La amistad de Nerzhin con Spiridon, el conserje, había sido bautizada por Rubin y Sologdin como la "identificación con el pueblo". Para ellos, Nerzhin estaba buscando la misma gran verdad primitiva que antes de él fue buscada en vano por Gogol, Nekrasov, Herzen, los Eslavófilos, los revolucionarios del grupo "La Voluntad del Pueblo", Dostoievsky, Lev Tolstoi, y finalmente, no hacía mucho, por Vasisualy Lokhankin.
Rubin y Sologdin no se preocupaban por buscar la verdad primitiva, porque ellos creían firmemente que poseían la verdad absoluta.
Rubín, además, sabía que el concepto "pueblo" es una cosa artificial, producto de una generalización ilícita; que todo pueblo está dividido en clases, y que hasta las clases cambian con el tiempo. Buscar el sentido más elevado de la vida en el seno de la clase campesina era una ocupación pobre e infructuosa, ya que sólo el proletariado revolucionario se empeñaba con consistencia en el logro de sus propósitos, y sólo a él le pertenecía el futuro. Sólo gracias a la generosidad y colectivización del proletariado podía la vida alcanzar su máximo grado de significación.
Sologdin, por su parte, también sabía que "el pueblo" era un término general y englobaba a una totalidad de personas muy poco interesantes, monótonas, incultas, que vivían preocupadas por mil diligencias necesarias para poder mantener su opaca vida cotidiana. Sus multitudes no constituían la base del coloso del espíritu humano. Sólo personalidades únicas, claras y distintas como estrellas brillantes dispersas a través del cielo oscuro de la existencia, traen consigo el supremo entendimiento.
Ambos estaban seguros de que el interés de Nerzhin sería pasajero, que éste maduraría, recapacitaría y volvería a recuperar su nivel.
Nerzhin, en realidad, había pasado por las dos posiciones extremistas que sostenían Rubin y Sologdin.
La literatura rusa del siglo diecinueve, que desfallecía de pura compasión por el "hermano que sufre", había creado en Nerzhin y en todos los que la leían por primera vez, la imagen de un pueblo con aureola y cabellos plateados, que encarnaba toda la sabiduría, la pureza moral y la grandeza de alma.
Pero eso estaba lejos, en las estanterías de las bibliotecas; o más lejos aún, en los pueblitos y campos en las encrucijadas del siglo diecinueve. Pero los cielos se abrieron, vino el siglo veinte, y esos lugares dejaron de existir en Rusia. No existía ninguna Rusia sino que la U.R.S.S.
La Unión Soviética ocupaba su lugar. En su interior tenía una gran ciudad. Allí había crecido el joven Gleb. De la cornucopia de la ciencia el éxito le había llovido. Descubrió que su mente trabajaba con rapidez, pero que las mentes de otros trabajaban más rápido aun, y esta opulencia intelectual lo oprimía. El pueblo quedó definitivamente archivado en la biblioteca, se convenció de que los únicos que eran realmente importantes eran aquellos que llevan en la cabeza el peso de la cultura que la humanidad acumulara durante siglos, enciclopedistas, conocedores de la antigüedad, hombres que saben apreciar la belleza; gente muy bien educada, individuos multifacéticos. Uno debe pertenecer a esa élite. Y abandonar a los fracasados a su propia suerte.
Pero vino la guerra y a Nerzhin lo mandaron a conducir carros de trasporte. Inhábil, muerto de vergüenza, agarró caballos en las praderas, y los montó. No sabía andar a caballo, ensillarlo, emparvar heno, y todo clavo que intentaba clavar se torcía inevitablemente, como burlándose del inexperto trabajador. Y cuando más amarga era su suerte, más fuerte se hacía oír la risa del pueblo, desafeitado, despiadado, injurioso y profundamente desagradable que se hallaba a su alrededor.
