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—Por esto es por lo que hay un demonio para juzgar a los curas, — dijo Spiridon con un gesto, mirando del lado de Sologdin, a quien no conocía muy bien.

—Bueno, sigo mi camino.

Y con las orejas de su gorro de piel volándole cómicamente de cada lado como orejas de murciélagos, Spiridon salió en dirección de la casa de guardia donde ningún zek, fuera de él tenía permiso de entrar.

—¡Eh, el hacha, Spiridon! ¿dónde está el hacha? — dijo Sologdin detrás de él.

—El oficial de guardia la traerá, — contestó Spiridon y desapareció.

—Bien, — dijo Nerzhin, con energías secándose el pecho y la espalda con la toalla. No le he gustado a Yakonov. Parece que mi actitud hacia el GRUPO SIETE es la del cadáver de un borrachín en la verja de Mavrino. Además de esto, propuso ayer que yo fuera trasferido al grupo criptográfico, y rehusé.

Sologdin levantó la cabeza y sonrió irónicamente, sus dientes firmes, redondeados, intactos, sin deterioros pero espaciados por los golpes brutales, brillaban entre su acicalado bigote gris rojizo y su barba.

—No estás actuando como un "calculador" sino como un "poeta".

Nerzhin no se sorprendió. Era una de las bien conocidas excentricidades de Sologdin —hablar en lo que él llamaba la lengua de la Máxima Claridad— sin hacer uso de lo que él llamaba "palabras pájaros”, o "palabras de derivación extranjera". Era imposible saber cuándo jugaba o cuándo creía en sus rarezas. Con mucha energía, a veces arbitrariamente, a veces groseramente, retorcía y daba vueltas, tratando de evitar en su discurso hasta palabras tan esenciales como "ingeniero" y "metal". En sus conversaciones durante el trabajo y con los amos trataba de seguir la misma línea y en ocasiones los hacía esperar hasta que no acertara con la palabra.

Esto habría sido imposible si Sologdin hubiera tratado de congraciarse con la administración, obtener trabajos más importantes, recibir una mejor ración de alimento. Pero justamente, era de otra manera que él hacía su camino. Por todos los medios posibles Sologdin evitaba las atenciones de las autoridades y el estímulo de sus favores.

De tal manera, en la sharashka, en medio de los zeks, Sologdin fue reconocido como un cabal excéntrico.

Tenía otras muchas extravagancias. Todo el invierno dormía bajo una ventana, insistía en tenerla abierta cualquiera fuese el frío. Y todavía para completar, estaba ese innecesario trabajo de cortar la leña cada mañana, en lo que había envuelto a Nerzhin y a Rubín. Lo principal era su particularidad de sostener una opinión incoherente sobre todos los temas, por ejemplo que la prostitución era un bien para la moral o que D'Anthés tenía razón en su duelo con Pushkin, opinión que él defendía con inspirado entusiasmo y a veces con éxito hasta cierto grado, brillando sus jóvenes ojos y mostrando en su sonrisa sus espaciados dientes por el rigor del campo.

Era imposible en ocasiones saber si estaba serio o bromeaba. Cuando se lo acusaba de arbitrariedad, reía a carcajadas. — ¡Ustedes llevan una vida aburrida, señores! ¡No podemos tener todos los mismos puntos de vista y los mismos cánones! ¿Qué ocurriría? No habrían más discusiones, ni cambio de opiniones. ¡Hasta un perro se hastiaría!

Y usaba supuestamente la palabra "señores" en vez de "camaradas" porque, habiendo estado lejos de la libertad durante doce años, no recordaba cómo eran las cosas allí.

En ese mismo momento, Nerzhin, todavía medio desnudo, terminaba de secarse con su toallita.

—Sí, — dijo sin alegría—. Por desgracia, Lev tiene razón. Nunca seré un escéptico. Deseo tener una mano en los acontecimientos.

Se puso su camiseta, que era demasiado pequeña para él, y pasó sus brazos dentro de su over all.

