LIBRO SEGUNDO
A eso de las dos de la madrugada, el general Miaja llegó al Estado Mayor. Miaja ha iniciado su actividad en la defensa de Madrid con un delito de servicio.
Resulta que ayer, a las seis de la tarde, en el momento de la huida de la capital, el sustituto del ministro de la Guerra, general Asensio, llamó a Miaja y le entregó un sobre sellado, con la siguiente indicación escrita: «No abrirlo hasta las seis de la mañana del día 7 de noviembre de 1936.»
Miaja volvió a su casa. El sobre le quemaba las manos. Por teléfono unos amigos le comunicaron la noticia de que el gobierno y el alto mando habían salido de la ciudad. También unos amigos le dijeron que, según rumores, a él, Miaja, se le había confiado entregar Madrid a los fascistas.
Aquello tenía visos de ser cierto. Miaja es considerado como un general sin suerte, vulgarote, como un hombre provincial que ha intentado vanamente ocupar un puesto distinguido en los círculos militares. Los jóvenes generales, sobre todo Franco, Queipo de Llano y Varela, siempre se han burlado de él, de su torpeza, de su bastedad, de su falta de habilidad para situarse. Su propio apellido (Miaja-migaja) se prestaba a la burla. En julio, al producirse el levantamiento, a muchos les pareció divertido que se nombrara a Miaja ministro de la Guerra. En muchos salones levantaban el dedo con seria comicidad: «¡Oh, sí, Miaja es el mejor hombre para ponerse ahora al frente de un ejército de tales efectivos!» El pobre permaneció en su cargo de ministro unas horas. Intentó localizar por teléfono a algunas unidades, atar cabos, enlazar con algunos jefes, todo fue en vano. Resultó que nadie estaba en su casa; algunas veces se rieron sin disimulo por teléfono al oír decir que quien preguntaba era el ministro de la Guerra, general Miaja. Sin haber logrado nada, confuso, presentó la dimisión el mismo día.
En el hecho de que ahora la dirección militar haya dejado a Miaja el Madrid abandonado e indefenso, hay también cierta burla. Es indudable que la idea ha sido de Asensio, formalmente general republicano, pero, de hecho, compañero de escuela de Franco, Varela y Yagüe, a quienes se parece por su educación, por su estilo y por sus gustos.
Después de unas horas de vacilación, Miaja decidió abrir el sobre, ¡legalmente, sin esperar la mañana.
El paquete contenía una orden del ministro de la Guerra:
«Para poder cumplir su tarea principal de defensa de la República, el gobierno ha decidido salir de Madrid y encarga a Su Excelencia de la defensa de la capital a cualquier precio. Para ayudarle a cumplir esta difícil tarea, en Madrid se crea, aparte del aparato administrativo habitual, una Junta de Defensa, con representantes de todos los partidos políticos que forman parte del gobierno y en la misma proporción. La presidencia de la junta se asigna a Su Excelencia. La Junta de Defensa tendrá plenos poderes del gobierno para la coordinación de todos los recursos necesarios a la defensa de Madrid, defensa que se prolongará hasta el fin. Si, pese a todos los esfuerzos, resulta necesario entregar la capital, se encarga a dicho órgano de la salvación de todo el material de guerra, así como de todo cuanto pueda tener valor para el enemigo. En este caso, las unidades deben retirarse en dirección a Cuenca, para crear una línea de defensa en el lugar que indique el mando del frente central. Su Excelencia está subordinada al mando del frente central, con el cual deberá mantener enlace constantemente en lo que respecta a las cuestiones operativas militares. De él recibirá, también, órdenes de defensa, así como de suministro en material de guerra e intendencia. El Estado Mayor y la junta se instalarán en el Ministerio de la Guerra. En calidad de Estado Mayor se le transfiere el Estado Mayor Central, excepción hecha de la parte que el gobierno estime necesario tomar consigo.»
