos. Aparentemente era demasiado poco. Se ofendió y no hizo nada.
—Sí —decía quietamente y como para sí— ¿hemos hecho todo lo posible? ¿Está limpia nuestra conciencia?
La mujer habladora no la oyó, pero su Vecina se volvió hacia ella repentinamente como si Nadya la hubiese insultado.
—¿Y qué es lo que hay que hacer? — preguntó con un tono hostil—. Todo es una pesadilla. El artículo 58 significa prisión perpetua. El artículo 58 no es para criminales sino para los enemigos. No se puede lograr sacar a nadie ni siquiera con un millón.
Su cara estaba toda exaltada. En su voz había un tono de puro sufrimiento inmitigable.
El corazón de Nadya se abrió a esa mujer vieja. En un tono compasivo por lo suave de sus palabras replicó: —Sugiero sólo que no hacemos todo lo que podemos. Después de todo las mujeres de los decembristas dejaron todo y siguieron a sus esposos sin arrepentimientos o segundos pensamientos. Quizá si no podemos obtener sus libertades, podríamos lograr que nos exiliaran en su lugar. Consentiría que lo enviasen a la taiga, a cualquier taiga en cualquier parte, en el Ártico, donde nunca hay sol; iría con él dejando todo.
La mujer que tenía el rostro severo de una monja, cuyo pañuelo gris estaba deshilachado, miró a Nadya con asombro y respeto.
—¿Tiene todavía la fuerza para ir a la taiga? ¡Qué afortunada es! A mí no me queda fuerza para nada ya. Creo que me casaría con cualquier anciano próspero que me aceptase.
Nadya tembló: —¿Y podría dejarlo, dejarlo tras las barras?
La mujer tomó a Nadya por la solapa de su casaca: —Mi querida, era fácil amar a un hombre en el siglo XIX. Las mujeres de los decembristas, ¿cree que realizaron alguna heroicidad? ¿Hubo secciones que las llamaron para llenar cuestionarios personales de seguridad? ¿Tuvieron que ocultar sus matrimonios como si fuesen enfermedades? ¿Para conservar sus empleos, para que sus últimos quinientos rublos por mes no les fueran quitados? ¿Para no ser boicoteadas en el departamento comunal? ¿Para que al ir a buscar agua al patio la gente no las silbase y las llamase enemigas del pueblo? ¿Tuvieron que resistir la presión de sus propias madres y hermanas para que se divorciasen? No, por el contrario, eran seguidas por un murmullo de admiración de la crema de la sociedad. Fueron presentadas graciosamente a los poetas para hacer leyendas de sus vidas. Yendo a Siberia en sus preciosos carruajes, no perdieron ni el derecho de vivir en Moscú, ni sus miserables y últimos nueve metros cuadrados de superficie. No tuvieron que pensar en luchar con marcas negras en sus libretas de trabajo, sin tener siquiera cacerolas ni pan negro en sus cocinas. Es muy fácil decir "¡Vamos a la taiga!" Aparentemente usted no ha esperado todavía lo suficiente.
Su voz estaba a punto de quebrarse. Los ojos de Nadya se llenaron de lágrimas al oír los apasionados argumentos de su vecina.
—Hace ya cinco años que mi marido está preso —dijo, justificándose— y estuvo antes, cinco en el frente.
—No cuente ésos —objetó violentamente la mujer—. Estar en el frente no es lo mismo. Es fácil esperar. Todo el mundo espera. Y usted puede hablar abiertamente. Leer cartas. ¡Pero si se tiene que esperar y además ocultarlo... bueno!
Se detuvo. Comprendió que no tenía que explicárselo a Nadya.
Eran ya las once y media. Por fin, el teniente coronel Klimentiev entró y con él, un sargento gordo y hostil. Éste comenzó a tomar los paquetes, abriéndolos y revisando sus pasteles y partiendo cada torta casera en dos. Rompió los pastelitos de Nadya buscando un mensaje oculto, o dinero, o veneno. Klimentiev coleccionó todos los permisos de visita, registró todos sus nombres en un gran libro y luego se cuadró en estilo militar y declaró:
—¡Atención! ¿Saben todas las reglas? Las visitas duran treinta minutos. No deben dar nada a los prisioneros ni recibir nada de ellos. Está prohibido preguntarles sobre su trabajo, o su vida, o sus programas y horarios. La violación de estas reglas es punible bajo el código criminal. Y sobre todo, desde hoy las visitas no pueden besarse ni darse la mano. En caso de violación, la visita terminará inmediatamente.
Las sumisas mujeres guardaron silencio.
"Gerasimovich, Natalya Pavlovna", leyó el primer nombre.
La vecina de Nadya se levantó y pisando firmemente en sus botas de fieltro de la preguerra entró en el corredor.
LA VISITA
Aunque había llorado mientras esperaba, Nadya tuvo un sentimiento dominical cuando al final la llamaron.
Cuando apareció en la puerta, Nerzhin ya se había levantado y la esperaba sonriendo. Su sonrisa sólo duró un instante, pero ella sintió una repentina felicidad: él permanecía tan próximo como siempre. No había ningún cambio a su respecto.
El individuo de cuello de buey con su traje gris, parecía un gángster retirado cuando se aproximó a la mesa. Su presencia dividía la estrecha pieza evitando que se tocaran los dos.
—Vamos, déjeme por lo menos tomarle la mano —dijo Nerzhin con rabia.
—Es contra las reglas —contestó el guardia, dejando que su pesada mandíbula se abriera apenas lo suficiente para que pasaran las palabras.
Nadya sonrió perpleja y aconsejó a su esposo no argüir. Se sentó en el sillón que había para ella. En algunas partes los resortes estaban saliendo por entre el cuero del asiento. Varias generaciones de interrogadores se habían sentado en ese sillón enviando a cientos de personas a sus sepulcros y luego siguiéndolos a su vez.