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He ido al Ministerio de la Guerra, al comisariado. Allí no había casi nadie, sólo dos mecanógrafas. Me han dicho que Del Vayo estaba en una reunión del Consejo de Ministros.

Me he dirigido a las estancias de Largo Caballero. En la antesala esperaban algunas visitas de poca monta. Estaban esperando paciente y tranquilamente. Nadie los hacía salir. Era evidente que allí no se celebraba reunión alguna.

Me he trasladado a la presidencia del Consejo de Ministros. La casa estaba cerrada; en torno, no había nadie. Cuando ahí se celebran reuniones, suele haber muchos coches, esperan periodistas y fotógrafos.

Ha empezado a oscurecer. He ido al Ministerio de Relaciones Exteriores. Está desierto, los guardas se pasean. En la sección de la censura para el exterior, un funcionario a quien conocía se abandonaba a un ataque de histerismo. El funcionario me ha dicho, llorando y temblando, que el gobierno, dos horas antes, había reconocido como insostenible la situación de Madrid, había tomado el acuerdo de evacuar y había evacuado. Largo Caballero había prohibido dar la noticia de la evacuación «para no provocar el pánico». Dada la urgencia de la marcha, se había acordado efectuarla de manera descentralizada, es decir, cada departamento partiría por su cuenta y riesgo, como pudiera y en lo que pudiera. Algunos ministros, según había oído aquel funcionario, protestaron, pero la resolución fue mantenida. Los principales personajes ya habían partido. Esto se había hecho poco antes de que se terminara el trabajo en las oficinas; los empleados se fueron sin saber nada, mañana se presentarán a sus puestos y el gobierno ya no estará.

El hombre lloraba y se retorcía las manos, quería llamar por teléfono a sus camaradas, encontrar, entre todos, un camión y obtener un pase para salir de Madrid. Dicen que hacen falta ciertos pases, que es necesario presentar las listas a la comandancia...

—Ríase de los pases —le he aconsejado—. Si encuentra un camión, ya tiene pase.

He ido al Ministerio de la Gobernación —allí el panorama era el mismo—. El edificio estaba casi vacío, quedaban sólo los empleados inferiores. Desde el exterior, todo ofrecía el aspecto habitual. En la Puerta del Sol, ante la fachada del ministerio, resonaban las campanillas de los tranvías.

He ido al Comité Central del Partido Comunista. Se estaba celebrando una reunión del buró político completo, faltaba sólo Mije, que se encontraba en el Quinto Regimiento.

Ahí han contado lo que sigue: Hoy, de repente, Largo Caballero ha decidido, en efecto, evacuar. Ha hecho aprobar su decisión por mayoría del Consejo de Ministros. Ya se ha ido, se han ido casi todos. Los ministros comunistas querían quedarse. Les han dicho que un acto semejante constituiría un descrédito para el gobierno y que estaban obligados a salir, como todos. La dirección de todos los partidos del Frente Popular está asimismo obligada a irse hoy.

Todo esto podía y debía haberse hecho antes, con tiempo, y no de esta manera; pero el viejo, con su recelosa terquedad y despotismo, con su demagogia, había llevado las cosas a tal situación.

Ni siquiera los más destacados dirigentes de las organizaciones, dependencias y organismos estatales habían sido informados de la marcha del gobierno. Al jefe del Estado Mayor Central, el ministro le dijo, en el último instante, que el gobierno iba a salir, pero sin indicarle ni adonde ni cuándo. El jefe del Estado Mayor Central, con algunos oficiales, salió de la ciudad para buscarse un refugio. El ministro de la Gobernación, Galarza,y su ayudante, el director general de Seguridad, Muñoz, han salido de la capital antes que nadie. De los ocho mil fascistas detenidos no se ha evacuado ni uno solo. La ciudad no se defiende ni desde el exterior ni desde el interior. El Estado Mayor del jefe del frente central, del general Pozas, ha huido. Caballero ha firmado un papelucho en virtud del cual la defensa de Madrid se transfería a una junta especial (a un comité), presidida por un general de brigada, José Miaja, hombre viejo a quien nadie conoce. Se le busca por todas partes para hacerle entrega de la orden, pero no se sabe dónde está. El Comité Central ha acordado: defender cada calle de Madrid, cada casa, con el concurso de los obreros y de todos los ciudadanos honrados. Entregar a los fascistas sólo ruinas, luchar hasta el último cartucho, hasta el último hombre. Se nombra al secretario del Comité Central, Pedro Checa, delegado para la organización madrileña; Pedro Checa deberá pasar a la clandestinidad en el momento en que sea necesario. Además, Antonio Mije entra a formar parte de la Junta de Defensa de Madrid, y se hace cargo de la sección militar.

