Iosif había tropezado en Iosif.
Kerensky, que todavía vivía en alguna parte, no molestaba a Stalin en lo más mínimo. Por otra parte por lo que hacía a Stalin, Nicolás II o Kolcha podían volver de sus tumbas —no sentía ninguna enemistad personal contra ellos— eran abiertamente sus enemigos, no andaban dando vueltas en torno para ofrecer ningún socialismo propio, nuevo y mejor.
¿Un socialismo mejor? ¿De otra manera que el de Stalin? ¡Moco de pavo! ¿Quién podía construir un socialismo sin Stalin?
No era cuestión de que Tito tuviese éxito. Nada podía salir de lo que estaba haciendo de cualquier manera. Stalin miraba a Tito del modo con que un viejo médico de campaña, que ha destripado incontables estómagos, cortado innumerables miembros, en grutas sin chimeneas a en planchas a lo largo de corredores, mira al pequeño médico interno con guardapolvo blanco.
Las obras compiladas de Lenin habían sido cambiadas tres veces y aquella del fundador dos. Hacía mucho que dormían todos los que habían disentido, mencionados en viejas notas al pie, los que habían pensado en construir un socialismo de otro modo. Y entonces, hasta cuando ni en la selva del norte podían oírse críticas ni dudas, Tito hizo su aparición detrás del maderamen con su teólogo-dogmático Kardel, para declarar que las cosas debían ser hechas de manera diferente.
Entonces y allí, Stalin se dio cuenta que su corazón golpeaba más ligero, que su vista había disminuido, que sentía desagradables espasmos en su cuerpo.
El ritmo de su respiración se alteró. Se frotó la cara y se tiró de los bigotes. No podía rendirse. Si lo hacía, Tito le arrebataría toda paz, lo que le quedaba de apetito, su último sueño.
Cuando sus ojos se despejaron, una vez más se dio cuenta del libro rojo y negro. El libro no tenía la culpa; Stalin lo alcanzó con satisfacción, colocó la almohada detrás de su cuerpo y se reclinó a medias de nuevo.
Era una copia de la edición multimillonaria preparada en diez idiomas europeos de Tito, el Mariscal traidorpor Renaud de Jouvenel (Un autor aparentemente fuera de la lucha, un francés objetivo y con un nombre aristocrático, además). Stalin ya había leído cuidadosamente el libro hacía algunos días, pero como todo libro que agrada, no quería dejarlo. ¡Cuántos ojos se abrirían sobre ese ególatra, cruel, cobarde, pérfido, horrible tirano! ¡Ese abominable traidor! Hasta los comunistas del Oeste habían sido confundidos por él. ¡Hasta ese viejo tonto francés de André Marty —hasta él— tendrá que ser echado del Partido por defender a Tito!
Ojeó el libro por encima. Sí, ahí lo tenía. Ahora el pueblo no podría seguir glorificando a Tito como un héroe: el cobarde, por dos veces había querido rendirse a los alemanes, pero el jefe del Estado Mayor, Arso Jovanovich, lo había obligado a permanecer como Comandante en Jefe. El noble Arso fue muerto, y Petrichevich, también: "Muerto sólo por amor a Stalin". Siempre alguien mataba lo mejor del pueblo, y con lo peor tenía que acabar Stalin.
Todo estaba allí, todo, que Tito era aparentemente un espía británico, que se sentía orgulloso de su ropa interior con una corona real bordada en ella; cuan repulsivo era físicamente, semejante a Goering, recamado de condecoraciones, luciendo en sus gordos dedos el anillo con el diamante firmado. (¡Cuánta vanidad patética! — alguien totalmente desprovisto de las dotes militares de un conductor).
Era un libro objetivo, importante. ¿No tenía Tito cierta aberración sexual? Sobre eso también debía escribirse.
"El Partido Comunista yugoeslavo es un puñado de asesinos y de espías". "Tito pudo llegar al poder solamente porque lo apoyaron Bela Kun y Traicho Kostov".
¡Kostov! De qué manera ese nombre podría enfurecer a Stalin. La ira le hizo subir la sangre a la cabeza, golpear fuerte con sus botas en el hocico de ese sanguinario. Las cejas grisáceas de Stalin temblaron con un sentimiento de justicia satisfecha.
¡El maldito Kostov, el inmundo bastardo!
¡Es sorprendente cómo retrospectivamente las intrigas de estos miserables se volvían claras!
¡Qué astutamente se habían disfrazado! A Bela Kun lo liquidaron en 1937: pero todavía hace diez días, Kostov difamaba una carta socialista. ¡Cuántos procesos había conducido con éxito Stalin, cuántos enemigos había obligado a rebajarse y confesar todos sus despreciables crímenes! ¡y venía a fracasar en el caso de Kostov! ¡Una desgracia a través del mundo! ¡Con que negra habilidad, había despistado la experiencia de los jueces de instrucción a cuyos pies, se arrastraba para llegar a la sesión pública, y entonces en presencia de los corresponsales extranjeros, repudiarlo todo! ¿Qué había sido de la decencia? ¿Y de la conciencia del Partido? ¿Y de la solidaridad proletaria? ¡Muerto, es verdad, pero después de todo, de qué nos valió su muerte!
Stalin arrojó el libro lejos. No, no podía relajarse ni seguir echado allí. La lucha lo llamaba.
Un país despreocupado podía dormir pero no su padre. Se levantó, pero sin enderezarse del todo. Abrió otra puerta de la habitación (no la que había dado paso a Poskrebyshev), y la cerró detrás suyo. Apenas la atravesó con sus suaves botas entró en un bajo, angosto, retorcido corredor sin ventanas, pasó ante un espejo a través del cuál podía ver la entrada del hall. Volvió a su dormitorio, de techo bajo también, pequeño, sin ventana, con aire acondicionado. Detrás del panel de roble de la pared del dormitorio había un blindaje; del lado de afuera, piedra.
Con la pequeña llave que llevaba en la cintura Stalin abrió la tapa de metal de un decantador y se sirvió un vaso de su licor revigorizador favorito, lo bebió y cerró de nuevo la tapa.
Caminó hacia el espejo. Sus ojos lucían claros, incorruptiblemente adustos. Ni siquiera los primeros ministros podían sostener la mirada de esos ojos. Su apariencia era severa, simple, militar. Llamó a su ordenanza georgiano para vestirse.
Hasta ante sus más íntimos se presentaba como ante la historia. Su voluntad de hierro. Su inflexible voluntad.
EL LENGUAJE, UN INSTRUMENTO DE PRODUCCIÓN
La noche era el tiempo más útil para Stalin.
Su mente desconfiada se desenvolvía con lentitud en la mañana. Con su malhumorada mente mañanera removía a la gente de sus cargos, cortaba los gastos, ordenaba reducir dos o tres ministerios en uno. Con su aguda y suplementaria mente nocturna, decidía aumentar el número de los ministerios dividiéndolos, hacía nuevas designaciones; firmaba nuevos presupuestos y confirmaba recientes nombramientos.
Sus mejores ideas nacían entre medianoche y las cuatro: la manera de cambiar viejos títulos por nuevos, ahorrándose el pago de las rentas; qué sentencias se dictarían por ausentismo en el trabajo; cómo prolongar la jornada laboral y la semana de trabajo; cómo atar permanentemente a los obreros y a los empleados a su labor; el edicto concerniente a trabajos forzados y a la horca; la disolución de la Tercera Internacional; el exilio de los pueblos de traidores a Siberia.