—Juegos de lógica, — masculló Rubín—. Acrobacias intelectuales.
—Sigamos con la tuerca. Si estropeamos la tuerca al atornillarla, ya no la podernos volver a su estado anterior al destornillarla. Para volver a esa situación anterior, habría que fundirla, moldear el metal y hacer una nueva tuerca.
—Escucha, Dimitri, — lo interrumpió Rubin buscando que se aplacara—, no puedes pretender exponer seriamente sobre dialéctica tomando como base una tuerca.
—¿-Por qué no? ¿En qué es inferior una tuerca a una semilla? Ninguna máquina podría existir sin tuercas. Volviendo a lo nuestro, ahí tienes cómo cada estado sucesivo es irreversible y niega al anterior. Con relación a la primera tuerca, que arruinamos al atornillar la nueva, es la negación de una negación. ¿Me explico? — Y extendió su mentón barbudo hacia adelante, en un gesto expectante.
—¡Un minuto!, — dijo Rubin—. ¿En qué me has refutado? Sólo has probado— cómo la tercera ley efectivamente nos da la dirección del proceso.
Con la mano en el corazón, Sologdin saludó.
—¡Si no fueras tan despierto, Leo, yo no estaría tan ansioso por tener el honor de conversar contigo! ¡Sí, la tercera ley da la dirección! Pero uno debe saber trabajar sobre la base —que nos proporciona una ley, no sólo reverenciarla. Has deducido que nos da la dirección. Pero veamos: ¿lo hace siempre? En la naturaleza, en el plano orgánico, sí, siempre: nacimiento, crecimiento, muerte. ¿Pero en el mundo inanimado? No, no siempre; de ninguna manera.
—Pero a nosotros nos interesa fundamentalmente la sociedad.
—¿Qué quieres decir con eso de "nosotros"? La sociedad no es objeto de mi estudio. Soy un ingeniero. ¿Sociedad? No; la única sociedad que, reconozco, es la de las mujeres hermosas. — Se alisó el bigote en forma exagerada, y largó una carcajada.
—Bueno, — declaró Rubin pensativo—. Probablemente haya una médula racional en todo esto. Pero, en general, huele a pura hojarasca, a palabrerío vacuo. No se enriquece la dialéctica en absoluto con esto.
—¡El palabrerío sin sentido es todo tuyo!, — dijo Sologdin, presa de un nuevo acceso de vehemencia—. Si deduces todo de esas tres leyes...
—Pero si ya te he dicho: noes así.
—¿No lo haces?, — preguntó sorprendido Sologdin,
—¡No!
—Pues, entonces, ¿para qué sirven las leyes?
—Escucha, — y Rubin empezó a aporrear intensamente a Sologdin, con un argumento tras otro, hablando con esa cadencia de quien repite algo que ha aprendido de memoria—. ¿Qué eres, un pedazo de roble o un ser humano? Nosotros decidimos todo sobre la base de un análisis concreto de información específica; ¿entiendes? Toda doctrina económica deriva de las cifras de producción, y la solución a cualquier problema social se busca a partir de un análisis de la situación de clases.
—Entonces, ¿para qué quieren las famosas leyes?, — bramó Sologdin olvidándose del silencio que reinaba en la pieza y debía respetar—. ¿Quieres decir que, después de todo, no las necesitan?
—Oh, sí, las necesitamos muchísimo, — se apresuró a contestar Rubín.
—¿Pero para qué? ¿Si no deducen nada de ellas? Si ni siquiera la dirección del proceso puede averiguarse en base a estas leyes, si sólo se las puede enseñar, aprender y comentar, no sirven para nada. Si todo lo que se puede hacer a su respecto es repetir como un loro "la negación de una negación", entonces, ¿para qué diablos están?
Potapov, que hasta entonces había estado esforzándose en vano por ahogar con su almohada el creciente alboroto, se enderezó furioso en la cama y dijo a los desconsiderados charlatanes:
—Escuchen, amigos, si ustedes no quieren dormir, al menos respeten el sueño de los demás. — Señalando de un modo bastante explícito a Ruska, que estaba tirado diagonalmente en su catre, agregó:— Eso, si no pueden encontrar un lugar mejor.
Cualquier persona normalmente dotada de sentido común, se habría calmado ante la indignada advertencia de Potapov, hombre muy amante del orden, y en vista del silencio que se había apoderado de la habitación, del que recién se percataban Rubin y Sologdin, y por la presencia de delatores entre ellos (aunque Rubin, por supuesto, no tenía ninguna razón para ocultar sus convicciones),
Pero estos dos continuaron hablando como hasta ese momento. Su larga discusión, que por cierto no era la primera, ni la décima, no había hecho más que empezar. Se dieron cuenta de que tendrían que abandonar el cuarto, dada la imposibilidad de bajar el dispasón o interrumpir el diálogo. De modo que salieron juntos, tirándose con argumentos en el camino hasta que la puerta que daba al pasillo los tragó.
Casi inmediatamente después que salieron, apagaron la luz blanca y encendieron la azulada luz nocturna.
Ruska Doronin, que había seguido atentamente su debate, era en realidad la última persona que estaría en tren de recoger "material" para delatarlos. Había entendido el significado de las últimas palabras de Potapov, y las entendió, a pesar de no haber visto el dedo acusador que lo señalaba; era víctima del intolerable dolor que sentimos frente a una acusación proveniente de alguien a quien respetamos.
Cuando inició su doble juego con el oficial de seguridad, lo previo todo; consiguió engañar a Shikin; estaba en vísperas de desenmascarar a los soplones que recibirían 147 rublos. Pero se encontraba indefenso frente a las sospechas de sus amigos. Su plan solitario, precisamente por ser tan original y tan secreto, lo condenaba a la ignominia y al desprecio. Lo sorprendía cómo estos hombres maduros y experimentados, no fueran lo suficientemente generosos para tratar de comprenderlo y creer en él o lo suficientemente hábiles como para darse cuenta de que no era un traidor.
Y, como sucede siempre cuando perdemos el aprecio de nuestros amigos, la única persona que nos continúa brindando su amor, nos resulta doblemente preciosa.
Y cuando esa persona, además, ¡es mujer!...
Clara, ¡ella comprenderá! Le contará todo sobre su arriesgada empresa mañana mismo; ¡ella lo comprenderá!
Sin esperanzas de conciliar el sueño, y sin deseos particularmente fuertes de hacerlo, daba vueltas en su catre calenturiento, recordando las miradas interrogantes de Clara, y concibiendo al mismo tiempo con más confianza un plan para escapar por debajo de los alambres de púa, a lo largo de los escollos, hasta la ruta, y de allí en ómnibus hasta el corazón de la gran ciudad.
Clara lo ayudaría de allí en adelante.
Era más difícil encontrar a una persona entre los siete millones de habitantes de Moscú, que en una zona desértica como la de Vorkuta. Sí, decididamente, Moscú era el lugar hacia donde había de escapar.
IDENTIFICARSE CON EL PUEBLO