Un golpe suave se oyó en la puerta. Stalin apretó el botón que liberaba el pestillo. En el umbral apareció Sashka con su cara de clowncastigado y contento de ser castigado.
—Ios Sarionich, preguntó cariñosamente con voz apenas perceptible, ¿desea usted que mande a Abakumov a casa o lo dejo que espere un poco más?
—¡Oh, sí! Abakumov. — Llevado por su trabajo creador Stalin se había olvidado completamente de él.
Bostezó, se sentía cansado. La pasión por la investigación se había encendido en él por breve tiempo y se había extinguido; además, su último párrafo no había sido logrado.
—Muy bien. Llámelo.
Y desde su escritorio sacó otro frasco idéntico con tapa de metal, lo abrió con la llave que llevaba en la cintura, y bebió una copa.
Tenía que ser constantemente, constantemente, un águila de la montaña.
¡DEVUÉLVENOS LA PENA DE MUERTE, JOSIF VISSARIONOVICH!
Pocos había qué se animasen a llamarlo Sashka en vez de Alexandr Nikolayevich, pero mucho menos quienes se lo dijesen en su cara. "Poskrebyshev llama" significaba "Llama el amo". "Poskrebyshev ordena" significaba "El ordena". Alejandro Nikolayevich Poskrebyshev había sido jefe de la secretaría personal de Stalin por más de quince años. Era mucho tiempo y todos los que no lo habían estudiado de cerca tenían derecho a estar sorprendidos de que tuviese todavía la cabeza sobre los hombros. Pero el secreto era simple. Este veterinario de Penza era ordenanza de alma metódica y esta era la simple razón que le aseguraba su puesto. Aun cuando había sido designado teniente general, miembro del Comité Central, y jefe de la Sección Especial para la vigilancia de los miembros del Comité Central, se seguía considerando una nulidad ante el Amo, riendo con jactancia apenas entre los dientes dondequiera que sé chocasen los vasos cuando se brindaba por su nativa aldea de Sopliki. La intuición de Stalin nunca detectó duda u oposición en Poskrebyshev. Su apellido se justificaba: cuando lo hornearon no "rasparon" toda la masa de la olla y quedó incompleto en cuanto a cualidades de mente y carácter cuando se lo amasó.
Pero al tratar con subordinados, ese pobre cortesano medio calvo con aire de simplón adquiría enorme arrogancia. A los de rango inferior les hablaba en el teléfono con voz apenas audible: era necesario pegar la cabeza en el auricular para entenderlo. Se podía en todo momento bromear con él acerca de tonterías, pero nadie podía preguntarle por casualidad: —¿Cómo anda todo por allá hoy? (Ni siquiera la hija del Amo podía no descubrir cómo andaba todo.)
Cuando ella llamaba, solamente decía "¿Hay movimiento?" o "¿No hay movimiento?", de acuerdo a si podían oírse o no los pasos del Amo.
Esta noche Poskrebyshev dijo a Abakumov-Iosif Vissarionovich está trabajando. Tal vez no lo recibirá. Pero ordenó: va a recibirlo. Dijo que lo esperara.
Tomó el portafolio de Abakumov, lo hizo pasar a la sala de recibo y lo abandonó. De tal manera, Abakumov no le preguntó lo que más deseaba saber en el mundo: de qué humor estaba el Amo ese día. Permaneció solo en la sala, con el corazón golpeándole pesadamente.
Ese fuerte, rudo, decisivo hombre, se mantenía rígido, llena de miedo, cada vez que debía dar su informe a Stalin, como los ciudadanos durante las olas de arresto cuando oían en la noche el sonido de los pasos en las escaleras. Primero sus oídos se helaban de miedo y después comenzaban a arder. Abakumov estaba cada vez más temeroso de que el fuego de sus orejas no despertara las sospechas del Amo.
Stalin se ponía desconfiado por la menor cosa. Por ejemplo, no le gustaba que nadie en su presencia se pusiera las manos en los bolsillos. Por eso Abakumov trasladó las tres lapiceras fuentes de su bolsillo interior a su bolsillo sobre el pecho, para tenerlas listas para escribir las instrucciones.