Allí estaba Sologdin en pie, apoyado teatralmente contra el caballete, sus brazos cruzados sobre el pecho.

—Esto está bien, mi amigo. Su "agravada duda" —en el Lenguaje de la Máxima Claridad era la frase usual para decir escepticismo— debe ser abandonada algún día. Tú ya no eres más un muchacho. (Nerzhin era cinco años más joven que Sologdin). — Y debes definirte respecto de la función de lo bueno y de lo malo en la vida humana. Para hacerlo no hay mejor lugar que la prisión.

Las palabras de Sologdin sonaban llenas de entusiasmo, pero Nerzhin no se mostraba dispuesto a entrar en la gran cuestión primordial de lo bueno y de lo malo justo en ese momento. Colgó la húmeda, insuficiente, ordinaria toalla alrededor de su cuello como un echarpe. Encasquetó su gorro de oficial, una reliquia del frente que había llegado ya a abrirse en las costuras, se puso su saco acolchado, y dijo suspirando: —Todo lo que sabemos es que no sabemos nada.

Discípulo de Sócrates alzó la sierra, y ofreció la otra punta a Sologdin.

Se estaban enfriando, y se pusieron a aserrar con empeño. La sierra esparcía el polvo marrón de la corteza. Mordía con menos facilidad que cuando Spiridon la maniobraba, pero no obstante con eficacia. Los amigos habían aserrado juntos muchas mañanas, y el trabajo salía sin mutuas recriminaciones. Aserraban con la particular energía y celo que sobreviene cuando trabajar no es cuestión de necesidad.

Cuando comenzaron el cuarto leño, Sologdin, cuyo rostro se había puesto rojo y brillante, dijo abruptamente: —No agarres el nudo.

Después del cuarto leño, Nerzhin murmuró. — ¡Está anudado el bastardo!

Con cada golpe de sierra un aserrín fragante, blanco y amarillo caía sobre los pantalones y los zapatos de los leñadores. El trabajo mesurado les aportaba paz y reordenaba sus pensamientos.

Nerzhin, que se había despertado de mal humor estaba pensando ahora que únicamente el primer año de campo pudo agobiarlo, que ahora tenía otra resistencia, y que despacio, con una comprensión de las profundidades de la vida, saldría una mañana a formar fila con su saco acolchado manchado de yeso o nafta y tenazmente se arrastraría a través de las doce horas diarias —y seguiría durante los cinco años que le quedaban hasta el final de su término—. Cinco años no son diez. Se puede durar cinco.

Pensó, también acerca de Sologdin, cómo había adquirido algo de su serena comprensión de la vida; cómo fue Sologdin quien particularmente había sido el primero en tocarle con el codo para hacerle pensar qué una persona no debería mirar la prisión como un castigo, sino también como una bendición.

Así era como corrían sus pensamientos mientras empujaba la sierra. No podía imaginar que su acompañante, tirando hacia sí la sierra en aquel momento, estaba pensando que la prisión era como una maldición sin remedio de la cual uno debía sin duda escapar un día.

Sologdin meditaba acerca del proyecto de ingeniería que había logrado elevar en total secreto durante los últimos pocos meses y particularmente en las últimas semanas. Eso le prometía la libertad. Pensó en el veredicto sobre su trabajo, que conocería después del almuerzo —no tenía duda de que iría a ser un éxito—. Con una especie de violento orgullo, Sologdin pensó en su cerebro, exhausto por varios años de interrogatorios y tantos de hambre en los campos con la consecuente deficiencia de fósforo, y sin embargo capaz todavía de competir en un problema tan importante. A los cuarenta, a veces los hombres tienen un fresco repunte de vitalidad, especialmente cuando su surplus de energía física no se ha gastado en procrear, sino trasformado, de una misteriosa manera, en fuerza intelectual. Pensó además en la inminente partida de Nerzhin de la sharashka, inevitable ahora después de haber hablado tan temerariamente a Yakonov.

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