Innokenty la miró con fijeza. Su pelo rubio le caía libremente sobre los hombros, exactamente como hacía ya nueve años. Jugaba con las puntas de su cinturón mientras esperaba que le contestaran. Su blusa color guinda resaltaba el rojo de sus mejillas.
Hacía tiempo que Innokenty no la había visto así. Durante los últimos meses ella estuvo insistiendo en su independencia y en la diferencia entre su concepción de la vida y la suya. Pero después parecía que algo se había roto dentro de ella, ¿o era que una premonición de su pronta separación había entrado en su alma? Se tornó tan sumisa, tan afectuosa; y aunque él no podía perdonarle ese largo período de incomprensión y alienación y sabía que ella no podía volver atrás, la dulzura que de ella emanaba reanimó su espíritu. La hizo sentar a su lado; aunque esto resultara una intempestiva interrupción de la interesante charla que sostenía, con Galakhov. Por toda contestación, Dotty se sentó, estrechándose contra él con su cuerpo aún flexible. Estando allí sentada, tan cerca suyo, era evidente para todos que amaba a su marido y era feliz en su compañía. De pronto se le ocurrió a Innokenty que, en previsión del futuro, no debían hacer gala de una intimidad que, por otra parte, ya no existía. Pero continuaba acariciándole el brazo suavemente.
El lápiz de marfil permanecía allí, sin usarse. Apoyado sobre los codos, Galakhov miraba por la ventana que estaba detrás del matrimonio Volodin, iluminada por las luces de las Puertas de Kaluga. Le resultaba imposible hablar de sí mismo en presencia de una mujer.
Pero es que habían empezado a imprimir sus poemas completos. Cientos de teatros en todo el país, tomando ejemplo de los de la capital, representaban sus obras. Las jovencitas copiaban sus versos a mano y los memorizaban. Durante la guerra, los diarios de más importancia le habían cedido gustosamente espacios. Había incursionado en el ensayo, el cuento corto y la crítica. Por último, su novela había aparecido y tras ella se había convertido en el Laureado con el Premio "Stalin". ¿Y qué? Era extraño: Tenía fama, pero no inmortalidad. Ni siquiera él mismo sabía a ciencia cierta el momento en que el pájaro de su inmortalidad había comenzado a flaquear y finalmente había aterrizado. Quizás los únicos momentos de verdadero vuelo habían sido aquellos en que escribió esos pocos versos que las adolescentes aprendían de memoria. Sus obras teatrales, sus cuentos y su novela ya habían muerto bajo su mirada, antes que él cumpliera sus treinta y siete años de edad.
Pero, ¿por qué debe uno invariablemente aspirar a la inmortalidad? La mayoría de los colegas de Galakhov no lo hacían; su situación actual era lo que importaba.
Al diablo con la inmortalidad, decían; ¿no es acaso más importante tener influencias sobre el curso actual de los acontecimientos? Y su influencia la tenían. Sus libros servían al pueblo; eran publicados en ediciones de gran tirada; tenían a su disposición un sistema de distribución masiva a todas las bibliotecas y se les dedicaban meses de promoción. Claro está, no podían escribir muchas verdades. Pero se consolaban con la idea de que algún día las cosas cambiarían y entonces volverían sobre estos tiempos y estos hechos y los narrarían con veracidad, revisando y reeditando sus viejos libros. Mientras tanto, debían conformarse con esa cuarta, octava, o dieciseisava, ¡oh al diablo!, con esa treinta y dos ava parte de la verdad que se les permitía. Esa pequeña porción de verdad era mejor que nada.
Lo que le resultaba cada vez más deprimente y difícil era escribir cada nueva página. Se imponía a sí mismo la obligación de escribir dentro de un determinado horario y tenía que luchar contra la somnolencia, contra su pereza mental, contra las distracciones, contra su manía de esperar, con el oído atento, la llegada del cartero que a lo mejor traía diarios. Se esforzaba durante meses en no leer a Tolstoi, porque el insistente estilo tolstoiano impregnaba luego lo que salía de su pluma. Cuidaba de que su estudio fuera ventilado, manteniéndolo a una temperatura de 18 grados y de que la mesa estuviera siempre limpia. De otra manera, no podía escribir.
