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Y era solamente un pequeño viejo con un disecado doble mentón, (que nunca se mostraba en sus retratos), una boca a través de la cual se filtraba el olor de la hoja de tabaco turco, y dedos grasosos que dejaban su marca sobre los libros. No se había sentido demasiado bien ayer ni hoy. A pesar del aire tibio, sentía escalofríos en la espalda, y se cubría con una manta de pelo de camello.

No tenía prisa por ir a ninguna parte, y hojeaba con gran satisfacción un pequeño libro encuadernado en color marrón. Miraba las fotografías con interés y aquí y allí leía el texto, que casi conocía de memoria; pasaba y daba vuelta las páginas. El libro se prestaba a ello pues cabía en un bolsillo del sobretodo. Podía acompañar a la gente a todas partes. Tenía doscientas cincuenta páginas, impreso en grandes letras, de tal manera, que aun una persona vieja y a medias letrada pudiese leer sin esfuerzo. Su título estaba impreso en oro: Iosif Vissarionovich Stalin: pequeña biografía.

Las honestas y elementales palabras del libro actuaban sobre el corazón humano con serenidad inevitable: Su genio estratégico, su videncia genial. Su poderosa voluntad. Su voluntad de acero. Desde 1918 en que llegó prácticamente a convertirse en reemplazante de Lenin. (Si, si, de tal manera habían sucedido las cosas). El jefe de la revolución encontró en el frente de batalla confusión e incertidumbre. Las indicaciones de Stalin formaron la base del plan operativo "Frunse"... (cierto, cierto) Fue nuestra gran suerte que en los días difíciles de la Guerra Patria hubiésemos sido comandados por la sabiduría de un líder experimentado —El Gran Stalin— (No cabe duda de que fuimos afortunados). Todo se hizo pedazos contra el poder de la lógica de Stalin, la claridad de cristal de su mente. (Sin falsa modestia, esto era la verdad). Su amor por el pueblo. Su sensibilidad para los otros. Su rechazo a toda pomposidad. Su sorprendente modestia. (Modestia —si— también esto era verdad). Muy bien. Dicen que este librito se vende muy bien. Se habían impreso cinco millones de ejemplares de esta segunda edición, algo poco para este país muy poblado. La tercera edición sería de diez millones, quizá de veinte. Se vendería directamente en las fábricas, escuelas, granjas colectivas.

Sintió algo de náuseas, puso el libro a un lado, tomó una fruta pelada de feijúade una mesa redonda y la mordió. Al chuparla la náusea desapareció y un sabor agradable con algo de iodeína le quedó ten la boca.

Se dio cuenta, pero tuvo miedo de admitirlo, que su salud empeoraba y empeoraba cada mes. Tenía lagunas en la memoria. La náusea lo atormentaba constantemente. No sentía un dolor fijo, pero horas de debilidad desagradable lo ataban a su cama. Ni siquiera el sueño ayudaba; se despertaba apenas refrescaba y casi exhausto, con la misma presión en la cabeza, que cuando estaba recostado, sin deseos de moverse.

¡En el Cáucaso un hombre de setenta era todavía joven! ¡Sobre la montaña, sobre el caballo, sobre una mujer! ¡Y él había sido tan sano! ¡...tan sano!... ¡Había estado seguro de vivir hasta los noventa! ¿Qué le había ocurrido? En los últimos años Stalin no podía gozar de su mayor placer en la vida, la buena comida. El jugo de naranja le ponía la boca rara, el caviar le daba dentera, y comía con torpe indiferencia hasta el cordero de Georgia con especias, que le era prohibido. No conseguía tampoco el antiguo placer del vino, sus proezas terminaban en opacas jaquecas. Hasta el pensamiento en mujeres le era repugnante.

Habiéndose establecido a sí mismo un límite de vida a los noventa, Stalin pensó tristemente en el hecho de que aquellos años no le aportarían ningún gozo personal, sino que simplemente debería padecer otros veinte años en nombre de la humanidad.

Un médico se lo había prevenido... (fue fusilado luego). Los estetoscopios temblaban en las manos de los más famosos médicos de Moscú. Nadie le prescribía inyecciones. (Él mismo había ordenado que se suprimiesen las inyecciones). Electroterapia de alta frecuencia y "mucha fruta". ¡Hablarle a un hombre del Cáucaso acerca de fruta! Mordió de nuevo y entrecerró los ojos.

Hacía tres días que había sido su glorioso septuagésimo quinto aniversario. Lo había celebrado en secuencias. La tarde del día veinte Traicho Kostov había sido golpeado a muerte. Los festejos no pudieron comenzar realmente sino cuando sus ojos de perro se volvieron vidriosos. El veintiuno fueron las ceremonias de la celebración en el teatro Bolshoi, y Mao Tse-Tung, Ibarruri y otros camaradas hablaron. A esto siguió un gran banquete. Después hubo otro más íntimo. Se bebieron viejos vinos de bodegas españolas. Debió beber con cautela, y todo el tiempo se pasó escudriñando la sorna en los rostros enrojecidos en torno suyo. Después, él y Lavrenty bebieron vino de Kakhetinskoye y cantaron cantos de Georgia. El veintidós hubo una gran recepción diplomática. El veintitrés se vio a sí mismo retratado en la pantalla en la segunda parte de La batalla de Stalin, de Virta y en el "Inolvidable 1919"de Vishnevsky.

Aunque lo aburrían, le gustaban mucho ambos trabajos. (Un premio Stalin para los dos). En la actualidad su papel en la Guerra Civil así como en la Gran Guerra era descripto más seguidamente y con más agudeza. Se veía claramente qué gran hombre era ya entonces. Su propia memoria le decía cuan a menudo había él contenido y corregido el arrebato y la excesiva confianza de Lenin. Vishnevsky había estado bien poniendo en su boca: "Cada trabajador tiene derecho de decir lo que piensa. Algún día pondremos este párrafo en la Constitución". ¿Qué quería decir? Quería decir que mientras defendía Petrogrado de Yudenich, Stalin ya pensaba acerca de una constitución democrática futura. En aquel tiempo esto se llamaba "la dictadura del proletariado", pero eso no tenía importancia, ¡era verdad, era fuerte!

Aquella noche con el Amigo, en el escenario de Virta, estaba bien escrita. Aun cuando un tal Amigo leal no le quedase a Stalin, por la perfidia y constante insinceridad del pueblo. (Además, nunca en toda su vida había tenido ese Amigo. ¡Tal como las cosas habían sucedido, nunca lo hubo!). Pero mirando la escena de Virta en la pantalla, Stalin había sentido contraérsele la garganta y subírsele las lágrimas a los ojos (¡que gran artista!) pensando toda la noche en ese recto, generoso amigo, al que podía trasmitirle cuanto pensaba.

No había que preocuparse. El pueblo por lo común ama a su Líder, lo comprende y lo ama, esto era verdad. Tanto más, que pudo verlo en los diarios y en el cine, y a través del despliegue de obsequios. Su cumpleaños se había convertido en una fecha nacional, y hacía bien saberlo. ¡Cuántos saludos habían llegado! De instituciones, fábricas, organizaciones, ciudadanos. Pravdale había pedido autorización para publicar dos columnas en cada ocasión. Bien podía estirarlo por varios años, lo que no era una mala idea. Los regalos habían cubierto diez salas del Museo de la Revolución. Para no privar de su vista a los moscovitas durante las horas del día, Stalin fue a verlos por la noche. La obra de miles y miles de maestros grabadores, los objetos más finos sobre la tierra, se alineaban recostados, parados o colgados delante de él. Pero allí también sintió la misma indiferencia, la misma falta de interés. ¿Qué podían importarle todos esos obsequios? Pronto se sintió harto. Además, el lugar mismo despertó algo desagradable en su memoria, como ocurría a menudo últimamente sin que pudiera alejarlo, ni asirlo; de lo único que estaba consciente era de su sensación amarga. Recorrió los tres salones y no eligió nada. Se detuvo delante del gran equipo de TV que tenía grabadas las palabras: "Al Gran Stalin, de los Chequistas" (Realizado en Mavrino, era único, el mayor equipo de televisión fabricado en U.R.S.S.) Entonces se dio vuelta y salió.

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