Las botas de fieltro son el alma de repuesto del prisionero. El zek que es el animal más privado de todo en la tierra, menos consciente de su futuro que una rana, un topo o un ratón campesino, no tiene defensa contra los virajes del destino. Aunque haya encontrado el refugio más cálido y profundo, nunca lo abandona el miedo de que a la noche siguiente lo arrojaran a los horrores del invierno, de que un brazo de franja celeste se apodere de él y lo arrastre al Polo Norte. Por eso sufren los pies que no calzan botas de fieltro; Kolima va a bajar su pies del camión, como dos barras de hielo. Un zek sin botas de propias vive todo el invierno escondiéndose, miente, disimula, soporta cualquier insulto o persigue a quien sea, con tal de que no lo trasladen en invierno. ¡Pero el que las tiene no conoce temores!
Mira audaz a los ojos de las autoridades y recibe sus órdenes de viaje con la sonrisa de Marco Aurelio.
Aunque afuera había deshielo, todos los poseedores de botas de fieltro, entre ellos Jórobrov y Nerzhin, se las pusieron y caminaron orgullosos por el cuarto. En parte lo hacían para cargar menos cosas, pero sobre todo por sentir su agradable calor, aunque hoy no iban más que a la prisión de Butirskaia, donde no hacía más frío que en la sharashka. Sólo el intrépido Gerasimovich, que no quiso ayudar á meter gente en la trampa, carecía de toda propiedad, y el vestuario le entregó, "como reemplazo” un capote color arveja, de mangas largas, que no se le abrochaba al frente y que "era usado", y zapatos de tela, incómodos, que también "eran usados".
Gracias a sus lentes, esa ropa le daba un aspecto, más cómico que nunca. La inspección había terminado. Los veinte fueron empujados a una sala vacía con las cosas que podían llevar. La puerta se cerró tras ellos y al otro lado se apostó un guardia, mientras esperaban al vagón negro. A otro guardia lo enviaron a patrullar el hielo resbaladizo bajo las ventanas, para echar a quien pretendiera acercarse para verlos durante la hora del almuerzo. Así se rompía todo contacto entre los se iban y los doscientos sesenta y uno que se quedaban, Los que esperaban el traslado estaban todavía en la sharashka, pero, en cierto modo ya no estaban allí. Se sentaron donde pudieron, sobre los paquetes o sobre los bancos y al principio nadie habló.
Cada uno hizo inventario: qué le habían sacado, qué le habían dejado, y pensó en la sharashka: las ventajas que perdía al irse, cuánto había pasado de su sentencia, y cuánto le quedaba. Como hacen los prisioneros, contaban una y otra vez los meses y los años: el tiempo ya perdido y el que les quedaba por perder. Pensaron en sus familias, de las que estarían separados quién sabe por cuánto tiempo, y en que tendrían que volver a pedirles ayuda. En la tierra de GULAG un adulto que trabaja doce horas por día no es capaz de mantenerse.
Pensaron en sus errores involuntarios o en las decisiones deliberadas que los habían traído a esta situación. Pensaron en dónde los mandarían, en lo que los esperaba allá y en cómo se arreglarían para vivir.
Cada uno se guardaba sus pensamientos, pero todos pensaban en algo fúnebre. Todos necesitaban esperanza, una palabra que les diera tranquilidad.
Por eso, cuando empezaron a hablar y alguien dijo que a lo mejor no los mandaban a ningún campo sino a otra sharashka, hasta los que no lo creían escucharon.
Hasta Cristo en el Jardín de Getsemaní; conociendo su amargo destino, rezó y tuvo esperanza.
Jorobrov trataba de arreglar la manija de su maleta, que se desprendía. Maldijo en voz alta:
—¡Qué perros, reptiles! Ni siquiera saben hacer una simple valija
Algún desgraciado quiso hacer economías; que Dios lo maldiga; Así que doblaron los extremos de un arco de acero y lo encajaron en los agujeros del mango. Mientras la valija esté vacía se mantiene pero en cuánto uno quiere poner algo adentro...
Se habían, caído unos ladrillos de una pared de la estufa (colocados sin duda, según el mismo principio de economía), y Jorobrov, furioso quiso usar parte de uno de ellos para volver a meter el arco de acero en los agujeros.
Nerzhin lo comprendía. Cada Vez que se topaba con la humillación, el descuido, la burla, la inutilidad, Jorobrov se sentía ultrajado. ¿Y como, era posible, en realidad, sentirse tranquilo ante tales cosas? ¿Acaso un lenguaje refinado podía expresar él grito de bestia de quien se siente herido? A punto de hundirse otra vez en la vida del camp, Nerzhin percibió el retorno de ese elemento tan importante en la libertad masculina: en cada cinco palabras que dijera había una blasfemia.
Romashev, en voz baja, informaba a los nuevos que ferrocarriles se usaban por lo general para llevar prisioneros a Siberia, y cuales eran las ventajas del sistema carcelario de tránsito de Kuibishev sobre los de Gorki y Kirov.
Jorobrov dejó de golpear; furioso, arrojó el ladrillo al suelo donde se deshizo en fragmentos rojos.
Nerzhin, como si su ropa de campamento le comunicara energía se levantó, exigió al guardia que llamara a Nadelashin y declaró a gritos:
—¡Teniente primero! Por la ventana vemos que están almorzando hace media hora. ¿Por qué no nos traen comida?. El teniente movió los pies con torpeza y replicó en tono de disculpa:
—Desde hoy ustedes no reciben raciones.
—¿Cómo que no las recibimos? — y alentado por el zumbido de descontento a sus espaldas, insistió—: dígale al jefe de la cárcel que no vamos a ninguna parte sin almorzar y nada de embarcarnos a la fuerza, tampoco.
—Muy bien, lo informaré — el teniente cedió en seguida y corrió, Culpable, hacia las autoridades.
Nadie se calló por cortesía; todos protestaron a voces. Los buenos meticulosos y gratuitos de la gente, libre, les parecía cosa de locos.
—¡Tiene razón!
! A hacerlos sudar!
—¡Esas ratas nos explotan!
—Miserables! Tres años de trabajo y nos quitan un almuerzo.
—¡No nos vamos y ya está! ¿Qué pueden hacernos ahora?
Hasta los que en la rutina diaria se habían mostrado tranquilos y sumisos a la autoridad, ahora eran audaces. El viento libre de la prisión de transito les azotaba la cara. Esta última oportunidad de comer carne significaba, no sólo el último estómago lleno antes de los meses y años de caldos sin sustancia, sino también el equivalente de su dignidad humana.
Y hasta los que sentían sus gargantas contraerse de aprensión y que no hubieran podido comer nada en ese momento, hasta ellos, olvidando su angustia, exigían el almuerzo.
Desde la ventana veían el caminito desde el cuartel general hasta la cocina. Y un camión apoyado en la pila de leña, con el fondo de un gran abeto, ramas y copa asomando por encima del camión. El oficial de víveres bajó por adelante y un guardia por atrás.
El teniente coronel había cumplido su palabra. Mañana o pasado colocarían el árbol de Navidad en el cuarto semicircular y los zeks —padres privados de sus hijos — se convertirían a su vez en niños, colgarían adornos (no ahorrarían el tiempo de trabajo para hacerlo) que ellos mismos habían fabricado. Colgarían el cestito de Clara y la brillante luna en su jaula de vidrio; los hombres con sus bigotes y barbas formarían círculo y aullando como lobos contra su destino, bailarían alrededor del árbol con amargas risas: