—Segundo, todavía.
—No te preocupes, es un chico inteligente, y cuando te quieras acordar, ¡será embajador! ¿Y con quién piensas casar a la menor?
—¿La menor? He tratado de hacerlo varias veces, Slovuta, pero es una chica terca y no quiere ni oír hablar del matrimonio. En mi opinión, ya ha esperado demasiado.
—¿Eso quiere decir que es una intelectual? "¿Anda buscando un ingeniero?
Cuando Slovuta se reía, toda su adiposidad se conmocionaba al ritmo de la risa.
—¿Un ingeniero? ¿Con sólo ochocientos rublos por mes? Más bien, cásala con uno de la Cheka, eso es, uno de la Cheka, ¡una inversión segura!
—Bueno, Makarygin, gracias por acordarse de mí, pero debo ponerme en marcha. No debes detenerme, sabes, porqué tengo gente esperando y ya van a ser las once. Que sigas con buena salud, Profesor, no te vayas a descomponer.
—Adiós, Camarada general.
Radovich se levantó para despedirse, pero Slovuta no le ofreció la mano. La mirada ofendida y despreciativa al mismo tiempo del humillado Radovich, recorrió la espalda amplia y redonda de Slovuta mientras éste, escoltado por Makarygin, traspuso con él la puerta y juntos bajaron las escaleras hasta el automóvil que lo esperaba.
Solo, con los libros, Radovich se volvió en seguida hacia ellos. Después de recorrer con la vista y con la mano los estantes, eligió, luego de un ligero titubeo, un libro de Plekhanov. Cuando estaba a punto de instalarse en un sillón, le llamó la atención un librito con una vistosa encuadernación en rojo y negro que estaba sobre el escritorio de Makarygin, y lo tomó también. Pero este segundo libro le quemó las manos resecas y apergaminadas. Era una obra recientemente publicada, que se llamaba "Tito, el Mariscal de les Traidores", de un tal Renaud de Juvenel. La primera edición de un millón de ejemplares acababa de aparecer.
En los últimos doce años mucha literatura deshonesta había pasado por las manos de Radovich; libres infames, serviles, totalmente falsos, pero nunca había tropezado con una cosa tan vil, tan inmunda, como ésta. Con la vista experimentada de un conocedor de libros, hojeó éste y en seguida se dio cuenta de quien era el que lo necesitaba y por qué, qué tipo bastardo era el autor, y cuánta animadversión iba a despertar contra Yugoslavia, que, por supuesto, no la merecía. Se detuvo indignado en una frase; la leyó por segunda vez: "No hay necesidad de detallar los motivos que impulsaron a Lázló Rajk a confesar; el hecho de que confesó quiere decir que era culpable”. Disgustado, Radovich tiró el libro.
¡Claro, no era necesario detallar sus motivos! Era superfino aclarar que Rajk había sido castigado por sus interrogadores y verdugos. No interesaba el hecho de que se lo hubiera torturado por medio del hambre y la falta de sueño. Total, resulta indiferente que lo hayan estirado sobre el suelo y le hayan pisoteado con sus botas los órganos genitales. En Sterlitamak, el antiguo prisionero Adamson con quien había intimado desde un principio, interiorizó a Radovich de algunos de sus métodos favoritos. Sin embargo, "los detalles carecían de importancia". ¡El hecho de que había confesado quería decir que era culpable!
¡La humma summarum de la justicia Staliniana!
Pero Yugoeslavia era una herida muy profunda, demasiado dolorosa para tocar el tema con Makarygin. De modo que cuando éste último volvió, acariciando con una mirada amorosa su nueva cinta ("No es la medalla en sí, sino el hecho de que no se hayan olvidado de uno"), encontró a Dushan echado hacia adelante en un sillón, ardiendo por dentro, y mirando sin verlo al libro de Plekhanov. —
—Gracias, Dushan, por no haber soltado nada inconveniente. Tenía miedo de que lo hicieras, — dijo Makarygin, sacando un cigarro y dejándose caer pesadamente sobre un diván.
—¿Y qué crees que podía haber soltado?, — exclamó Radovich un
poco sorprendido.
—¿Qué podrías haber dicho? ¡Oh, no sé! — Él fiscal despuntó su cigarro y lo prendió.— Podrías haber sido cualquier cosa. No puedes estar sin que se te escape algo. Cuando hablaba sobre los japoneses, yo me di cuenta por el gesto de tu boca que te morías de ganas de oponerte.
Radovich se enderezó. Porque es un fraude. Eso se huele a millas de distancia.
. — ¿Estás en tus cabales, Dushan? ¡Es un asunto del partido! ¿Cómo puedes llamarlo un fraude?
—¡No tiene nada que ver con el partido! ¿Crees que Slovuta es el partido? Dedúcelo tú mismo. Porque justo ahora, recién en el año 1949, ¿descubrimos los preparativos que hacían en 1943? Después de todo, ya hace cuatro años que son nuestros prisioneros. Y si continúas dentro de esa línea de razonamiento, dime qué país en medio de una guerra, no hace cualquier tipo de planes para aumentar su potencia. ¿Cómo puedes ser tan crédulo? ¿Supongo que también te habrás tragado eso de que los americanos andan tirando escarabajos colorados desde los aviones?
Las orejas prominentes de Makarygin enrojecieron.
—Bueno, podría ser, y si no, ¿qué importa? Es la política del gobierno; uno tiene que actuar como si estuviera sobre un escenario: hay que hablar un poco más fuerte y aumentar el maquillaje, para que el público se enteré de lo que está sucediendo.
Radovich, más tieso que nunca, continuaba hojeando el libro de Plekhanov. Makarygin fumaba en silencio, persiguiendo un pensamiento que se mostraba algo esquivo.
En seguida cayó en la cuenta. Se trataba de su hija Clara. Aparentemente, todo estaba perfectamente para las tres hijas de Makarygin. Pero, en realidad, algo andaba mal con Clara, la menor, la favorita, la que más se parecía a su madre. Desde hacía mucho tiempo, las cosas no andaban del todo bien, pero en los últimos meses la situación se había agravado. Durante las comidas, cuando estaban todos reunidos, ninguno de los tres gozaba de ese calor de hogar, en ese estrecho vínculo de familia que antes los unía, sino que, por el contrario, siempre terminaban peleándose como perros y gatos. Clara rechazaba de plano cualquier tema humano y sencillo, que se podía discutir sin perjuicio para la digestión. En vez de esto siempre desviaba la conversación hacia el tema de los "infortunados" con quienes trabajaba y frente a quienes evidentemente había dejado de tomar precauciones y de ejercer una vigilancia de tipo ideológico. Había sido presa de un absurdo sentimentalismo; sostenía que había inocentes entre los presos; insultaba a su padre y le echaba la culpa de tal situación, ya que era él el directo responsable de que se condenara a gente inocente. Se ponía totalmente fuera de si, y, en la mitad de la comida, abandonaba ruidosamente la mesa, sin haber terminado de comer.
Hacía unos pocos días, Makirygin había encontrado a su hija en el comedor. Estaba parada junto al aparador, clavando un clavo en su zapato con un candelabro, canturreando unas palabras sin sentido, algo como "toca el tambor", acompañadas de una melodía que su padre reconoció al punto como una vieja canción revolucionaria.