En la vertiente de la montaña, el campo rocoso parece totalmente desierto. Sólo cuando uno se acerca más ve que el campo vive. Las granadas explosivas han abierto grandes embudos, de varios metros de diámetro. En cada uno de estos embudos se han acomodado varios soldados. En total hay en este campo un batallón entero que espera de un minuto a otro el momento de lanzarse al ataque.
Esta noche y por la mañana, la muerte buscaba aquí sus presas. Ahora los hombres han venido por sí mismos y se esconden tranquilos en las tumbas que el enemigo les había preparado. Unos se han improvisado un blando lecho con ramas y hojas, otros duermen sencillamente sobre la tierra, envueltos en la manta, alguno escribe cartas a su familia.
Se diría que es una locura esta vida a dos pasos de la línea de fuego, mejor dicho, bajo el fuego mismo, pues la artillería no dispara hacia aquí por pura casualidad y puede empezar a batir el campo en cualquier momento. Pero no es tanto la locura lo que dirige a los hombres, sino el sentido común de los combatientes fogueados. La artillería, en este instante, está ocupada en otro menester: ora manda bombas explosivas contra la batería ora shrapnels contra su personal. No presta atención a la ladera de la montaña. Por eso está muy bien que se aproveche esta ladera como posición de partida para el ataque. Desde luego, no bien éste se inicie, el fuego de la artillería se dirigirá hacia aquí. Pero entonces el batallón avanzará, se acercará al enemigo. ¡Qué le vamos a hacer, del enemigo no es posible esperar otras comodidades!
En un embudo ha resonado el teléfono de campaña. El jefe ha escuchado, ha hablado, ha colgado el auricular, ha meditado unos segundos y ha puesto en pie a los combatientes. El campo ha cobrado vida. De los embudos ha salido gente. Alguien ha guardado en el bolsillo las cartas sin terminar. Quizá pueda terminarlas más tarde.
21 de febrero
En Morata de Tajuña, de súbito, la situación ha empeorado gravemente. Sin que se esperara, han aparecido allí unos mil hombres de infantería fascista; después de una preparación artillera, los facciosos se han lanzado al ataque. Ahí han peleado un batallón de Líster y el batallón polaco. Miguel estaba con ellos; se mantenían muy firmes, contenían al enemigo con certero fuego de ametralladora. De todos modos, pidieron que se les mandara alguna ayuda, aunque sólo fuera un par de tanques y agua. Los polacos no habían bebido desde primera hora de la mañana, el calor y la sed los torturaban, Mandaron a tres combatientes a buscar el agua, pero éstos aún no habían vuelto.
Miguel fue corriendo tras la elevación, subió al coche y fue a ver si obtenía algún refuerzo. A kilómetro y medio, junto a una bifurcación del camino, vio un carro blindado. El conductor se había echado junto al estribo y se estaba fumando un pitillo.
—¿Qué esperas? —gritó Miguel—. ¡Corre, al otro lado de esta colina! ¡Allí haces falta! ¿Donde está el tirador?
—No está. La máquina se ha averiado. El motor no funciona.
—¿Qué se ha estropeado? Enséñamelo. Lo arreglaré, soy mecánico.
Nada podía reparar Miguel, pero el conductor lo creyó y se asustó.
—El motor no anda porque falta agua al radiador.
Miguel abrió el tapón. En efecto, no había agua.
—¡Tú mismo has dejado salir el agua, traidor! ¡A dos pasos de aquí los mejores hombres de España y los obreros extranjeros dan su vida por tu país y tú, preocupado por tu pellejo, inutilizas una máquina de combate!
Con temblorosa mano, Miguel desenfundó su pistola. La rabia le enturbió la vista. Allí estaba el conductor de pie, con las manos en alto, grande, rizoso, con ojos de cordero. Aún sostenía su pitillo entre dos dedos. En torno se reunieron varios hombres, nada hicieron para contener a Miguel. De todos modos, éste logró dominarse.
Oyó a su espalda unas palabras en polaco. Dos jóvenes conducían un borríquito con un minúsculo barril de agua. Miguel trató de persuadirlos para que echaran el agua al radiador. Los jóvenes dudaban, mas al fin accedieron. Los combatientes sufren, pero en este momento, el carro blindado les calmará más la sed.
Miguel se puso al volante, el motor funcionaba a la perfección. Los polacos se metieron en la máquina. Al emprender el camino, Miguel dijo al conductor, que estaba de pie, con lágrimas en los ojos:
—Toma el borrico y dentro de una hora llévanos agua allí, al otro lado de la colina, donde hay tiroteo. Si nos la llevas, te pondré otra vez en tu sitio. Si no, serás un desertor, te encontraremos aunque sea en el otro extremo del mundo.
El batallón recibió el carro blindado con exclamaciones de «hurra». Los jóvenes explicaron por qué no habían traído agua y los combatientes aprobaron la resolución tomada.
Pasó una hora, el muchacho con el agua no llegaba. Hubo que sacar del combate el carro blindado por unos veinte minutos y mandarlo por agua. Una hora más tarde, de todos modos, se presentó el conductor con el borrico. Juró y rejuró que no había podido llegar antes. No le hicieron nada, pero no le devolvieron el carro blindado.
Al ponerse el sol, el combate se calmó. Los fascistas habían avanzado algunos centenares de metros, pero en Morata no han entrado.
22 de febrero
La altura del Pingarrón ha pasado muchas veces de unas manos a otras. Ya ha costado a ambas partes varios miles de hombres. Cinco o seis casas y una calva pétrea, lisa y empinada. Eso es lo que ha costado tantas vidas. Pero la guerra no tiene condescendencias. El Pingarrón es la posición clave de toda la zona oriental del sector del Jarama. Quien la domine mandará sobre un gran trecho del río. Y he aquí que miles de obuses, centenares de miles de balas se encuentran en esta superficie que mide menos de un kilómetro cuadrado. Entre las casas y la colina pétrea, se ha abierto —ya nadie recuerda por quién— una breve trincherita. La ocupan, por turno, ora los fascistas ora los republicanos. La pequeña trinchera está inundada de sangre, llena de cadáveres y jirones de cuerpos humanos, despedazados por las explosiones de los obuses. Es imposible distinguir los cadáveres; sólo una cabeza de la que se conserva entera una mitad habla del África por el pendiente de la oreja.
Cuando se apoderan del Pingarrón, los facciosos lo mantienen aplicando un método especial, yo diría puramente fascista: van mandando ahí, con ciertos intervalos, una compañía tras otra. Cuando una está casi por completo aniquilada, mandan otra. Cuando se ha acabado la segunda, mandan la tercera. Si los republicanos atacan con superioridad de fuerzas, los facciosos se van y contraatacan con varios batallones. Una vez conquistada la cota, dejan en ella un batallón y vuelven a triturar a la gente mandándola allí, compañía tras compañía.
Mientras se lucha encarnizadamente por el Pingarrón, tanto los republicanos como los fascistas procuran envolverse unos a otros por los flancos. Se está librando una batalla bastante movida, de maniobra, también muy sangrienta. En estos últimos días, se ha llegado hasta a los cercos dobles, las unidades enemigas se alternaban como en un pastel de hojaldre.