Lev quedó atónito. ¿Qué andaba mal? ¿No le había dado al Partido toda su fuerza, toda su salud, noche y día?
—No. ¡Eso no es bastante!
—Pero, ¿qué más puedo dar?
Ahora intervino el extraño. Se dirigió a Rubin tratándolo de usted, lo que hirió su oído proletario: Expresó que Rubín debía declarar al Partido con sinceridad todo lo que supiera acerca de su primo casado... la historia íntegra. ¿Era verdad que su primo había sido miembro activo de una organización opositora y que él había ocultado esto al Partido?
Tenía que decir algo instantáneamente. Ambos lo miraban con fijeza.
A través de los ojos de este mismo primo. Lev había aprendido a ver la Revolución. Había aprendido de él, también, que no todo era tan hermoso y sin problemas como parecía en las demostraciones del 1° de Mayo. En realidad, la Revolución era una primavera... por eso es que había mucho barro que chapotear antes de encontrar una senda firme.
Pero cuatro años habían pasado y las disputas dentro del Partido cesaron. Comenzaban a olvidar la oposición. Habían construido, para bien o para mal, el trasatlántico de la colectivización con los miles de las frágiles y pequeñas embarcaciones campesinas. Los altos hornos de Magnitogorsk estaban vomitando humo y los tractores de las primeras cuatro fábricas de los mismos, estaban abriendo surcos en los campos de las granjas colectivas. Y el "518" y el "1040" estaban detrás de ellos. Objetivamente, todo se estaba haciendo para la mayor gloria de la revolución mundial... ¿Tenía, entonces, sentido, batallar ahora porque se le diera a todos estos grandes hechos el nombre de una persona en particular? (Lev se había obligado a amar hasta ese nombre. Sí, había llegado a amarlo). ¿Por qué, entonces, arrestar a la gente ahora? ¿Por qué vengarse de aquellos que una vez estuvieron en desacuerdo?
—No lo sé. Nunca fue miembro de la oposición —Lev se encontró contestando. Sin embargo, comprendía que si hablaba como hombre adulto, sin romanticismo juvenil, las negativas ya no tenían sentido.
Los gestos de la Camarada Bakhtina eran bruscos y enérgicos. El Partido: ¿puede haber algo superior al Partido? ¿Cómo se puede responder al Partido con negativas? ¿Cómo se puede titubear en confesar al Partido? El Partido no castiga; es nuestra conciencia. Recuerde lo que dijo Lenin.
Diez pistolas apuntando a su cabeza no hubieran asustado a Rubin. Tampoco le hubiera arrancado la verdad el confinamiento en la celda fría, ni el exilio a Solovki. Pero no podía, en ese confesionario rojo y negro, mentirle al Partido.
Les dijo cuándo y dónde su primo había pertenecido a la organización de la oposición y lo que había hecho.
La mujer predicadora guardó silencio.
El cortés huésped con zapatos amarillos dijo:
—De manera que, si lo ha entendido bien... —y leyó lo que había escrito en una hoja de papel—. Y ahora, ¡firme aquí! Rubín retrocedió.
—¿Quién es usted? ¡Usted no es el Partido!
—¿Por qué no? — preguntó el huésped ofendido—. También soy un miembro del Partido. Soy un investigador del GPU.
Una vez más Rubín tamborileó en la ventanilla. El guarda, que obviamente había vuelto a despertar, dijo malhumorado:
—Oye ¿para qué golpeas? ¡He llamado qué sé yo cuántas veces, y no contestan!
Los ojos de Rubín ardían de indignación.
—¡Le he pedido que fuera hasta allá, no que llame! ¡Tengo mal el corazón! Quizás muera...
—No morirás —el guardia arrastraba las palabras, conciliador, casi con benevolencia—. Durarás hasta la mañana. Ahora, juzga tú mismo. ¿Cómo puedo marcharme y abandonar mi puesto?
—¿Qué idiota le va a usurpar su puesto? — exclamó Rubin.
—No se trata de que alguien lo usurpe, sino de que las reglamentaciones lo prohíben. ¿No has servido tú en el ejército?
La cabeza de Rubin palpitaba con tanta violencia, que casi llegó a creer que, en verdad, moriría en ese minuto. Viendo su cara contorsionada, el guardia decidió:
—¡Está bien! Retírate de la ventanilla y no llames. Iré hasta allá. Aparentemente se había ido. A Rubin le pareció que su dolor disminuía un poco.
Una vez más comenzó a pasearse pausadamente por el corredor.
Y a través de su mente revivían otros recuerdos que no tenía deseo alguno de despertar. Olvidarlos significaba librarse de ellos.
En seguida de haber dejado la prisión, deseoso de expiar su culpa, a los ojos de los Komsomols y de probar ante sí mismo y la clase revolucionaria que era un elementó útil, Rubin, con un Máuser a la cadera, había partido para colectivizar una aldea.
Cuando hubo corrido descalzo dos millas, intercambiando disparos con campesinos encolerizados, ¿qué pensaba que estaba haciendo? — Por lo menos, ¡estoy luchando en la Guerra Civil! Nada más que eso.
Todo parecía tan perfectamente natural: destapar hoyos llenos de grano enterrado; no permitir a los dueños moler los granos u hornear su pan; no dejarles que extrajeran el agua de los pozos. Y si el hijo de un campesino moría... ¡que muera! Ustedes, demonios hambrientos y sus hijos con ustedes... ¡pero no hornearán pan! Eso no despertaba ninguna piedad en él sino que se hizo tan común como un tranvía en la ciudad, como el solitario carretón que al amanecer, tirado por un caballo exhausto, cruzaba la aterida y letárgica aldea. Un latigazo en una persiana:
—¿Hay muertos? ¡Sáquenlos! Y en la ventana siguiente:
—¿Hay muertos? ¡Sáquenlos!
Y pronto fue
—¡Eh! ¿Vive alguien todavía?
Sintió una presión abrasadora en la cabeza. Como quemado con una marca al rojo vivo. Le quemaba y algunas veces tenía la sensación de que sus heridas eran una expiación, la prisión una expiación, sus enfermedades una expiación.
En consecuencia, su encarcelamiento era justo. Pero desde que ahora comprendía que lo que había hecho era terrible, y que nunca más volvería a hacerlo, y había expiado por ello... ¿cómo podría purificarse de eso? ¿A quién podría decirle que eso no había ocurrido jamás? De ahora en adelante, ¡consideremos que eso no sucedió! ¡Actuaremos como si jamás hubiera sucedido!
¿Qué cosas no drenará una noche de insomnio del alma miserable de un hombre que ha errado?
Esta vez el guardia corrió el vidrio. Había decidido, después de todo, abandonar su puesto. y dirigirse a la jefatura. Sucedió que todo el mundo estaba dormido y no había nadie que levantara el auricular cuando llamaba el teléfono. El sargento a quien había despertado escuchó su informe y lo reprendió por abandonar su puesto; y sabiendo que la ayudante del médico estaba durmiendo con el teniente, no, se atrevió a despertarlos.