Литмир - Электронная Библиотека
A
A

—Es uno de los privilegios de un escritor el hacer preguntas, — reconoció Innokenty, mientras sus ojos continuaban brillando como cuando defendía a Epicuro.

—Puede que sea su desgracia, — retrucó Galakhov.

Su lápiz chato de marfil blanco yacía listo sobre el mantel.

—En todo caso, los escritores me hacen recordar a los investigadores que nunca se toman vacaciones, que nunca descansan: en los trenes, en la mesa de té, en un negocio, o en la cama, están siempre investigando crímenes, reales o imaginarios.

—En otras palabras, nos recuerdan que tenemos conciencia.

—Pero no son los crímenes del hombre lo que investigamos, sino su valor, sus cualidades.

—Y en eso vuestro trabajo es justamente el opuesto al que realiza la conciencia. Bueno, supongo que quieres escribir un libro sobre diplomáticos.

Galakhov sonrió. Era una sonrisa bien de hombre, que estaba de acuerdo con sus rasgos grandes, tan distintos a las formas delicadas y finas de su concuñado.

—Lo que uno quiere, Innokenty, y lo que no quiere no se decide de un modo tan simple como aparece en los reportajes de Año Nuevo. Uno trata de juntar material con tiempo; no se puede recurrir a cualquier diplomático. Tengo la suerte de que seas pariente.

—Tienes razón. Un diplomático que no te conociera te contaría toda suerte de mentiras. Después de todo, tenemos bastante que ocultar. Por un instante sus miradas se encontraron.

—Entiendo. Pero no necesito saber esa parte de sus actividades. Para mí, eso...

—¡Ah! Así que más bien te interesa la vida en las embajadas, el trabajo cotidiano, las recepciones, las presentaciones de credenciales.

—¡No, quiero algo más profundo! Cómo ese trabajo afecta el alma de un diplomático del Soviet.

—¡Ah! ¡Su alma! Bueno, sí, ya sé. Ya veo. Y antes de que te vayas, te contaré todo. Pero primero me gustaría que me dijeras algo. ¿Por qué has abandonado el tema de la guerra? ¿Lo has agotado?

Galakhov sacudió la cabeza. — Es imposible agotarlo. Tuvieron suerte con esta guerra: choques, tragedias; sino ¿de, dónde las hubieran sacado?

Innokenty lo miró alegremente.

La fisonomía del escritor se oscureció. Y dijo con un suspiro: —El tema de la guerra está grabado en mi corazón.

—Bueno, has hecho obras maestras sobre ese tema.

—Y es eterno para mí. Volveré a él hasta que me muera.

—¿A lo mejor no debieras?, — preguntó Innokenty, muy suavemente, con mucho cuidado.

—¡Tengo que hacerlo!, — dijo Galakhov con convencimiento—. La guerra anima el corazón del hombre.

—¿Su corazón? — Sí. — Innokenty asintió en seguida, pero mira lo que ha sucedido con la literatura sobre asuntos de guerra y el frente bélico. Los temas más elevados que trata son, cómo tomar posiciones de batalla, cómo dirigir el fuego para que resulte más mortífero; "No olvidaremos, no perdonaremos"; la orden del comandante es ley. Pero eso está todo dicho en los estatutos militares de un modo, más claro y efectivo que en la literatura. Y, por supuesto, has mostrado también lo penoso que resulta a los pobres jefes militares la lectura de sus mapas.

Galakhov frunció nuevamente el ceño.

Innokenty se inclinó rápidamente sobre la mesa y tomó la mano de Galakhov. Le dijo, ahora sin ironía: —Nikolai, ¿es que la literatura debe forzosamente repetir los estatutos militares? ¿O los diarios? ¿O los slogans? Mayakovsky, por ejemplo, consideraba un honor el usar un recorte de un diario como epígrafe para un poema. ¡O sea que consideraba un honor el no elevarse por encima de un diario! Pero entonces, ¿para qué queremos la literatura? Después de todo, un escritor es un educador del pueblo; ¿no es eso lo que siempre se ha entendido? Y un gran escritor, perdóname, quizás no debería decir esto, bajaré la voz, un gran escritor es, por así decirlo, un segundo gobierno. Es por eso que ningún régimen ha simpatizado con sus grandes escritores; sólo ha respaldado a los mediocres.

Los dos concuñados se trataban poco y no se conocían muy bien. Galakhov contestó con cautela: —Lo que estás diciendo es válido sólo para un régimen burgués.

—Bueno, es claro, es claro, — dijo Innokenty con soltura—. Nosotros tenemos leyes completamente diferentes. Estamos ante el magnífico ejemplo de una literatura creada, no para los lectores, sino para los escritores.

—¿Quieres decir que no somos muy leídos? — Galakhov podía escuchar e incluso hacer comentarios bastante amargos sobre literatura en general y también sobre sus propios libros, pero había una creencia que nunca podría abandonar: que se lo leía, y que se lo leía mucho. Del mismo modo, Lansky estaba convencido de que sus ensayos críticos formaban el gusto y hasta el carácter, de un gran número de personas.

—Estás errado en eso. Se nos lee, quizás más de lo que merecemos.

Innokenty hizo un rápido movimiento de negación.

—No, no es eso lo que quería decir. ¡Oh qué insensatez la mía! El padre de Dotty me ha dado demasiado vino y es por eso que me estoy expresando tan mal. Kolya, créeme. No digo esto porque seamos parientes; realmente deseo tu bien. Hay algo en ti que me gusta mucho, así que siento que mi deber es preguntarte de la única manera que puedo hacerlo. — ¿Lo has pensado alguna vez? ¿Cómo ves tu propio lugar dentro de la literatura rusa? Después de todo, con tus trabajos a la fecha se podría hacer una edición de seis volúmenes. Tienes treinta y siete años; a ésa edad, Pushkin ya había sido liquidado. Tú no corres un peligro parecido. Pero, igualmente, no puedes evadir la cuestión de determinar quién eres. ¿Qué ideas nuevas has aportado a esta angustiada época en que vivimos, aparte, por supuesto, de las ideas indiscutibles de que nos provee el Realismo Socialista?

Oleadas producidas por la contracción de pequeños músculos ondulantes, recorrieron la frente y los pómulos de Galakhov.

—Estás tocando un punto débil, — contestó, mirando fijo al mantel—. ¿Qué escritor ruso no se ha medido secretamente para ver si cabía en el traje de Pushkin? ¿O en la camisa de Tolstoi? — Jugueteó con su famoso lápiz sobre el mantel y miró a Innokenty con una mirada que, ahora, ya no ocultaba nada. Estaba deseando desahogarse, iba a decir lo que no podía decir en círculos literarios.

—Cuando era un muchacho, al principio del Plan Quinquenal, me parecía que iba a morir de felicidad el día que pudiera ver mi nombre impreso al pie de algunos versos. Me parecía haber alcanzado la inmortalidad, pero aquí...

Apartando las sillas a su paso, Dotty avanzó hacia ellos.

—¡Kolya! ¿No me van a echar? ¿Están teniendo una conversación muy inteligente?

Tenía los labios en forma de una atractiva O.

134
{"b":"142574","o":1}