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Por radio se ha comunicado el orden en que se efectuará la entrada triunfal de los fascistas en Madrid. El general Mola, sustituto de Franco, entrará montado en un caballo blanco, que le ha sido regalado con este fin por la organización navarra del requeté. Mola se detendrá en la Puerta del Sol, le presentarán un micrófono y sólo dirá: «Estoy aquí.» Después invitará a los periodistas extranjeros a tomar café en un viejo establecimiento de la plaza.

Aparte de todo lo demás, esto resulta práctico. La Puerta del Sol, aun con hallarse en el centro de la ciudad, no se encuentra muy cerca de sus arrabales. Madrid presenta en su parte suroeste una profunda hondonada. Basta cruzar el puente de Segovia o rebasar la estación del Norte, y hasta la Puerta del Sol no quedan más que algunas manzanas, menos de un kilómetro.

En la prensa francesa, inglesa y soviética ha comenzado una campaña para salvar de los crímenes fascistas a la población indefensa de Madrid. En todas partes se recuerdan las sangrientas matanzas de Badajozy de Toledo. Para lavarse las manos ante una nueva matanza, Franco ha dado una orden hablando de moderación:

«Al entrar en Madrid, todos los oficiales de las columnas y servicios han de tomar serias medidas para mantener la disciplina y evitar todos los actos que, con ser actos personales, pueden redundar en perjuicio de nuestra reputación. Si toman amplio carácter, pueden provocar el peligro de que las tropas se corrompan y pierdan su capacidad combativa. Se procurará mantener las unidades en la mano y evitar que soldados aislados sin permiso de los jefes penetren en las tiendas y otros edificios.»

¿Y el gobierno? ¿Qué hace? Todo el mundo lo pregunta, nadie lo sabe. Caballero, como antes, sigue eludiendo el tomar una decisión. No está de acuerdo en publicar un llamamiento dirigido al pueblo.

No permite que se evacúe nada de Madrid. Y él mismo, según palabras de muchos que le rodean, se inclina a aceptar la teoría de Asensio, según la cual la cuestión no está en Madrid, ni tiene sentido alguno defender Madrid, sino que es necesario retirarse con el ejército y dar la batalla después de haber abandonado la capital.

Los ocho mil fascistas siguen permaneciendo en las cárceles de Madrid, como antes. Hablan abiertamente de su pronta liberación. El personal de prisiones comienza a hacerles zalamerías. Sin dificultad podrían ya ahora salir de las cárceles, pero lo consideran desventajoso; las calles, para ellos, son peligrosas.

Diez tanques van y vienen todo el día en torno a Madrid y casi con su fuego ininterrumpido, con breves contraataques, frenan la ofensiva del enemigo. Los fascistas creen, sin duda alguna, que aquí está actuando una brigada de tanques entera.

A eso del mediodía, Miguel Martínez los ha encontrado en la carretera de Extremadura. Tenían las máquinas paradas en un recodo. Los combatientes estaban sentados en el suelo, junto a los tanques, fumando.

—Estamos cazando moscas —dijo el capitán—. No tenemos munición, hemos gastado ya, hoy, dos dotaciones. Ahora no podemos enlazar con la base. Estamos cazando moscas.

Miguel se encargó de ir a buscar municiones, lo cual resultó ser una empresa muy complicada.

La base aún se encontraba en el campo de olivos al pie del cerro de los Ángeles, cerca de Vallecas. Para llegar allí hacía falta recorrer paralelamente toda la línea de fuego, pasando por caminitos entre las carreteras principales. El chófer era torpe y poco espabilado, conocía el terreno peor que Miguel. Fue preciso volver atrás, a la ciudad, y llegar al cerro por la carretera de Valencia.

En el campo de olivos había ya un camión lleno de obuses, pero no de la clase que hacía falta a los tanquistas. Tuvieron que descargarlo y volverlo a cargar. La operación requirió aún quince minutos.

Miguel se obstinó, quiso ganar tiempo y, a pesar de todo, volver por el camino más corto, sin cruzar la ciudad. Luego se arrepintió. El regreso se convirtió en una tortura.

Nadie sabía por dónde había que pasar. A cada cruce de caminos, las personas con que se encontraban manifestaban opiniones distintas: o que más allá ya estaban los fascistas o que el camino estaba completamente libre. No podía creerse ni lo uno ni lo otro, podía haber errores y también provocaciones. Miguel decidió continuar el viaje prestando oído y observando la dirección del fuego de artillería de los facciosos, que disparaban en toda la línea del frente. Pero tampoco así era fácil orientarse.

El chófer del camión y el del coche discutían entre sí. Se perdían de vista uno del otro. Parecía como si el chófer que llevaba las municiones estuviera tentado de huir a la ciudad. Miguel decidió tomar asiento en el camión.

Pero nada menos que en el tramo más abierto y batido de la carretera, el camión se paró. Algo le pasaba al motor. ¡El diablo entendía a aquel hombre! ¡Bonito lugar había encontrado para quedarse parado! Las explosiones de los obuses comenzaron a acercarse al camión. ¡Hacía falta ingeniárselas para quedarse atascado allí! Si un obús daba en el camión cargado de municiones, todo volaba hecho añicos por los aires. ¡Hacía falta ser idiota! Podía haberse parado en otro lugar, más cerca o más lejos. ¡Idiota! Miguel y el otro chófer, junto al camión, vociferaban. Mejor habría sido cruzar la ciudad. Miguel pensaba que los tanquistas estaban sin municiones desde hacía ya dos horas. En mal momento había llevado consigo a aquel estúpido chófer. Podía haberse parado, por lo menos, detrás de alguna casa, entonces no estarían a la vista...

Miguel ya se disponía a ir a buscar otro camión, cuando, de súbito, el vehículo se puso en marcha.

Cuando llegaron a donde los tanquistas, habían transcurrido dos horas y media.

—¡Menudo rato! —dijo el capitán—. Y nosotros, aquí, cazando moscas.

Apagó el cigarrillo y ordenó distribuir las dotaciones.

Se hallaban poco más o menos en el mismo lugar, pero se habían dispersado. La artillería de los facciosos los había localizado y disparaba contra ellos.

—Soltaremos unos cacahuetes —dijo el capitán.

Y los tanques otra vez entraron en combate.

A las cinco de la tarde, como de costumbre, se reunió el Comisariado General. Miguel informó acerca de la lucha contra la deserción. Propuso que para esa lucha se creara una comisión central. Comisiones provinciales. Comisiones en las brigadas. Medidas punitivas: desde el fusilamiento hasta la reprobación pública, según la premeditación a que obedezca la ausencia. Notificación, en las plazas de los pueblos, por parte de los alguaciles, de cuáles son los vecinos que han desertado, traicionando a la patria. Listas negras de desertores pegadas en las paredes. Y octavillas.

Nadie le escuchaba. Del Vayo estaba echado en un diván, seriamente enfermo. Bilbao hojeaba unos papeles. Roldán estaba escribiendo algunas notas. Ángel Pestaña miraba las paredes con los ojos llenos de lágrimas. Mije no estaba.

—¡Octavillas! —dijo Del Vayo.

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