Cada vez que empezaba un trabajo de cierta envergadura, se prometía a sí mismo y a sus amigos que no iba a hacer concesiones a nada ni a nadie; que esta vez escribiría un libro auténtico. Trabajaba con entusiasmo durante las primeras páginas. Pero pronto se percataba de que no escribía solo; que la persona para quien escribía flotaba ante él en el aire como una eterna sombra; que, sin quererlo, releía cada párrafo con el criterio de esa persona. Esa persona no era el lector, el camarada, o el amigo; ni siquiera era la crítica en general; era siempre, el crítico más importante de Moscú, el celebérrimo Zhabov.
Galakhov se imaginaba a Zhabov leyendo su nueva obra y escribiendo en seguida un largo ensayo en contra de ella, que ocuparía. una columna entera de "La Gaceta Literaria" (lo que de hecho había ocurrido).
El título del artículo sería: "¿Por qué Puerta se Cuelan estas Brisas?" o bien "Más Acerca de Ciertas Tendencias en Boga de ir por los Senderos Trillados". No empezaría atacándolo directamente, sino citando un par de frases sacrosantas de Belinsky o Nekrasov, con quienes sólo un villano podía discrepar, Luego procedería a darlas vuelta con suma habilidad, presentándolas desde un punto de vista totalmente distinto, de modo que Belinsky o Herzen le servirían para probar que Galakhov era un sujeto antisocial, enemigo de la humanidad, con una base filosófica tambaleante.
Así que, párrafo tras párrafo, Galakhov se esforzaba por anticiparse a las objeciones de Zhabov y adaptarse a ellas; y el libro iba saliendo más y más insípido, colocándose con sumisión dentro de los cánones establecidos.
Cuando ya había hecho la mitad, Galakhov se daba cuenta de que su libro era totalmente distinto de lo que hubiera debido ser y que había fracasado una vez más.
—Bueno, ¿y las características de nuestro diplomático?... —dijo Innokenty con una sonrisa triste, mientras acariciaba el brazo de su mujer.
—Bueno, ¿qué quieres que te diga? Puedes imaginártelo tú mismo. Un alto nivel de orientación ideológica. Principios elevados. Profunda lealtad a la causa. Profunda devoción personal hacia Iosif Vissarionovich. Obediencia al pie de la letra a las instrucciones de Moscú. Algunos, dominan los idiomas extranjeros; otros, no tanto. Y algunos, bueno, unos pocos, tienen una gran afición a los placeres de la carne. Porque, como dicen, vivimos una sola vez. Pero eso ya ha dejado de ser típico.
EL REACCIONARIO
Radovich era un perdedor confirmado, ya cabal. Sus cátedras habían sido abolidas por los años treinta; ni uno solo de sus libros se había publicado; y por sobre todo eso, era víctima de numerosas dolencias. Tenía todavía el trozo de una granada de Kolchak incrustada en el pecho. Una úlcera del duodeno le aquejaba desde hacía quince años, Y durante varios años tuvo que someterse diariamente a una dolorosa operación matinal, sin la cual no podía alimentarse ni vivir, que consistía en irrigar su estómago a través del esófago.
Pero el destino, que sabe administrar con equidad reveses y favores, protegía a Radovich por intermedio de sus mismos males. Aunque era una figura conocida dentro de los círculos del Comintern, Radovich permaneció intacto a través de los años más críticos, por la razón de que nunca asomó fuera del hospital. En una oportunidad, hacía sólo un año, cuando todos los servios que quedaban en la Unión Soviética fueron tomados presos o bien obligados a tomar parte en el movimiento contra Tito, Radovich, fuera de la circulación por razones de salud, fue pasado por alto una vez más.