En el patio se embalan los archivos. A Pedro Checa se le acercan, uno tras otro, los secretarios de los comités de distrito y de las células de la fábricas. Sosegadamente, como es en él habitual, Pedro Checa se pone de acuerdo con ellos, les comunica las direcciones de las viviendas y de los puntos de reunión ilegales. Sonríe y me dice, guiñando un ojo: «Es hora de ahuecar el ala...»

Son las diez y veinte de la noche. Así, pues, en Moscú ya es la una y veinte. Allí, en las calles, están colgando a toda prisa los últimos adornos para la fiesta, los carteles y los retratos. Los porteros acaban de limpiar cuidadosamente las calles. Es posible que aún no haya terminado el concierto en el Gran Teatro; generalmente dura hasta muy tarde. Sería interesante saber qué tiempo está haciendo allí ahora. ¿Habrá mucha nieve, ya? ¿Habrá niebla, por la mañana?

Me he dirigido una vez más al Ministerio de la Guerra. Las puertas del jardín estaban cerradas. Nadie ha respondido ni a las llamadas del claxon ni a las luminosas de los faros. Ha sido necesario acercarse personalmente a la puerta y abrirla. En el portal no hay retén de guardia; las ventanas están todas iluminadas, las cortinas para el enmascaramiento contra la aviación no están corridas.

He subido por los peldaños del vestíbulo: ni una alma. En el rellano, ahí donde se encuentran las entradas a las estancias del ministro, por un lado, y a las del comisario general, por el otro, están sentados en sendas sillas, como dos figuras de cera, dos viejos empleados, vistiendo librea y pulcramente rasurados. A estos empleados no los había visto nunca. Están sentados con las manos en las rodillas, esperando que, tocando un timbre, los llame el jefe; lo mismo da que sea el de antes u otro nuevo.

Hilera de despachos; todas las puertas están abiertas de par en par, brillan las lámparas que cuelgan del techo; sobre las mesas, mapas abandonados, documentos, comunicados, lápices, blocs llenos de notas. He aquí el despacho del ministro de la Guerra, su mesa. Se oye el tictac del reloj sobre el reborde de la chimenea. Son las diez y cuarenta minutos. Ni una alma.

Más allá —el Estado Mayor Central, sus secciones, el Estado Mayor del frente del centro, sus secciones, la intendencia general, sus secciones, la dirección de efectivos militares, sus secciones—, una hilera de despachos; todas las puertas están abiertas de par en par, brillan las lámparas que cuelgan del techo; sobre las mesas, mapas abandonados, documentos, comunicados, lápices, blocs llenos de notas. Ni una alma.

He vuelto al portal. Delante, más allá del jardín, en la calle de Alcalá, la oscuridad es absoluta. Se oyen unos disparos, el espantoso alarido de una persona y luego risas. El chófer se ha alarmado; es el chófer de turno, hoy no ha sido relevado, no ha comido; me pregunta si no se puede retirar, desearía buscar algo de comer. Las agujas del reloj de pulsera brillan, señalan las diez y cuarenta y cinco minutos. Dentro de hora y cuarto será el 7 de noviembre. No, en esta noche, querido Madrid, no es posible abandonarte.

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