Литмир - Электронная Библиотека
A
A

El coro español sube al tablado, canta largo rato y con cariño, alternando el canto en común con números de solistas.

Ha cantado sonoras canciones asturianas, luego melancólicas catalanas, después vivas tonadillas madrileñas; ha seguido luego el raudo gorjeo andaluz y, sobre todo, el flamenco, romanzas meridionales, semiárabes, con notas increíblemente altas y largas, que el público escucha conteniendo la respiración, como cuando presencia trucos acrobáticos, y prorrumpe en atronadores aplausos cuando la interminable nota, de todos modos, al fin termina.

A Felicidad, en seguida se le han secado las lágrimas; la mujer ha batido palmas con sus gordezuelas manos haciendo un ruido como un petardo de papel, y gritando: «¡Ole!»

Los franceses han cantado con más moderación y gracia que los españoles, no han cantado y danzado simultáneamente, como éstos, sino que han arrastrado con suavidad los píes, dando unos golpes, como en el zapateado; se cogían de la mano dos a dos y daban vueltas suavemente. Al mismo tiempo, hacían horribles y divertidísimas muecas, que provocaban estallidos de risa en la sala entera. Han cantado canciones normandas, luego saboyanas, después, del Languedoc, muy parecidas por la lengua a las catalanas, y después alegres cancioncitas parisinas. Les han pedido que, como colofón, cantaran la Carmagnoley toda la sala la ha coreado.

Los alemanes han comenzado su actuación con un recitado a coro. El conductor Klaus ha advertido que el recitado se hará con algunas interrupciones porque el jefe de la sección, Fritz, uno de los recitadores solistas, murió hace unos días cuando salió del tanque para tensar la transmisión de la cadena. A Fritz le sustituirá el conductor Ernst, pero Ernst no ha tenido tiempo de prepararse y leerá su papel, en vez de recitarlo.

El recitado ha tenido éxito, si bien cada vez que Ernst leía sus palabras, todos se acordaban de Fritz y de lo valiente y honrado que era; le dejaron literalmente como una criba con lluvia de ametralladora; le encontraron una edición de bolsillo de Problemas del leninismo,en lengua alemana; varias balas habían atravesado el libro. Ernst, al ver las miradas que le dirigían, se turbaba y tartamudeaba: comprendía muy bien por qué todos le miraban de aquel modo.

Los serbios y los búlgaros también han cantado sus canciones eslavas. Durante el canto han permanecido tranquilos, cavilosos, algo soñadores. La sala los acompañaba tatareando, muchas de aquellas canciones le eran conocidas. Cantaban con mucha sencillez y, además, con cierta solemnidad. Luego, de súbito, todo se ha trocado en una danza desenfrenada, impetuosa; los bailarines daban vueltas como peonzas, el acordeón atronaba, los gritos de admiración lo ahogaban, el endeble estrado de La Cucaracha crujía bajo las fuertes pisadas de los jóvenes pies.

Algunas atracciones han despertado gran entusiasmo y hasta la intervención del público. El conductor Ernst ha ejecutado algunos ejercicios con pesas. Resulta que tiene una musculatura magnífica. «¿De dónde ha sacado las pesas?», preguntaban desde la sala. Ernst se callaba compungido. Detrás de él, el anunciador ha explicado con signos que las pesas estaban en perfecto orden.

Luego, los franceses junto con los alemanes, han presentado un jazz. Como música, no se trataba ni mucho menos de nada extraordinario, pero el ruido era muchoy todo el mundo estaba entusiasmado.

El valenciano Ricardo, ex torero, ha representado con mímica y de manera muy divertida una corrida de toros, y luego una lucha grecorromana. Rodaba por el suelo, se agarraba por la garganta, gemía, hacía «puentes» y se aplicaba la espalda al suelo, saludaba ceremoniosamente y se estrechaba a sí mismo la mano a lo gentleman.El público entusiasmado gritaba «bis» y daba patadas en el suelo.

