Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Sus oponentes, siendo la mayoría, actuaban como si fueran el pueblo y como si él, Rubin, hablara por una pequeña minoría. Pero él sabía que esto era mentira. El puebloestaba fuera de la prisión, del otro lado de las alambradas de púas. El pueblo había tomado Berlín, había encontrado a los americanos en el Elba, se había derramado hacia el este en los trenes de desmovilización, había ido a reconstruir Dneproges, llevado vida a Donbass, reconstruido Stalingrado. El sentirse unido a millones de seres lo salvaba de sentirse solo en su batalla contra algunas docenas.

A menudo lo vilipendiaban, no en aras de la verdad, sino para vengar sus propios errores, por no poder hacerlo con sus carceleros. Lo perseguían sin importarles que cada uno de esos conflictos lo destruyeran y lo acercaran cada vez más a la tumba.

Pero él tenía que discutir. En el sector del frente de la sharashkade Mavrino, había pocos que pudieran defender el socialismo como él.

Rubin golpeó la ventanilla de vidrio de la puerta de hierro una, dos veces, la tercera con más fuerza. La tercera vez la cabeza canosa del guardia somnoliento apareció en la ventanilla.

—Me siento enfermo —dijo Rubín—. Necesito remedios. Lléveme a la ayudante del médico.

El guardia pensó un momento.

—Está bien. La llamaré. Rubin continuó paseándose.

Era, en conjunto, una figura trágica.

Había sido encarcelado en este lugar antes que nadie.

Su primo, ya adulto, a quien Lev de dieciséis años veneraba, le había pedido que ocultara algún material de fundición de imprenta. Lev cumplió la orden con entusiasmo. Pero descuidó eludir al muchacho vecino que lo había espiado y delatado. Lev no delató a su primo; inventó una historia diciendo que había encontrado el material de fundición debajo de una escalera.

Mientras caminaba por el corredor, desde un extremo al otro, con su paso medido y pesado, Rubin recordaba su confinamiento solitario en la prisión interior de Kharkov, veinte años atrás.

La prisión interior había sido construida según los lineamientos americanos: un pozo abierto, de varios pisos, con escaleras y descansos de hierro, y un guardia dirigiendo el tráfico desde el fondo, con banderas de señales. Cada sonido retumbaba por la cárcel. Lev podía oír el ruido sordo mientras arrastraban a alguien por la escalera de hierro y, de pronto, un alarido estremecedor sacudía la prisión.

—"¡Camaradas! ¡Saludos desde la helada celda de confinamiento! ¡Abajo con los verdugos estalinistas!"

Lo estaban castigando; se oía ese sonido especial de los golpes sobre la carne blanda. Luego debieron taparle la boca; el alarido se hizo intermitente hasta que cesó por completo. Pero trescientos prisioneros, en trescientas celdas solitarias, se abalanzaron a sus puertas, golpeándolas y rugiendo:

—¡Abajo con los perros sanguinarios!

—¡Están bebiendo la sangre de los trabajadores!

—¡Tenemos otro zar sobre nuestras espaldas!

—¡Viva el leninismo!

Y de pronto, en algunas de las celdas se levantaron voces enloquecidas:

"Levantaos, marcados por la maldición...

Y la masa invisible de prisioneros, olvidando su propia condición, tronó:

"Esta es nuestra última

y decisiva batalla..."

No se les veía, pero como Lev, muchos de los que cantaban tenían sin duda lágrimas de éxtasis en sus ojos.

La prisión zumbaba como un colmenar alarmado. Aferrando sus llaves, los carceleros se amontonaban en las calderas, aterrorizados por el himno inmortal del proletariado.

—¡Qué oleada de dolor en su nuca! ¡Qué presión sentía en la parte baja del lado derecho!

Rubín tamborileó de nuevo con los dedos en la ventanilla. Al segundo llamado apareció el rostro somnoliente del mismo guardia. Corriendo el vidrio, murmuró:

—Llamé, pero no contestan.

Quiso cerrar la ventanilla. Pero Rubín la detuvo con la mano y no lo dejó.

—Bien. ¡Entonces vaya hasta allá! — gritó con la irritación que le provocaba el dolor—. Estoy enfermo, ¿comprende? ¡No puedo dormir! Llame a la ayudante del médico.

—Está bien —asintió el guardia. Cerró la ventanilla.

Una vez más, Rubín comenzó a pasear de uno a otro extremo, midiendo con desesperación el pedazo de corredor salpicado, de restos de colillas de cigarrillos. El tiempo parecía deslizarse con tanta lentitud como sus pasos.

Y más allá de la imagen de la prisión interior de Kharkov —que siempre recordaba con orgullo, aun cuando aquellas dos semanas de confinamiento solitario eran un borrón en sus interrogatorios policiales y en toda su vida, y habían contribuido a su sentencia actual— otros recuerdos ocultos volvían a su mente, llenándolo de vergüenza.

Un día lo habían llamado a la Oficina del Partido, en la fábrica de tractores. Lev se consideraba una de las piedras angulares de la fábrica. Trabajaba con el personal editorial del diario, recorría las tiendas para inspirar a los trabajadores jóvenes e insuflar energía en los más viejos y colocaba boletines referentes a los triunfos de las brigadas elegidas y ejemplos de iniciativas especiales o de trabajos descuidados.

El muchacho de veinte años, vistiendo su camisa de campesino, entró a la Oficina del Partido tan desprevenido como cierto día llegara a la oficina de Pavel Petrovich Postyshév, Secretario del Comité Central de Ucrania. Y, como en aquella ocasión, había dicho simplemente: —¡Hola, Camarada Postyshév! y había sido el primero en extender la mano; esta vez dijo a la mujer de cuarenta años, cuyo cabello cortó estaba cubierto por un pañuelo rojo triangular:

—¡Hola, Camarada Bakhtina! ¿Me llamaste?

—Hola, Camarada Rubín —apretó su mano—, siéntate.

Se sentó.

Había una tercera persona en la habitación, pero no era un trabajador. Llevaba corbata, traje y zapatos amarillos. Estaba sentado hacia un lado, mirando unas notas, pero sin prestarles atención.

La oficina del Partido era severa como un confesionario, decorada en rojo refulgente y sobrio negro.

En cierta forma constreñida y carente de vitalidad, la mujer habló con Lev sobre asuntos de la fábrica que, antes, siempre discutieran con fervor. De pronto, echándose hacia atrás, dijo con firmeza:

—¡Camarada Rubín! Debe usted confesar sus negligencias para con el partido!

155
{"b":"142574","o":1}