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Simón se queja constantemente de dolor de cabeza.

—Es que no sólo me despellejaron la cabeza, también me la golpearon. Tengo un zumbido en el cerebro, como si me resonara una concha dentro. No sé qué hacer. Es un ruido terrible. Como si hubiera descolgado el teléfono, me hubiera puesto el auricular sobre la oreja y oyera un zumbido. Que me tomen por lo que quieran, pero dentro de poco, cuando anochezca, entrego la sección y me acostaré unas horas. Entonces todo pasará. La cabeza me zumba como un poste telegráfico en el campo. El capitán ya me ha dicho tres veces que me vaya a acostar, pues me acostaré... A ver, muchachos, vamos a soltar unos cacahuetes más, ¡mirad, esos bandidos otra vez levantan columnas de humo!

Las explosiones de los obuses se acercaban, una nube de humo se levantó muy cerca, a unos cuarenta metros. Simón se adelantó en su máquina, se detuvo en la cresta de un montículo. Los tanques no deben detenerse así, en la cresta de un montículo. Los tanques, en el combate, no han de quedarse parados nunca.

Miguel novio, sólo oyó las dos explosiones que siguieron. Fueron muy fuertes. Tuvo la impresión de que se trataba de tiro largo.

—¡Tiro largo! —gritó con voz sorda.

No era tiro largo. Fueron dos impactos directos sobre el tanque de cabeza, el de Simón. Otro obús estalló ante el mismísimo tanque de Pedro.

Miguel saltó de la máquina y se acercó corriendo al tanque de Simón. Esto también era estúpido. Otros hicieron lo mismo, todos deseaban auxiliar a Simón.

—¡Atrás! —gritó el conductor del tanque de cabeza.

El motor le funcionaba. El tanque dio un brusco tirón hacia adelante, trazó un círculo y se apartó a un lado. Desde luego, tenía razón. Unos segundos después, en el lugar en que acababa de encontrarse, estalló otro obús.

Cuatro tanques siguieron avanzando, hacia la batería, para vengar a Simón. Éste quedó colgando, como muñeca rajada, sobre el borde de la torreta. Sus dos compañeros estaban ilesos, pero totalmente rojos, por la sangre de su jefe.

Empezaron a sacar a este último, de pronto, todos se tambalearon. Las piernas del compañero habían quedado en la torreta. Una pierna, rota por la rodilla; otra, por la cadera.

Aquello resultaba horrible por lo que tenía de insólito. Por lo visto la explosión se produjo no encima de la torreta, sino en ella misma. Por el tanque, resultaba difícil verlo; el metal del lado de la torreta se había torcido algo.

Rehechos de la sorpresa, continuaron sacando a Simón. Lo colocaron sobre una manta. El vendaje de la cabeza se le había caído, se lo pusieron bien, aunque esto tenía poca importancia. Simón no respiraba en lo más mínimo, pero de súbito se volvió con su poderoso cuerpo sobre un costado. De nuevo todos se estremecieron, pero alguien sonrió levemente: resulta que Simón estaba vivo.

Le colocaron otra vez sobre la espalda y comenzaron a atarle fuertemente los muñones de las piernas. Era imposible parar una hemorragia tan grande de sangre, que en seguida ennegreció la manta y la dejó empapada. Pese a todo, Simón vivía. De hombres como él, se dice: tienen un «poderoso organismo».

El motorista fue a Leganés en busca de una ambulancia. Volvió muy pronto. En Leganés no hay ambulancias. Hay una, pero no quiere venir aquí. El chófer dice que ya es imposible llegar. Los sanitarios estaban dispuestos a acudir, pero el chófer no ha querido.

Todos miraron al motorista. Sintieron odio por sus escuálidos hombros y sus grandes orejas.

—¿Por qué no has pegado un tiro al chófer y no has conducido tú mismo la ambulancia?

El motorista contestó, y esto aún le perdió más. Dijo:

—Ya son muchas las víctimas.

El conductor Timoteo, manchado de sangre de pies a cabeza, se le acercó y levantó el brazo. Para todos estaba claro que no le pegaría, pero el motorista, a pesar de todo, se apartó un poco. Esto le perdió definitivamente.

—¿Sabes lo que es un jefe? —le preguntó con amargura Timoteo—. ¡De dónde vas a saber tú lo que significa que el jefe muera en combate!

Dirigió la mirada al cuerpo de Simón y añadió:

—Está gravemente herido.

Echaron al motorista que permaneció alejado hasta que se hizo de noche, mirando ya como una persona ajena, como un papanatas.

En la motocicleta dos tanquistas se fueron a Leganés. Volvieron muy pronto, con el coche. El chóferjuraba que no había tenido idea de negarse a hacer el viaje. Pero todos comprendían que mentía.

4 de noviembre

Desde Lisboa y desde Roma ya comunican por radio que las tropas del general Varela han entrado en la capital y han ocupado los edificios centrales. He telegrafiado a Pravda.

«Hoy, Madrid está por entero en manos de los trabajadores. Las organizaciones gubernamentales y obreras trabajan, en las calles reina el orden, los alrededores están cubiertos de barricadas, y nadie las ha atacado aún; la radio de Madrid, como veis, funciona.»

Por la noche, los facciosos han entrado en Getafe. En el barrio cercano al aeródromo, los ha retenido durante hora y media una trinchera de milicianos. Los moros y los «regulares» han hecho una matanza.

La joven telefonista de la subestación del distrito de Getafe se negó a evacuar, dijo que tendría tiempo. Ha mantenido el enlace hasta el último momento. Durante la última media hora, ella misma ha dado noticia de lo que veía por la ventana.

Sus últimas palabras han sido:

—Oigo los gritos de los moros.

Diez minutos más tarde, a la llamada telefónica respondió una voz de hombre.

No hay refuerzos ni reservas, las unidades existentes durante esta noche aún se han deshecho más, ya ni siquiera huyen formando una muchedumbre desorganizada, sino que caminan indiferentes hacia la ciudad. Donde forman aún algo semejante a una columna, los combatientes se pasan horas enteras esperando a que llegue alguna orden, a que se encuentre el oficial desaparecido. Las órdenes no llegan, los oficiales no se presentan. Y la columna, despacito, abandona el frente, se dirige en grupos indolentes hacia donde pueda encontrar comida o, simplemente, va al azar, sin rumbo.

Donde la situación es mejor es en el Guadarrama. Casi todas las unidades han mantenido sus posiciones. Por otra parte, la presión tampoco es allí muy fuerte, los fascistas ahora no tienen por qué luchar en la montaña cuando pueden avanzar hacia la ciudad por el valle.

Sigue manteniéndose relativamente tranquila la dirección sureste. Una división de fascistas con un empuje podría cortar las carreteras de Valencia, Alicante y Albacete. Quizá esto suceda mañana. Aunque, según los radiogramas captados, el mando enemigo ha decidido dejar dichas carreteras «para la huida de los conejos». Es el mismo método del «agujero» empleado en Oviedo, sólo que esta vez lo aplican los fascistas. Piensan que disponiendo de un paso para la retirada, los madrileños se precipitarán hacia allí y no defenderán la ciudad.

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