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Con un rictus de dolor en la cara, sobreponiéndose a sus torturas, se acercó pesadamente a la mesa. Tomó un grueso lápiz azul.

—Camarada comisario general —dijo Miguel—. Usted sabe que, desde ayer, tenemos algo de aviación de caza. Mañana aparecerá sobre la capital. El jefe de la escuadrilla ha pedido que se le preparen octavillas para arrojarlas desde los aviones que sean un llamamiento tranquilizador dirigido a la población de Madrid.

—¡Magnífico! —dijo Del Vayo—. Ahora mismo escribo el texto: ¡Magnífica idea la del jefe de la escuadrilla! Estará muy bien que lo hagamos. Les ruego que no se vayan, ahora mismo la escribo. ¡Es una idea estupenda! ¡No se vayan, por favor!

Nadie se disponía a marcharse. No había adonde ir. Todos sentían cierta envidia de Del Vayo, que iba a escribir la octavilla. Su grueso lápiz azul se deslizaba rápidamente por el papel. Del Vayo dejaba a un lado las cuartillas escritas. Escribía con unas letras muy grandes, en cada cuartilla no había más de unas diez palabras.

—¿Qué medidas se tomarán con los detenidos? —preguntó Miguel—. Galarza no ha hecho nada. Son ocho mil hombres. Una gran columna fascista.

—Todo a su tiempo —respondió suavemente Del Vayo—. Ahora mismo termino la octavilla. Por favor, no se vayan. Creo que en el presente caso no estaría bien que la octavilla fuera larga.

—Hasta sería contraproducente —comentó Pestaña—. Por otra parte los cajistas... Procuraré que se imprima a la vez en varias tipografías. ¿Cuántos ejemplares se necesitan?

No se daba cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Un millón —dijo Miguel, sin reflexionar—. De un millón a un millón doscientas mil. No es mucho. De una hoja de periódico salen treinta y dos octavillas.

—¿Tan pequeñas? —Del Vayo estaba afligido—. No cabrá lo que he escrito.

—Todo depende del tipo de letra —terció Bilbao—. Puede componerse con un tipo de letra pequeño.

Todos deseaban hablar de la octavilla el mayor tiempo posible.

Los facciosos han rebasado Getafe y han penetrado en Carabanchel Alto, barrio obrero, el primer barrio de la ciudad. Ha comenzado la matanza. La comunicación telefónica no está cortada. La gente de Carabanchel, de Getafe, simplemente marca un número, llama y comunica noticias terribles. Ya se encuentran del otro lado de las barricadas, en campo fascista, ¡y hablan con nosotros por teléfono! Los facciosos llaman a sus parientes y a sus amantes, los saludan: «Pepita, ya estoy aquí, en Madrid. Pero hoy no podré llegar por la calle hasta donde estás tú. Te abrazo. ¡Hasta mañana!»

El Partido Comunista y el Quinto Regimiento organizan destacamentos de distrito y de calle para la lucha de barricadas. La consigna del Partido es luchar por cada calle, por cada casa.

Al volver, bien entrada la noche, no he reconocido el hotel. Aquí ha sido evacuado a toda prisa desde Carabanchel el hospital militar número uno. Los pasillos están repletos de camas, de armarios con instrumental, de material sanitario, de orinales, de cajas con ficheros. El olor a creosota se ha extendido en seguida por todos los pisos. Arrancan de las puertas los cortinones; del suelo, las alfombras y esteras. El conserje me ha dicho que el hotel se liquida, casi todos los huéspedes se han ido ya; hoy, el señor aún puede pasar aquí la noche —las habitaciones no están todas llenas de heridos—; mañana le preparo, al señor, la cuenta.

El tanquista Simón ha sido trasladado del hospital al hotel Palace. Ha comenzado a producírsele una infección de la sangre, el traslado le ha sido perjudicial. Miguel Martínez le ha encontrado. Simón conserva la lucidez mental. Ha pedido a Miguel que le pegue un tiro, pero que no le deje entre los blancos.

Las calles han quedado siniestramente desiertas. La gente mira de soslayo. Han empezado los pacos desde los pisos altos, desde detrás de las esquinas.

Durante el día de hoy, ha habido aún cuatro bombardeos de aviación. Han muerto muchos niños. Acaban de traer y poner sobre la mesa veinte fotografías. Son fotografías grandes, hermosas, de niños que parecen muñecas.

Son muñecas rotas, con grandes agujeros negros en la frente, en el cuello y junto a las orejas. De no ser estos negros agujeros muertos, los niños parecerían vivos. Algunos hasta tienen los ojos abiertos, como sorprendidos. Están deshechas las trenzas, los labios se sonríen dejando ver pequeños dientes blancos.

Los niños perecen porque se pasan todo el día en la calle. Se meten por todas partes, en todas partes hormiguean. En los barrios obreros, en el puente de Toledo, en Atocha, ayudan a los mayores a levantar barricadas. Pequeñuelos que no llegan a cuatro cuartas del suelo, después de hurgar largo rato, arrancan un grueso adoquín de la calle, lo colocan en un capazo de esparto y, agarrándolo por las asas, llevan solemnemente la piedra a la barricada. Un viejo albañil les dirige un movimiento de cabeza aprobatorio, coloca la piedra y echa encima arena. Los pequeñuelos vuelven dignamente a buscar otra piedra.

5 de noviembre

Desde la mañana, inoportunamente, se han pegado en todas partes carteles en honor de Largo Caballero.

Entre dos cilindros de cañón, situados en vertical, se representa su cabeza, en grandes dimensiones. El cartelista lo ha estilizado un poco a lo Mussolini, sólo que como unos diez años más viejo. La leyenda dice: «Gobierno de la victoria.»

Por la mañana ha aparecido otra vez la aviación dispuesta a bombardear, pero de súbito se ha encontrado con un grupo de cazas pequeños, muy rápidos. Sobre la parte occidental de la ciudad, se ha entablado combate. Los aparatos de bombardeo fascistas se han dado a la fuga. El entusiasmo del público ha sido increíble. Los madrileños aplaudían, alzando los brazos al cielo, arrojaban los gorros hacia arriba, y las mujeres, los chales.

De Madrid han partido todos los extranjeros que directa o indirectamente apoyan al gobierno republicano. Algunos se han trasladado a las embajadas. Además, las misiones diplomáticas han declarado como zonas que gozan del derecho de extraterritorialidad muchas casas que pertenecen a individuos particulares, ciudadanos extranjeros^ han colgado en tales edificios banderas y escudos. Éstos son los edificios convertidos en residencias de los fascistas que esperan a

Franco. Tienen miedo a que en el transcurso de las últimas horas antes de la caída de Madrid, «la chusma de la ciudad», sobre todo los anarquistas, los persigan y los maten.

Hoy ha sonado el teléfono y la señorita de la central ha dicho que iban a hablar desde Moscú.

He esperado lleno de emoción. Madrid, Barcelona y París se llamaban y discutían entre sí; de súbito, una voz lejana, pero clara, gozosa, ha pronunciado mi nombre y patronímico. Hablaba el comité de radio de la Unión Soviética, que mandaba su felicitación con motivo de haberse establecido el enlace radiotelefónico directo, y con motivo de la inmediata fiesta, comprobaba la calidad de la audición y pedía que dijera unas palabras para la emisión extraordinaria que se hace desde la plaza Roja el día de la gran fiesta, el 7 de noviembre.

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