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No era la primera vez que le enrostraban esos nombres: "madrastra", "rezongona", "monja", "solterona". Lo peor es que eran totalmente falsos.

Pero, ¿puede acaso ser fácil el quinto año de una mentira? El rostro se pone tenso y acalambrado bajo la máscara constante, la voz se vuelve chillona, el criterio deshumanizado. ¿Se habría convertido, tal vez, en una solterona insoportable?

Es tan difícil juzgarse uno mismo, en una residencia en la cual uno no puede, como en casa, descargar su malhumor sobre la madre. En una residencia, entre sus iguales, uno se acostumbra a verse bajo el peor aspecto.

Excepto Gleb Nerzhin, nadie, absolutamente nadie, podría comprenderla.

Pero Gleb tampoco la entendía. No le había dicho nada —qué hacer, cómo vivir. Sólo le había dicho que no existía fin para su condena.

Con unas pocas frases rápidas y confidenciales, había derribado todo lo que la venía manteniendo día a día, toda su fe, sus esperanzas, todo lo que la había sostenido en su soledad.

¡No habría fin para su condena!

Eso quería decir que no la necesitaba.

¡Oh, Dios, Dios!

Nadya yacía estirada. Con ojos abiertos y fijos miraba, entre la almohada y la manta, un trocito de pared —y no podía entender, no quería entender qué clase de luz había en el cuarto. Parecía muy oscuro, pero, sin embargo, podía reconocer las ampollas en la conocida pintura ocre.

Repentinamente oyó, a través de la almohada, el especial tamborileo sobre la puerta de madera, doce golpecitos como arvejas cayendo en una cacerola, tres veces cuatro dedos. Aun antes que Dasha le dijera—: ¡Nadya!, Shchagov está aquí. ¿No te vas a levantar? Nadya había arrojada la almohada, alisando su pollera que estaba arrollada hasta la cintura, se había pasado un peine y se ponía los zapatos.

Bajo la luz quieta y apagada del medio voltaje, Muza la vio precipitarse y se apartó bruscamente.

Dasha se apuró a arreglar la cama de Lyuda y recogió las cosas dispersas por el cuarto.

Entonces hicieron entrar al visitante.

Shchagov entró con su viejo capote militar echado sobre los hombros. Era alto, con porte marcial. Podía inclinarse, pero sin doblar la espalda. Sus movimientos eran sobrios y controlados.

—¿Cómo les va?, gentiles señoras, — dijo en tono condescendiente— Vine a ver cómo pasaban su tiempo sin suficiente luz —y a hacer lo propio. Es para morirse de aburrimiento.

Qué alivio, pensó Nadya; con tan poca luz no podría darse cuenta de que ella había estado llorando.

—Vale decir que si no fuera por el apagón no habría venido.

—Dasha adoptó el tono de Shchagov, flirteando inconscientemente, como lo hacía con todos los hombres solteros que se le cruzaban.

—De ningún modo. A plena luz el rostro de las mujeres queda desprovisto de todo encanto; revela todas sus expresiones malévolas, sus miradas envidiosas, sus arrugas prematuras, sus pesados cosméticos.

Nadya se estremeció al oír las palabras "miradas envidiosas" —era como si él hubiera estado oyendo su discusión.

Shchagov prosiguió: —Si yo fuera mujer, dictaría una ley para que la luz permaneciera baja. Todas pronto tendrían marido, en ese caso.

Dasha lo miró con desaprobación. Shchagov siempre hablaba así y a ella no le gustaba. Todas sus frases parecían memorizadas, poco sinceras.

—¿Puedo sentarme?

—Por favor, — replicó Nadya, con una voz apacible, que no tenía huellas de la reciente fatiga, de la amargura, de las lágrimas.

A diferencia de Dasha, le gustaba Shchagov por su dominio de sí mismo, — su manera pausada de hablar, su voz firme y baja. La calma parecía emanar de él y sus ocurrencias le eran bastante agradables.

—Pueden ustedes no proponérmelo por segunda vez, de modo que me sentaré inmediatamente. ¿Y qué están ustedes haciendo, mis jóvenes estudiantes graduadas?

Nadya callaba. No podía hablar fácilmente con él; se habían peleado el día anterior y ella, con un movimiento repentino e impulsivo, que implicaba una intimidad que nunca había existido entre ellos, le había pegado en la espalda con su cartera y había huido corriendo. Fue tonto, infantil y ahora la presencia de terceras personas hacía que las cosas fueran más fáciles para ella.

Dasha contestó: —Vamos al cine. No sabemos con quién.

—¿Y qué dan en el cine?

—"La tumba india".

—¡Oh! Deben ir, por cierto. Como dijo una de las enfermeras, hay muchos tiros, muchas muertes y en todo sentido es una cinta maravillosa.

Shchagov estaba cómodamente sentado frente al escritorio que todas compartían.

—Discúlpenme, gentiles señoras, esperaba encontrarlas bailando tomadas de las manos, pero, en cambio, parece que hubiera un funeral. ¿Problemas con sus padres? ¿Están descontentas con la última decisión del Comité del Partido? Después de todo, no parece referirse a los estudiantes.

—¿Qué decisión, — preguntó Nadya sordamente.

—¿Qué decisión? Sobre la verificación del origen social de los estudiantes, para saber si dicen la verdad cuando dan los datos de sus padres. Bueno, Muza Georgiyevna. ¿Está segura de no haber escondido algo? Hay toda dase de ricas posibilidades —alguien puede haber confiado algo a alguien, o hablado en sueños, o leído correo ajeno, toda dase de cosas.

(El corazón de Nadya se oprimió. ¡Seguían buscando, explorando, excavando! ¡Qué harta estaba de todo eso! ¿Cómo podía alejarse de ello?).

—¿Qué clase de villanía es esa?-exclamó Muza.

—¿Quiere decir que ni esto las divierte tampoco? Bueno, les voy a contar un cuento muy divertido sobre la votación secreta efectuada ayer en el Consejo de la Facultad de Matemática.

Shchagov hablaba a todas, pero sólo miraba a Nadya. Sé había preguntado durante mucho tiempo que es lo que Nadya quiere de él. Cada nuevo incidente lo hacía más claro.

Ella quiso estar junto al tablero mientras él jugaba al ajedrez con alguien y le pidió que jugara con ella para enseñarle los movimientos de apertura (¡Dios mío! Pero, después de todo, el ajedrez ayuda a matar el tiempo).

ella le invitaba a escuchar su próximo concierto.

(¡Pero eso era natural! Todo el mundo quiere ser elogiado, y por alguien no enteramente indiferente).

tuvo alguna vez una entrada "extra" para el cine y le había pedido que la acompañara.

(¡Oh!, sólo quería tener la ilusión, por una noche, de que alguien la sacara).

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