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—Es cierto-

—Tómelo, tome el libro. Un recuerdo mío.

—¿No se lo lleva? — preguntó el otro, abstraído.

—Un momento —Nerzhin tomó de nuevo el libro y lo abrió, buscando una página. Se lo encontraré, aquí mismo puede leer...

—Bueno, vaya, Gleb —fue el fúnebre saludo final de Spiridon-

Ya sabe como es la vida del campo: el corazón pide trabajo y las piernas piden puesto sanitario.

—Ya no soy un novicio: no se preocupe por mí. Trataré de trabajar.

Ya sabe lo que dicen: No te ahoga el mar, sino el charco.

Una mirada más atenta a Spiridon lo convenció de que estaba por completo fuera de sí, y de que, su estado no podía atribuirse a la despedida de su amigo.

Recordó que ayer, tras el anuncio de las nuevas restricciones, la denuncia de los delatores, el arresto de Ruska y la conversación con Simochka, había olvidado totalmente que Spiridon debía recibir una carta de su casa. Apartó el libro.

—La carta. ¿Recibió su carta, Danilich?. La mano de Spiridon apretaba la carta en el bolsillo, la saco, el sobre, doblado en dos, ya estaba gastado en el doblez.

—Aquí... pero no tiene tiempo —sus labios temblaban.

El sobre había sido doblado y desdoblado muchas veces desde ayer. La dirección mostraba la escritura grande, redonda y confiada de la hija de Spiridon, letra de quinto grado límite de sus estadios.

Según la costumbre de ambos, Nerzhin leyó en voz alta:

Querido padre:

No es justo escribirte esto, pero no me atrevo a seguir viviendo. ¡Qué gente mala hay en el mundo! Lo que prometen, y cómo engañan...

La voz de Nerzhin se apagó. Miró a Spiridon y se enfrentó con sus ojos grandes, casi ciegos tras las cejas rojizas y revueltas. Pero no le quedo ni un segundo para darle una palabra de verdadero consuelo porque la puerta se abrió de golpe y Nadelashin entró enojado. ¡Nerzhin! — gritó—. Uno lo trata bien y usted lo paga así. Todos están afuera, usted es el último.

Los guardias se apresuraban a meter a todos los trasladados en el edificio principal antes del almuerzo, para que no se vieran con nadie más.

Nerzhin abrazó a Spiridon, apretando con una mano el pelo crecido de la nuca.

—Muévase, muévase, ni un minuto más! — gritó el teniente primero.-Danilich, Danilich! — dijo Nerzhin abrazado al portero pelirrojo, Este suspiró, con un resoplido del pecho y agitó la mano.

—Adiós, Gleb.

—Adiós para siempre, Spiridon Danilich.

Se besaron en las mejillas. Nerzhin recogió sus cosas y salió impetuosamente acompañado por el oficial de servicio.

Spiridon tomó el libro abierto con sus manos sin lavar, cubiertas por años de suciedad, guardó la carta de su hija bajo la sobrecubierta con hojas de alerce, y sé fue a su cuarto sin notar que con la rodilla había echado a rodar su gorra de piel. De la cama rodó al piso y allí quedo.

CARNE

Cuando los trasladados llegaban al edificio principal se los registraba. Terminada la inspección los llevaron a una habitación con dos mesas desnudas y un tosco banco. El Mayor Mishin asistió al registro y de vez en cuando también entraba el Teniente Coronel Klimentiev. Al mayor gordito y color lila, le resultaba difícil inclinarse hasta las bolsas y valijas— no hubiera estado bien en alguien de su jerarquía— pero su presencia debía servir de inspiración a los guardias que eran quienes en realidad registraban. Con todo celo abrieron la ropa, los paquetes y los trapos de los prisioneros, poniendo énfasis especial en todo lo que fuese escrito. Los que dejaban la prisión especial no podían llevarse ni una letra escrita, dibujada ni impresa. Por eso casi todos ya habían quemado cartas, destruido sus notas de trabajo y regalado sus libros.

Un prisionero, el ingeniero Romashev, que sólo debía cumplir seis meses más de sentencia pues ya había estado encerrado diecinueve años y medio, se llevaba abiertamente una gran carpeta de recortes que cubría un largo período, notas y cálculos para la instalación de estaciones hidroeléctricas. Esperaba ir a la provincia de Krasnoiarsk y seguir trabajando en su profesión. Aunque la carpeta ya había sido personalmente por el coronel de ingenieros Yakonov y aprobada por éste para sacarla de la sharashka, y aunque el Mayor Shikin la había pasado a esta sección, con un segundo sello de aprobación agregado, todos los meses de frenéticos planes de Romashev fueron en vano.

El Mayor Mishin declaró que él no sabía nada de la carpeta y ordeno que se la llevaran. Así se hizo y el ingeniero Romashev, con ojos acostumbrados a todo, la vio alejarse. Había sobrevivido una muerte y el traslado en vagón de ganado de Moscú a Sovetskakagavan.

En una mina de la Kolinma había puesto la pierna bajo un vagón de mineral para romperse el hueso y en el hospital pudo escapar a la horrible muerte que significaban los "trabajos generales" en el ártico: de modo que no valía la pena llorar, ni siquiera ante la destrucción de diez años de trabajo.

Otro trasladado era el diseñador Siemushkin, bajo y calvo, quien tanto se había esforzado el domingo por zurcir sus medias.

En comparación, era un novato con dos años de prisión en la sharashka. Tenia mucho miedo de ir a un campo, pero miedo y impedían no impedían tratar de quedarse con un pequeño volumen —de Lermontov, a quien él y su esposa rendían verdadero culto. Rogó a Mishkin le devolviera el libro y se apretó las manos como un niño. Ofendiendo la sensibilidad de los zeks veteranos, trató de meterse en la oficina del teniente coronel, pero no fue admitido. De repente arrancó de manos del "policía", que saltó alarmado a la puerta, considerando el acto como una señal de rebelión. Siemushkin, con insospechada fuerza, arrancó las tapas verdes del libro, las arrojó a un lado y arranco las páginas, llorando y gritando mientras las tiraba a todos lados:

—¡Tómelas, devórelas, tráguelas todas!

La inspección continuó

Cuando había terminado, los zeks apenas se reconocieron mutuamente.

Obedeciendo órdenes, habían tirado sus mamelucos azules en una pila, su ropa interior con sello oficial en otra, y sus abrigos —a menos que estuviesen completamente inservibles— en una tercera.

Ahora todos llevaban su propia ropa, o harapos que las reemplazaban, están estaban bajo la mirada del contador.

Algunos quedaron sin ropa interior, a pesar de estar en pleno invierno se pusieron los calzoncillos y camisetas que llevaban el día en que llegaron desde el campo, y que, no lavados durante años, habían estado juntando moho en las bolsas del depósito. Otros usaban rudos zapatones de campamento, porque si al llegar su equipaje los contenía, se les quitaban sus propios zapatos y chanclos. Otros usaban botas de suela dura, y los más afortunados, botas de fieltro.

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