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—¿Dónde está La Barba, Serafina Vitalyevna?

—Antón Nikolayevich lo citó también en el laboratorio Siete —contestó Simochka en alta voz. Y aún más fuerte para que todos pudieran oír, dijo—: Gleb Vikentich, vamos a revisar las nuevas listas de palabras. Todavía tenemos media hora.

Simochka era una de las encargadas de los ejercicios de pronunciación. La pronunciación de todas ellas estaba evaluada con referencia a una norma de claridad.

—¿Dónde puedo revisarlo en medio de todo este ruido?

—¡Uh! vamos adentro de la casilla. — Miró a Nerzhin significativamente, tomó la lista de palabras escritas en tinta china sobre un papel de dibujo, y entró en la casilla.

Nerzhin la siguió. Cerró tras de sí la puerta hueca de setenta centímetros de ancho y la atrancó, luego se escurrió por la segunda puerta chica, la cerró también, y bajó el visillo. Simochka se colgó de su cuello, parada en punta de pies, y lo besó en los labios.

Levantó a esta frágil joven en sus brazos; el espacio era tan restringido que la punta de sus zapatos chocaron contra la pared y se sentó en la única silla, en frente al micrófono de concierto, acomodándola sobre sus rodillas.

—¿Por qué Antón lo mandó a buscar? ¿Pasa algo malo?

—¿El amplificador no está encendido? ¿No estaremos difundiendo por el parlante?

—¿Qué ocurrió de malo?

—¿Por qué piensas que ocurrió algo?

—Lo presentí en seguida cuando llamaron. Y lo veo en su cara.

—¿Cuántas veces te he pedido que no uses ese "usted" formal?

—Pero, ¿si me es difícil no hacerlo?

—Pero, ¿si yo quiero que lo hagas?

—¿Qué es lo que anduvo mal?

—Sintió el calor de su leve cuerpo sobre sus rodillas; su mejilla estaba apoyada contra la de ella. Una sensación muy extraña para un prisionero. ¿Cuántos años hacía que no estaba tan cerca de una mujer?

Simochka era asombrosamente ligera, como si sus huesos estuvieran llenos de aire, como si estuviese hecha de cera. Parecía ridículamente liviana, como un pájaro plumoso.

—Bueno, perdiz... parece que me iré pronto. Se dio vuelta entre sus brazos y oprimió sus pequeñas manos contra las sienes de él dejando caer el chal de sus hombros.

—¿Adonde?

—¿Qué quieres decir con adonde? Venimos de un infierno. Volvemos de dónde vinimos ¡el campo de concentración!

—Mi amor, ¿por qué?

Nerzhin miró atentamente, sin comprender, a los dilatados ojos de esta joven fea cuyo amor se había ganado tan inesperadamente. Ella estaba más conmovida por su destino que él mismo.

—Podría haberme quedado —dijo tristemente—. Pero en otro laboratorio. No hubiéramos estado juntos de cualquier manera.

Con todo su pequeño cuerpo se apretó contra él, lo besó, y le preguntó si la quería.

Estas semanas pasadas después del primer beso ¿por qué había eludido a Simochka? ¿Por qué sentía lástima por su ilusoria felicidad futura? Era poco probable que encontrara alguien que se casara con ella; caería en las manos de alguien. La muchacha vino a tus brazos por sí misma, asiéndose estrechamente a ti con una desenvoltura aterrorizante. ¿Por qué negarse a sí mismo y a ella? Antes de sumergirse dentro del campo de concentración, donde seguramente no habrá oportunidad de esto por muchos años.

Gleb dijo aguadamente: —Sentiré mucho irme así. Me gustaría llevarme conmigo un recuerdo de tú... tú... quiero decir... dejarte con un hijo.

Ella inmediatamente escondió su cara avergonzada y se resistió a sus dedos, que trataban de levantarle la cabeza otra vez.

—Pobrecita mía, por favor no te escondas. Levanta tu cabecita. ¿Por qué no dices algo? ¿No quieres eso?

Levantó su cabeza y desde lo más profundo de su ser dijo: —¡Lo esperaré! ¿Quedan cinco años? Lo esperaré los cinco años. Y cuando lo liberen, ¿volverá a mí?

—Él no le había dicho eso. Ella había distorsionado las cosas, como si él no tuviera esposa. Ella estaba decidida a casarse —la pobre chiquilla de nariz larga.

La esposa de Gleb vivía por allí, en algún lugar de Moscú. En algún lugar de Moscú, pero lo mismo podría haber estado en Marte.

Y además de Simochka sobre sus rodillas y además de su esposa en Marte, también había, ocultos en su escritorio, los resúmenes que le habían costado tanto trabajo, sus primeras notas propias sobre el período post-leninista, las primeras formulaciones que contenían sus más elaborados pensamientos.

Si lo despachaban, en un trasporte de la prisión, todas aquellas notas estarían destinadas a las llamas.

Debería haberle mentido ahora. Mentido prometiendo como siempre se promete. Después, cuando se fuera le podría dejar lo que había escrito bajo su custodia.

Pero para esa finalidad no tenía valor para mentir a aquellos ojos, que lo miraban tan esperanzados.

Eludiéndolos, besó los angulosos y pequeños hombros que sus manos habían descubierto debajo de su blusa.

Momentos después dijo titubeante. — Una vez me preguntaste qué es lo que estoy escribiendo todo el tiempo.

—Sí, ¿qué estás escribiendo? — Simochka preguntó con ávida curiosidad, usando el tono familiar por primera vez.

Si ella no lo hubiera interrumpido, si no lo hubiera presionado tan impacientemente, probablemente le hubiera dicho algo allí mismo. Pero había preguntado con una insistencia que lo puso en guardia. Había vivido tantos años en un mundo donde por todas partes estaban tendidos los ingeniosos alambres de las minas, alambres disparadores.

Estos confiados y amantes ojos podrían muy bien estar trabajando para el oficial de seguridad.

Al fin y al cabo, después de todo, ¿cómo fue que empezó todo entre ellos? La primera vez fue ella quien rozó su mejilla con la de él, no él a ella. Podría haber sido una trampa.

—Es algo histórico —dijo— histórico en un sentido general desde los tiempos de Pedro. Pero tiene un gran significado para mí. Sí, seguiré escribiendo hasta que Yakonov me eche. Pero ¿dónde lo dejaré cuando me vaya?

Sospechosamente sus ojos buscaron las profundidades de los de ella.

Simochka sonrió serenamente.

—¿Por qué tienes que preguntar? Dámelo a mí. Yo lo guardaré. Sigue escribiendo, mi amor. — Y luego, escudriñando dentro de él lo que ella quería saber, dijo:— Cuéntame, ¿es muy linda tu esposa?

El teléfono que conectaba la casilla con el laboratorio sonó. Simochka lo levantó sin acercarlo a su boca y apretó el botón para hablar para que lo pudieran oír en el otro extremo de la línea. Sentada allí, ruborizada, sus ropas desaliñadas, empezó a leer la lista de pronunciación en voz apagada y medida: "Dop, fskop, shtap. ¿Sí? Valentine Martynich, un doble diodo-triodo. No tenemos un 6G7, pero creo que tenemos un 6G2. Terminaré ahora mismo con la lista de palabras y salgo. Droot, moot, shoot.” Soltó el botón para hablar y restregó suavemente su cabeza contra la de Gleb. — Tengo que irme. Se está haciendo tarde. ¡Bueno! déjame ir. Por favor...

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