SOBRINA. - ¡ Ma tante! ¿Cuál habrá sido la causa de la muerte de mi prima?
DAMA. - La causa, señorita, se debe a que es tonta vuestra sociedad de moda. ¡Ya llegarán a conocer otras desgracias! (Salen).
(Salen de la habitación de la finada el doctor y un anciano).
ANCIANO. - ¿Se murió delante suyo?
DOCTOR. - No tuvieron tiempo de encontrarme.
¡Yo siempre he dicho que son una desgracia esos helados y esos bailes!
ANCIANO. - El entierro es lujoso. ¿Ha visto usted la mortaja? Cuando murió mi hermano la primavera pasada, habían puesto una igual sobre el ataúd. (Salen).
DOCTOR. - (Acercándose a Arbenin y tomándolo del brazo) Usted debe descansar.
ARBENIN. - (Estremeciéndose) ¡Ah!... (Aparte) Se me oprime el corazón.
DOCTOR. - Esta noche se ha entregado usted demasiado a la tristeza. Duerma.
ARBENIN. - Trataré de hacerlo.
DOCTOR. - Ya no podemos ayudarle en nada; pero usted debe cuidarse.
ARBENIN. - ¡Oh! ¡Yo soy invulnerable! ¡Cuántos sufrimientos terrenales llenaron mi corazón y yo sigo viviendo... Yo buscaba la felicidad y Dios me la envió con aspecto de mujer; mi aliento perverso manchó su espíritu celestial y he ahí esa criatura espléndida que veis, fría y muerta! Cierta vez, un hombre ajeno a mi vida, arriesgando su honor, perdió en el juego y fue salvado por mí. Sin embargo, sin decir una palabra y burlándose, me quitó todo, todo al cabo de una hora.
(Sale).
DOCTOR. - Está enfermo, fuera de broma, esta vez no me equivoco; esta cabeza está llena de tormentos, pero si se vuelve loco, respondo que seguirá viviendo. (Al salir se encuentra con dos personas).
EL DESCONOCIDO Y EL PRÍNCIPE
DESCONOCIDO. - Con su permiso; quisiera preguntarle si podríamos ver a Arbenin.
DOCTOR. - No podría asegurarle... pues la esposa acaba de fallecer ayer.
DESCONOCIDO. - Cuánto lo lamentamos.
DOCTOR. - Y está tan afligido...
DESCONOCIDO. - Él también me da lástima...
¿Pero está en casa?
DOCTOR. - ¿En casa? Sí.
DESCONOCIDO. - Tengo un asunto muy importante para él.
DOCTOR. - ¿Ustedes son, seguramente, sus amigos?
DESCONOCIDO. - Por ahora, no; pero hemos venido para ver si podemos intimar un poco.
DOCTOR. - Arbenin está enfermo, fuera de bromas.
PRÍNCIPE. - (Asustado) ¿Está acostado, sin conocimiento?
DOCTOR. - ¡No! Habla, camina y tenemos esperanzas todavía...
PRÍNCIPE. - ¡Gracias a Dios! (Sale el doctor) Por fin...
DESCONOCIDO. - Tiene usted el rostro enardecido. ¿Sigue firme en su resolución?
PRÍNCIPE. - ¿Y usted me asegura que es justa su sospecha?
DESCONOCIDO. - Escúcheme; los dos perseguimos un mismo fin, y ambos lo odiamos por igual; pero usted no conoce su alma; es sombría y profunda como la caja de un ataúd; cuando se abre, lo que cae en ella se entierra para siempre; las sospechas necesitan su demostración; él no conoce el perdón ni la piedad cuando está ofendido. La venganza y sólo la venganza es lo que persigue, y ésa es su ley. Sí, esta muerte parece tener una causa oculta. Yo sabía que ustedes eran enemigos y estaba muy dispuesto a servirle.
Si ustedes piensan pelear, yo me apartaré a un lado para ser espectador.
PRÍNCIPE. - Dígame, ¿cómo es que usted supo el día anterior que yo fui ofendido por él?
DESCONOCIDO. - Me gustaría contarle, pero temo que lo aburra. Además, toda la ciudad está comentando...
PRÍNCIPE. - La idea es insoportable, DESCONOCIDO. - Lo está atormentando demasiado.
PRÍNCIPE. - ¡Oh, usted no sabe qué es la vergüenza!
DESCONOCIDO. - ¿La vergüenza? No existe. La experiencia se lo demostrará y le enseñará a olvidarlo.
PRÍNCIPE. - ¿Pero quién es usted?
DESCONOCIDO. - ¿Le hace falta mi nombre?
Yo soy su amigo, celoso defensor de su honor, y creo que no le hace falta saber nada más. Pero chitón, que ya viene... Es él, su andar pesado y lento. ¡Es él! Apártese un instante, que yo debo hablarlo y para ello usted no me sirve de testigo. (El príncipe se aparta)...
(Aparece Arbenin con un candelabro de velas encendidas).
ARBENIN. - ¡La muerte... la muerte! ¡Oh, esta palabra está por todas partes y me penetra; me persigue; callado observé más de una hora su cadáver y mi corazón estaba lleno de angustia intraducible al ver sus rasgos tranquilos de infantil candor; la sonrisa constante, floreciendo apenas en sus labios ante la eternidad que se abrió ante ella marcando el destino de su alma. ¿Será posible que me haya equivocado? ¡Imposible! ¿Yo, equivocarme? ¿Quién me puede demostrar su inocencia? ¡Mentira! ¡Mentira! ¿Dónde están las pruebas? Yo tengo otras. Si a ella yo no le he creído, ¿a quién le daré fe? Sí... yo fui un marido apasionado, pero fui un juez muy frío. ¿Quién se atreverá a decirme lo contrario?
DESCONOCIDO. - Yo me atrevería.
ARBENIN. - (Al principio se asusta y luego, apartándose, acerca las velas hacia el rostro del desconocido para identificarlo) ¿Quién es usted?
DESCONOCIDO. - No es extraño, Eugenio, que no me reconozcas, y, sin embargo, fuimos amigos.
ARBENIN. - ¿Pero quién es usted?
DESCONOCIDO. - Yo soy tu genio del bien.
Siempre he estado a tu lado, aunque invisible. Siempre con otro rostro y con otra vestimenta; conozco todos tus asuntos y casi todos tus pensamientos y hace poco te he vigilado en el baile de máscaras.
ARBENIN. - (Estremeciéndose) No me gustan los profetas y le ruego que se retire inmediatamente. Le estoy hablando en serio.
DESCONOCIDO. - De acuerdo; pero a pesar de tu voz amenazante y de tu decisión categórica, yo no me voy. Y veo, veo claramente que no me has reconocido.
Yo no pertenezco a ese tipo de personas que puede renunciar en un momento de peligro al fin que persigue durante mucho tiempo. He logrado algo de lo que me proponía y moriré aquí, pero no daré un paso atrás.