Las instrucciones diarias del Estado de Seguridad venían a través de Beria, de quien Abakumov recibía la mayor parte de las órdenes. Pero una vez al mes el Gobernante Supremo deseaba tener por sí mismo la impresión personal del hombre en quien confiaba la seguridad del sistema que regía.
Esas largas horas de audiencia eran un alto precio a pagar por el poder, o sea la autoridad que Abakumov detentaba. Vivía y gozaba solamente entre cita y cita. Cuando el momento se aproximaba, se hundía todo dentro de él, sus orejas se helaban. Entregaba su portafolio antes de entrar, sin saber nunca si lo volvería a recibir; en la puerta de la oficina agachaba la cabeza como un buey sin saber si volvería a enderezarla de nuevo en algún momento.
Stalin aterrorizaba, porque un error en su presencia podía ser el error de la vida que desatase la explosión, irreversible en su efecto. Stalin aterrorizaba porque no atendía excusas, ni acusaba, sus ojos amarillos de tigre simplemente brillaban, su párpado inferior se cerraba hacia arriba un poco —entonces dentro de él, pasaba la sentencia, que el hombre condenado ignoraba; se iba en paz, era arrestado a la noche y fusilado por la mañana.
El silencio y el pequeño temblor del párpado inferior eran lo peor de todo. Si Stalin te arrojaba algo pesado o puntiagudo, si taconeaba con su bota en tu pie, si te escupía o te soplaba la ceniza caliente de la pipa en tu cara, este enojo no era definitivo, este enojo pasaba. Si estaba rudo e insultante, aunque usara las más profanas blasfemias, Abakumov se regocijaba: quería decir que el Amo todavía esperaba enderezarlo y seguiría trabajando con él.
Desde luego, Abakumov comprendía ahora que en su entusiasmo celoso él había ascendido demasiado alto. Haber permanecido más abajo habría sido menos peligroso. Stalin hablaba tranquilo, benévolamente, manteniendo una buena distancia con él. Pero no había manera de retirarse una vez que se entablaba intimidad con él.
La única cosa que quedaba era esperar la muerte. La propia, o... Y las cosas sucedían de manera tan inexorable que en presencia de Stalin, Abakumov siempre tenía pavor de que algo se hubiese descubierto.
Antes de todo esto tenía que temblar para que no se descubriera la historia de su enriquecimiento en Alemania.
Al final de la guerra, Abakumov había sido cabeza del SMERSH, y del servicio de contraespionaje en todos los frentes, y toda la armada estaba bajo su dirección. Había sido un período de saqueo sin restricción, que había durado hasta hacía poco. Para asegurar un efectivo golpe final contra Alemania, Stalin adoptó la práctica de Hitler de permitir enviar los botines a los hogares desde el frente. La decisión estaba basada sobre la naturaleza del soldado, sobre lo que él mismo habría sentido siendo soldado: era hermoso luchar por el honor del país —y mucho más luchar por Stalin— pero para arriesgar la vida en un tiempo aterrorizador, cuando el final de la guerra estaba al alcance de la mano, se necesitaba un poderoso incentivo. Específicamente, se permitía a cada soldado enviar a su casa cinco kilos de botín por mes, diez kilos a cada oficial y dieciséis kilos a cada general. (Este arreglo resultaba justo, puesto que la mochila del soldado no debía pesar demasiado, durante la campaña; en cambio un general siempre tenía automóvil.) SMERSH estaba en mejor situación. Fuera del alcance de las bombas no era blanco para los aeroplanos enemigos. Estaba siempre en un área, detrás de las líneas, donde ya no había lucha pero donde no llegaron aún los inspectores del ministerio de Finanzas. Estos oficiales estaban encerrados en una nube de secretos. Nadie osaba verificar lo que trasportaban en sus coches sellados, lo que sacaban de las propiedades confiscadas que se guardaban bajo la custodia de centinelas. Camiones, trenes y aeroplanos trasportaban la riqueza de los oficiales de SMERSH. Los tenientes, si no eran tontos, podían salir con miles, los coroneles con cientos de miles. Abakumov con millones.