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La infantería republicana y los tanques han aprendido poco a poco a actuar en concordancia y unidos. Varias veces la infantería ha ido delante de los tanques, efectuando una descubierta de combate con grandes secciones. La energía y el arrojo de los tanquistas, una y otra vez entusiasma a las tropas. En todo el Jarama se habla de la hazaña del jefe de un tanque, Santiago, quien ha defendido, solo, su máquina durante veinticuatro horas. El impacto directo de un obús mató al conductor, hirió gravemente y contusionó a Santiago, que perdió el sentido. El tanque quedó entre las líneas de las dos partes. Al atardecer, viendo que los republicanos se dirigían al tanque para recuperarlo, los fascistas volvieron a disparar y un nuevo obús lo incendió. Las quemaduras hicieron volver en sí al herido Santiago, quien salió del tanque, se abrió un hoyo en la tierra y esperó a que se apagara el fuego. Volvió luego al tanque y disparando de vez en cuando se defendió hasta que llegaron refuerzos. Le recogieron sin conocimiento, y su primera pregunta, al comisario y al enfermero, fue: «¿Qué es de la máquina?»

Lo que más me ha conmovido estos últimos días, no sé por qué, ha sido la muerte del joven motorista Manolo, enlace de los tanques. Corría como el espíritu de la velocidad por caminos y senderos. En todas partes aparecía su simpática cara redonda, sucia de polvo, que le ponía blancas las cejas y las pestañas. En pleno combate, bajo un fuego huracanado, se acercaba en su moto a los tanques, llamaba y entregaba por la rendija la nota del jefe. Ayer, el general De Pablo le dio las gracias y le premió públicamente; Manolo estaba confuso como un niño. Y hoy, al amanecer, adelantándose vertiginosamente a un coche, se ha estrellado contra un árbol; ha muerto pocas horas después con la misma sonrisa de niño fatigado al final del día...

23 de febrero

Los combates del Jarama aún no se han calmado, pero los tanquistas precisamente hoy han organizado una fiesta, con invitados.

La fiesta ha comenzado con una velada solemne en el cine de arrabal La Cucaracha. A despecho de su alegre nombre, se trata de un edificio gris, estrecho, sombrío, con piso de cemento, con bancos en vez de sillas, con un vacilante estrado de tablas. La sala estaba adornada con plantas y retratos.

Querían hacer sentar al público por nacionalidades para que resultara más fácil traducir el informe y el programa. Pero no ha sido posible. Los tanquistas se han sentado por equipos: los conductores junto con los jefes de las máquinas y los jefes de las torretas. Están tan acostumbrados a explicarse con medias palabras y medios gestos en el combate y en el trabajo, que ya no encuentran ninguna dificultad en su trato recíproco. Han querido celebrar la fiesta juntos del mismo modo que juntos pelean.

En las primeras filas han hecho sentar a los heridos. Con ellos ha habido no pocos inconvenientes. Todos los heridos querían asistir al espectáculo y con este motivo han armado un ruido espantoso. El jefe ha permitido que dejaran salir sólo a los que podían estar sentados. Entonces, algunos de los heridos que debían permanecer acostados se han dado prisa a pasar a la categoría de sedentes; los médicos han protestado. Se ha nombrado una comisión; en general, todo esto ha dado lugar a muchas discusiones y acaloramientos.

Ya en la fiesta, los heridos se han colocado pacíficamente en las dos primeras filas, con vendajes nuevos y limpios. El general De Pablo se ha sentado con ellos.

El comisario de la unidad ha abierto la reunión; es un español finito, delgadito, con gafas oscuras; tiene grandes ojos y, contra lo que se podía esperar, una voz fuerte, atronadora.

Ha hablado de la lucha firme y valiente que han sostenido los tanquistas republicanos defendiendo la libre capital del pueblo español, Madrid, y los accesos a la misma. De que en las unidades de tanques, al lado de los españoles nativos, luchan valiente, abnegadamente, con un desinterés ilimitado, los hombres mejores, los representantes de la clase obrera de otros países, que han venido para ayudar al pueblo español a defender su patria contra la invasión fascista.

—Nos ofrecen su experiencia, su pericia, su sangre y, con frecuencia, sus vidas —ha dicho el comisario—. Nosotros no lo olvidaremos. Llegará un día en que los trabajadores de España devolverán su deuda a la clase obrera internacional. Ayudarán a cualquier pueblo que entre en lucha con el monstruo del fascismo.

—¡La gente adulta y los niños, los hombres y las mujeres —ha gritado con pasión el comisario— se inclinan ante nosotros, tanquistas! ¡Adultos y niños, hombres y mujeres, comparten con nosotros los peligros y las privaciones de la vida de guerra!

Al oír estas palabras, todos, maquínalmente, miran a las mujeres y a los niños.

Los niños estaban representados por el muchacho Primitivo, un guapo chaval de quince años, de pelo rizado, jefe de torreta de la quinta sección. Primitivo se pegó a los tanques cuando éstos pasaron por la aldea de Galapagar. Al principio, servía el café, luego empezó a actuar como motorista de enlace y luego, de súbito, se aclaró que era un excelente tirador. El jefe ordenó que se le enseñara el manejo de la ametralladora y del cañón del tanque. Se lo enseñaron, él ha aprendido. Ahora, al hacer mención de los niños, Primitivo se ha puesto como la grana, ha inclinado la cabeza hacia un lado y ha sonreído sin despegar los labios.

Las mujeres —eran cuatro— estaban sentadas en fila. La lavaplatos principal, Felicidad, ha comenzado a lloriquear no bien el comisario ha abierto la boca. Otras dos también han llorado un poco. Únicamente la sanitaria Lisa, con cazadora de soldado, mujer alta, recta como un palo, ha permanecido sentada con arrogante expresión en la cara como prueba patente de que es inaccesible a las emociones sentimentales.

Luego, el comisario ha pasado a las cuestiones del trabajo político. Se ha referido también a la singular importancia de la armonía entre el espíritu y el cuerpo, a la necesidad del sensato descanso e incluso —ha añadido con cierta timidez—, incluso de las diversiones.

A él le inquietaba la negra sima a la que se aproximaba. En la reunión de delegados de las secciones, se decidió por unanimidad, con la sola excepción de su voto, del voto del comisario, limitar los discursos a uno solo, de carácter oficial, y luego empezar en seguida el nutrido programa. Por consiguiente, después del discurso del comisario, sin transición alguna, ha comenzado el canto.

De todos modos, el comisario ha redondeado su discurso a un elevado nivel. Toda la sala le ha aplaudido; él sonreía, delgadito, cansado y feliz, se ha quitado las gafas, se ha secado el sudor con el pañuelo.

Han subido luego al estrado, marcando el paso ostentosamente, con pesados zapatos, tres anunciadores a la vez: un español, un alemán y un serbio. Han saludado y han anunciado el programa. Este programa constará —han dicho— de canciones y atracciones, todo ejecutado por los camaradas tanquistas. Las canciones tratarán de la patria. Cada tanquista tiene su patria y cada uno la quiere a su modo, pese a que el pueblo trabajador no vive del mismo modo, ni mucho menos, en todos los países. Así, pues, habrá canciones sobre la patria y luego atracciones, éste es el programa.

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