Como último número ha actuado el imitador de sonidos Víctor, de la tercera compañía, un relojero suizo. Primero ha imitado el canto del gallo, después ha gorjeado como el ruiseñor, después ha representado una pelea en una jauría. A continuación se ha puesto a imitar sonidos más finos, como por ejemplo el zumbido de la abeja reina y el aullido de la hiena en el árido desierto. Al final ha propuesto que el público le citara nombres de animales, cualesquiera que fuesen, a su gusto, y él reproduciría inmediatamente los sonidos que les son propios. Esta noble proposición del artista no ha sido estimada como se merecía por el público. El caso era que parte de los espectadores se habían asomado disimuladamente al edificio contiguo y habían visto lo que se preparaba como parte final de fiesta. Esto ha hecho que en la sala se formara un sector singularmente ruidoso.

—¿Qué animales desea el respetable público que imite? —preguntó muy correcto Víctor.

—¡El ictiosauro! —rugen desde el ruidoso sector.

—¡El viejo caracol!

—¡El cañón antiaéreo «erlikon»!

—¡La sardina con aceite!

—¡El cáncer de hígado!

—¡La angina de pecho!

—¡El general Franco!

—¡La solitaria!

El anunciador alemán procura sosegar a los chistosos, pero la sala se ha escapado ya a la subordinación del concierto. De nuevo toca el jazz. Víctor, ofendido, se encoge de hombros, salta del estrado, agarra a la gorda Felicidad y se pone a bailar el vals con ella.

Un cuarto de hora más tarde ha comenzado el banquete. Sobre la mesa había montones de carne en conserva en grandes escudillas, queso, dulces cebollas valencianas, tomates, huevos duros, mucho vino y mucha cerveza. Una plurilingüe batahola ha llenado el estrecho barracón; las ventanas estaban cuidadosamente en mascaradas para que la aviación no divisara nada. Los aviones de reconocimiento fascistas ya han aparecido dos veces sobre la base de tanques de esta zona, mañana habrá que trasladarse a otro lugar.

Pronto se han reanudado los cánticos, el concierto se ha repetido por entero en torno a la mesa. Resulta que muchas canciones populares, nacionales, que tratan de la tierra natal, son conocidas y comprendidas por otros pueblos de lejanas tierras. Las canciones más difundidas ahora por el mundo son las canciones soviéticas rusas. Las cantan con entusiasmo personas que no han estado nunca en el país soviético y que difícilmente lo verán jamás.

Hemos salido, un grupo, de la alegre barraca de aire sofocante, y después de extender el saco de dormir nos hemos acostado en una elevación, contemplando tranquilamente las estrellas.

—Aquí, en Castilla, la tierra es parca —ha dicho el mecánico Alfred—, es todo piedra, sequedad. Estoy de acuerdo en pelear por ella, pero no me quedaría a vivir aquí. Soy de la Provenza. ¡Qué vegetación la de allí, qué ríos, qué vides!

—También nosotros teníamos buena tierra —ha dicho Henrich Adams, antiguo habitante del Sarre, después de callar un rato—. Teníamos buena tierra y se volvió mala. Ha caído en manos de Hitler. No importa, día vendrá en que quedará limpia, volverá a ser buena.

—No hay tierra mala —ha dicho caviloso Borislav, jefe de sección, un serbio joven y de buena talla—. Una vez estuve en el Extremo Oriente. Hay allí unos parajes que se llaman taiga. No son nada del otro mundo; bosquecitos, terreno pantanoso, barrancos, a veces se crían por allí fieras salvajes; otra vez bosquecitos, otra vez barrancos y así durante miles de kilómetros. Pues la gente que vive allí no cambiaría aquella tierra por ninguna otra del mundo. ¡Cómo les gusta! No se irán de allí nunca ni la cederán a nadie. Es su tierra natal, y basta.

139
{"b":"142567","o":1}