Luego Nerzhin ascendió a oficial de artillería. Gracias a su nuevo puesto, volvió a ser joven y capaz; se paseaba luciendo un cinturón ajustado y con la mano blandía una varilla que había recogido en el camino, por el hecho de tener las manos ocupadas con algo. Viajó incansablemente sobre los tablones corredizos de veloces camiones, profirió todos los juramentos e imprecaciones de práctica durante el cruce de los ríos, estaba siempre listo para atacar a media noche o en la lluvia y guiaba a este pueblo, que ahora era obediente, leal, industrioso y, por consecuencia, muy agradable. Y ellos, su pequeña porción de pueblo propio y personal suyo, escuchaban atentamente cuando les daba conferencias políticas sobre aquel pueblo grande que se había levantado como un solo hombre.
Después lo arrestaron. Durante su primer interrogatorio, en su primera prisión provisoria, en su primer campo de concentración, enmudecido a fuerza de espanto y de golpes, se había horrorizado al contemplar la otra cara de ciertos miembros de la "élite" en circunstancias en que la integridad de carácter, la fuerza de voluntad, y la lealtad hacia los amigos eran fundamentales para un prisionero y podían decidir la suerte de sus camaradas, estos individuos educados, sensibles, delicados, que apreciaban la belleza, se revelaban como cobardes, que cedían rápidamente ante viles proposiciones y se trasformaban en delatores, adulones e hipócritas. Y Nerzhin apenas se había librado de convertirse en uno de ellos. Abandonó a gente que antes había considerado honroso frecuentar. Empezó a ridiculizar y a burlarse de lo que antes había reverenciado. Buscaba la simplicidad, luchó para deshacerse de los hábitos de la "intelligentzia" como la extrema finura y la extravagancia intelectual. En un momento de fracaso sin esperanzas, entre los despojos de su vida destrozada, Nerzhin adquirió la creencia de que los únicos que contaban eran aquellos que trabajaban la madera y los metales, araban la tierra, y fundían el hierro con sus manos. Trató de adquirir la sabiduría práctica y la filosofía sana de los trabajadores sencillos y honestos. Y así completó su círculo, volviendo al punto de donde había partido, tan de moda en el siglo diecinueve: uno debe "ir, bajar al pueblo".
Pero, en realidad, el círculo no llegaba tan lejos. Nerzhin, el "Zek" educado, tenía una ventaja sobre nuestros abuelos. A diferencia de aquellos cultos aristócratas del siglo pasado, no tuvo que cambiar de piel y bajar tanteando por la escala social hasta llegar al pueblo. A él lo tiraron en medio de la gente, con sus pantalones de algodón remendados y su camisa ordinaria, y le ordenaron que compartiera sus trabajos. No tomaba parte en la vida del pueblo como un condescendiente caballero, que nunca deja de ser un extraño, sino como uno de ellos, un igual entre sus iguales.
Aprendió a clavar un clavo con maestría, a agregar una tabla a la otra, no con el fin de congraciarse con la gente de pueblo, pero para ganarse su semicrudo pan diario. Y después del duro aprendizaje del campo de trabajo, otra de sus ilusiones desapareció. Nerzhin no tenía para qué bajar, ni hasta quién bajar; el pueblo no tenía ninguna superioridad moral primitiva con respecto suyo. Sentado junto a ellos en la nieve por las órdenes de un guardia, escondiéndose con ellos del capataz, en los oscuros rincones de una obra en construcción, empujando carretillas en la helada a su lado, secando sus peales en las barracas en su sociedad, Nerzhin pudo percibir claramente que esta gente no lo sobrepasaba un ápice en cuanto a estatura moral. No resistían el hambre ni la sed con más estoicismo. No tenían mayor coraje cuando consideraban la perspectiva de pasar diez años detrás de una pared de piedra. No eran más hábiles ni previsores en las circunstancias difíciles del trasporte o durante las requisas. Eran más ciegos y confiados frente a los delatores. Estaban más predispuestos a creer en los burdos engaños de los jefes. Esperaban la amnistía que a Stalin le hubiera resultado más fácil reventar que darla. Si algún mandón local de la prisión se sentía de buenas y les sonreía, se apresuraban a contestar su sonrisa. También eran más angurrientos por las cosas pequeñas: las raciones "suplementarias" de 100 gramos de sopa aguada de trigo, los horribles pantalones de la cárcel (siempre que fueran algo más nuevos o de colores chillones,), los hacían tremendamente felices.