Miaja se lanzó en busca del Estado Mayor que se le transfería y del Estado Mayor del frente central. No encontró a ninguno de los dos. Todos habían huido. En el Ministerio de la Guerra no había ni una alma. Se puso a llamar por teléfono a las correspondientes casas particulares. Nadie se daba por enterado. En algunas viviendas, al saber que hablaba el «presidente de la Junta de Defensa de Madrid, general Miaja», la gente colgaba prudentemente el auricular sin responder nada.
Se puso a buscar a la Junta de Defensa. No encontró a nadie. Los representantes de los partidos, designados para formar parte de la junta, habían abandonado la capital sin autorización, excepción hecha del comunista Mije. Todo ello se parecía como gota de agua a otra, a la humillación de que fue objeto Miaja al ser nombrado ministro de la Guerra en julio.
Miaja se dirigió al Quinto Regimiento de milicias populares. El Quinto Regimiento contestó que ponía por entero a la disposición del general no sólo sus unidades, sus reservas, sus municiones, sino, además, todo su aparato de Estado Mayor, a sus jefes y comisarios. Checa y Mije establecieron contacto con Miaja en nombre del Comité Central. A última hora de la noche aparecieron algunos oficiales para los trabajos de Estado Mayor —el teniente coronel Rojo, el teniente coronel Fontán, el mayor Matallana—. El Quinto Regimiento cedió para el trabajo del Estado Mayor a Ortega, miembro del Comité Central, jefe de la sección de servicios del Estado Mayor Central.
Todo esto lo contaba el propio Miaja, de pie en medio de la gran sala de recibir del ministerio, rodeado de las personas que poco a poco se iban reuniendo en el edificio abandonado. Miaja es un hombre viejo, alto, rubicundo, totalmente calvo, de mejillas flácidas, fofas, con grandes gafas de carey. Tiene aspecto de lechuza. Se exalta, se enoja, se da golpes al pecho y al vientre.
Los oficiales del Estado Mayor intentan establecer enlace con las columnas, que ayer retrocedieron hasta el recinto de la ciudad. Es en vano. Es imposible encontrar a nadie. El teniente coronel Rojo, tomando a su cargo las funciones de jefe del Estado Mayor, manda a algunos jefes y comisarios que encuentra a su disposición a que recorran, simplemente, la ciudad, a que vayan por cuarteles y barricadas hasta dar con las unidades y a que traigan aquí, al Estado Mayor, a los jefes y delegados de enlace. Los obuses de que se dispone llegan para cuatro horas de fuego. Cartuchos para todo Madrid: ciento veintidós cajas. En realidad hay muchos más obuses y cartuchos, quizá diez veces más. Pero no se sabe dónde están y es como si no existieran.
Por la orilla del Manzanares, junto a los puentes de la ciudad, algunas unidades se mantienen y hacen fuego, por su cuenta y riesgo. Rojo procura establecer contacto, ante todo, con ellas. Es necesario facilitarles municiones, ametralladoras, y, además, comprobar si los puentes están a punto para que puedan ser volados en cualquier momento, minar todas las casas inmediatas y dirigir las explosiones. De esta última misión se encarga Santi, voluntario, hombre de mucha audacia, comunista.
Los tanques también siguen yendo y viniendo en torno a la ciudad. Ayer, después de haber perdido el enlace con el mando, decidieron hacer vida independiente. Su jefe, por iniciativa propia o por ruego de las unidades que se mantienen, emprende breves contraataques en la Casa de Campo y junto al parque del Oeste. Por la noche, cuando lo que corresponde a los tanques es descansar, hicieron de potente artillería, es decir, a ruegos de los milicianos, sencillamente, dispararon al azar, en plena oscuridad, en dirección a los fascistas. El capitán de los tanquistas se presentó en el Ministerio de la Guerra hacia las tres de la madrugada sucio, pálido, fatigado a no poder más.