—Con qué se enriquece el estado, de qué vive...
—Y por la tarde jugaría a las cartas. — Olenka reía y reía.
Lyuda se había puesto el vestido celeste; que estaba sobre su cama.
Nadya suspiró y sacó la vista de la cama desordenada. Lyuda estaba frente al espejo, retocando el maquillaje de sus cejas y pestañas y pintando cuidadosamente sus labios en forma de pétalos.
Repentinamente habló Muza, como si hubiera estado todo el tiempo en la conversación: —¿Han notado lo que hace a los héroes de la literatura rusa diferentes de los héroes de las novelas occidentales? Los protagonistas de la literatura occidental siempre andan atrás de carrera, dinero, fama. Los rusos pueden arreglárselas sin comida ni bebida
—sólo buscan justicia y bondad. ¿No es cierto?
Y se sumergió otra vez en su libro.
Lyuda se había colocado las botas y estaba tomando su abrigo de piel. Nadya le señaló bruscamente su cama y le dijo con disgusto:
—¿Vas a dejar esa porquería para que tengamos que recogerla otra vez?
—¡No la recojas!—, dijo Lyuda llevada por la ira, con los ojos brillantes. — ¡No te atrevas a tocar mi cama nunca más!— Su voz subió hasta el grito: —¡Y no me sermonees!
—Es hora de que comprendas, — exclamó Nadya, liberando sus sentimientos reprimidos—. Nos estás insultando. ¿Crees que no tenemos otra cosa en la cabeza que tus correrías nocturnas?
—¿Estás celosa? Nadie está enganchado en tu anzuelo.
Sus rostros estaban distorsionados, feos como siempre lo son los de las mujeres encolerizadas.
Olenka abrió la boca para estallar también contra Lyuda, pero no le gustó el tono de la frase "correrías nocturnas".
(No eran tan enteramente placenteras como podían parecer, tales correrías nocturnas).
—¡No hay motivo para celos!, — dijo sordamente Nadya, con la voz quebrada.
—Si erraste el camino, — gritó aún más fuerte Lyuda, con la sensación de victoria—, y en vez de aterrizar en un convento caíste aquí para trabajar como graduada, muy bien, siéntate en tu rincón, pero no actúes como una madrastra. Me enfermas, ¡solterona!
—¡Lyuda, cómo te atreves! — gritó Olenka.
—¿Entonces, por qué se mete en los asuntos ajenos? ¡Monja! ¡Solterona! ¡Desafortunada!
En este punto intervino Dasha y quiso probar algo muy enérgico. Muza se levantó también y, sacudiendo su libro frente a Lyuda, comenzó a gritar: —¡Mediocridad! ¡Mediocridad triunfante!
Las cinco chillaban a la vez, sin escucharse ni ponerse de acuerdo.
Sin entender nada, avergonzada de su exabrupto y de sus sollozos incontrolables, Nadya, todavía vestida con lo mejor para la visita a la cárcel, se arrojó boca abajo sobre su cama y se tapó la cabeza con la almohada.
Lyuda se empolvó la cara y cepilló una vez más sus rulos rubios. Dejó caer el velo de su sombrero justo hasta sus ojos y, sin arreglar la cama pero tapándole con la manta como una concesión, salió del cuarto.
Las otras quisieron hablarle a Nadya, pero no se movió. Dasha le quitó los zapatos y tapó sus piernas con las esquinas de la manta.
Se sintió un golpe en la puerta. Olenka saltó al corredor, volvió como el viento, recogió sus rulos bajo el sombrero, se metió en un tapado de piel con cuello amarillo y se dirigió a la puerta con paso ágil.
(Era un paso hacia la felicidad, pero también la batalla).
Así fue como el cuarto 418 envió al mundo dos bonitas y elegantes tentaciones, una atrás de otra.
Pero, al perder con ellas su vitalidad y alegría, la habitación quedó aún más deprimida. Moscú era una ciudad enorme, pero no había dónde ir.
Muza ya no leía; se quitó los anteojos y escondió la cara en sus grandes manos.
Dasha dijo:
—Olenka es tonta. Él sólo jugará con ella y la abandonará. Dicen que tiene otra chica en alguna parte y tal vez también un hijo.
Muza miró detrás de sus manos. — Pero Olenka no está atada a él. Si eso resulta ser cierto, siempre puede dejarlo.
—¿Qué quieres decir, que no está atada?, — Dasha sonrió irónicamente—. ¿A qué clase de atadura te refieres, si...
—¡Oh, siempre sabes todo! ¿Cómo puedes saber eso? — Muza estaba indignada.
—Bueno, ella pasa la noche en la casa de ellos.
—¡Oh, eso no significa nada! Eso no prueba nada, — dijo Muza.
—Es la única manera ahora; de otra forma, no los puedes conservar.
Las dos muchachas quedaron en silencio, cada una con sus distintas opiniones.
La nieve caía afuera más pesadamente. Ya estaba oscuro.
El agua gorgoteaba suavemente en el radiador bajo la ventana.
Era insoportable pensar que iban a matar la noche del domingo en este agujero.
Dasha pensó en el camarero que había rechazado, un hombre fuerte y sano. ¿Por qué lo había dejado? Es cierto que la llevó a un club de suburbio, donde no concurría gente de la Universidad. ¿Y qué?
—¡Muza, vamos al cine ¡te suplico! — dijo Dasha.
—¿Qué dan?
—La tumba india.
—¡Oh, esa tontería! ¡Tontería comercial!
—Pero la dan en este mismo edificio, en la puerta de al lado. Muza no contestó.
—¡Bueno, esto es realmente aburrido!
—No voy —dijo Muza—. Búscate trabajo para hacer. De repente la luz eléctrica disminuyó. En la lámpara sólo quedó encendido un fino filamento rojo.
—Eso es lo que faltaba —gruñó Dasha—. Uno podría ahorcarse en un lugar así.
Muza se quedó sentada como una estatua.
Nadya yacía inmóvil en su cama.
—Muza, vayamos al cine.
Golpearon la puerta.-
Dasha se asomó y volvió: —¡Nadya! ¡Shchagov está aquí! ¡No te vas a levantar!
EL FUEGO Y EL HENO
Nadya lloró largo rato. Mordía la manta para tratar de calmarse. Su cara estaba salada y mojada y la almohada sobre su cabeza la asfixiaba.
Hubiera deseado marcharse a cualquier parte, salir del cuarto hasta tarde, pero en toda la enorme ciudad de Moscú no había un lugar donde ir.