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Ahí mismo, en el cruce, en la negra oscuridad, los viandantes rodean a un músico ciego, le arrojan unas monedas de cobre al sombrero, le piden que toque la Internacional.El músico toca y la muchedumbre canta a su alrededor. No se trata de una organización, de una unidad militar o de alguna sociedad; sencillamente, la muchedumbre, en una oscura calle de Madrid, canta a coro la Internacionaly la Joven Guardia.

En Madrid se pasa hambre. Los mercados están casi vacíos, pero no se nota que haya singular especulación. Los tenderos, sobre todo los de pocos vuelos, procuran demostrar que comprenden cuál es su deber civil, venden sus cortas reservas sin elevar los precios al mayor número posible de manos. En los cafés, la primera taza (esto ya no es café, pero se llama así) se sirve con azúcar (esto ya no es azúcar, sino un pellizco de polvo pardo en un minúsculo paquetito de papel); la segunda taza —con perdón sea dicho—, sin azúcar; la tercera —sea dicho aún con mayor perdón— ya no la sirven. El mozo considera que es una cuestión de honor servir, aunque sea en porciones más pequeñas, al mayor número posible de clientes. Lo que está peor es el suministro de tabaco.

Me he hecho con un nuevo amigo y ayudante. Se llama Saver. Es español, pálido, carirredondo, con enormes ojos y con círculos azules aún mayores debajo de los ojos. Tiene nueve años, pero, bromas aparte, es un buen ayudante. Para las seis de la tarde, cuando yo regreso a la ciudad, cada día pasa por todas las redacciones de los periódicos de la noche y me trae los primeros ejemplares, directamente salidos de las rotativas. Me da los periódicos que ya han salido y me informa con toda claridad, con inteligencia y en pocas palabras por qué los demás se han retrasado. A Claridad,la censura le ha tachado tres titulares, y los están cortando del estereotipo. Informacionesaún no ha vuelto a su propia imprenta después de la explosión de una bomba y en la tipografía ajena demoran la salida del periódico. En el Heraldo de Madridesperan el fluido eléctrico; allí, en la imprenta, no se ve absolutamente nada...

Pero éstas no son más que ocupaciones secundarias de Saver. Al minuto sus gritos resuenan en todos los pisos y pasillos del enorme hotel-hospital. Entra como una centella en las habitaciones del hotel convertidas en salas y vende periódicos. Ni siquiera la puerta de la sala de operaciones está cerrada para él —el orden establecido en los hospitales es, aquí, pasmoso—; echando una mirada de reojo sobre la mesa de operaciones y los doctores con gorros blancos, Saver coloca los periódicos en el alféizar de la ventana, sin decir nada. Si pasa por alto alguna sala, los heridos le llaman gimiendo; Saver se disculpa presuroso, coloca del periódico en la mesita de noche y rebaña las monedas de cobre el monedero de cuero. Los periódicos que le quedan, los vende en la calle, mirando al cielo, atento el oído por si resuenan los motores de los Junkers.

Saver entrega lo que gana a su padre, un zapatero de Santa Olalla, hombre de mal genio, hambriento y, a veces, borracho. El padre bebe de pena. Tuvo que evacuar a Madrid con una familia muy numerosa, huyendo de los fascistas; ahora las autoridades quieren también evacuar de Madrid a la familia. No hay trabajo, en el comedor para refugiados dan mal de comer, no se ve el fin de la guerra...

Después de haber discutido con el padre, Saver considera que sus ocupaciones del día han terminado; vuelve a mi habitación. El orgulloso muchacho casi nunca toma comida —ni pan, ni conservas, ni una manzana—. Pero está muy a gusto sentado en un sillón ante la estufa eléctrica. Un invierno tan frío, y en ninguna parte calientan. Con el rostro apoyado en su pequeñoy moreno puño, el niño se queda primero largo rato inmóvil, sentado en el sillón, cerrados los ojos, como una ama de casa fatigada después de todo un día de ajetreo en el mercado, en la cocina y con los pequeñuelos. Luego se reanima un poco y entonces saca del bolsillo de su rota cazadora su propio periódico.

Es una publicación minúscula, de impresión infame en ocho paginitas, editada en Barcelona. Se titula ¡Ja ja!

Saver se sume en los versos y en los dibujos. Alegres mariquitas viajan en coche, se ofrecen flores, se desafían a espada; unos ratones saltan ya a un tarro de harina, ya a un saco de hollín, y salen de allí parecidos a pequeños negritos con cola. Saver se ríe suavemente. Luego pregunta acerca de los niños soviéticos y recibe la correspondiente porción de palabras rusas. Según hemos convenido, estoy obligado a comunicarle ocho palabras al día, y los domingos, cuando no hay periódicos de la tarde, doce. Saver se empapa, como una esponja; es de una curiosidad ávida en extremo; por ahora, la guerra le priva de escuela. Repantigado en el sillón, repasa, soñador, en voz alta, la riqueza verbal ya acumulada: Bu-ma-ga... Ka-randach... Izdra-stui-tie... Izpi-chki... [17]

Hoy se cumple un mes de la defensa de Madrid. Ahora miro con otros ojos todo el decurso de la lucha. La guerra, por lo visto, todavía será larga, dilatada, muy difícil. Se están acumulando fuerzas por ambas partes. El país prepara nuevas —y no pequeñas— reservas. Franco posee mucho material de guerra, pocos hombres. Recurre a los italianos y a los alemanes, «moros arios», como los han apodado los milicianos.

5 de diciembre

Ayer los cazas fascistas atacaron a un avión de pasajeros francés, de la sociedad Air-France, ylo derribó. A bordo del avión iban Delaprée y Cháteaux. Ambos están heridos y han sido llevados a Guadalajara. Hoy he ido a visitarlos, junto con Georges Soria.

Guadalajara ha sufrido mucho a consecuencia de los bombardeos de los últimos días. Humean las ruinas del magnífico palacio del Infantado. Varias bombas han caído en el hospital, han muerto y mutilado a cuarenta heridos. Otras bombas han caído en un asilo infantil, han hecho una montaña de pequeños cadáveres. En dos días, la ciudad ha perdido, en total, ciento cuarenta personas, en su mayor parte pacíficos e indefensos habitantes.

Una muchedumbre enfurecida de guadalajareños se ha presentado en el edificio de la cárcel local, ha desarmado a la guardia, ha sacado de las celdas a cien fascistas y los ha fusilado. El mismo día destacamentos de la milicia local han detenido a elementos sospechosos y enemigos y han metido en la cárcel a otros cien individuos como rehenes. «Por si hay un nuevo bombardeo», dicen sombríamente en Guadalajara.

Los periodistas heridos yacen en una habitación del hospital militar en dos camas contiguas. Su estado es muy grave. A Cháteaux, una bala explosiva le ha roto y deshecho la tibia. Ayer se habló de amputarle la pierna; hoy parece que su estado ha mejorado un poco. A Delaprée una bala le penetró por la ingle y le salió por atrás después de haberle roto los órganos internos. Sólo se le puede operar en Madrid. El dolor le deforma el pálido y hermoso rostro.

—Probablemente de ésta no me levanto. Tengo esta impresión.

Ha agradecido la visita, el haber llamado a su mujer de París y otros cuidados.

—Aún no habíamos tenido tiempo de tomar altura para volar sobre los montes que rodean Madrid. No llevábamos en el aire más de diez minutos. De repente, sobre nosotros apareció, por un lado, un caza. Dio una vuelta; por lo visto, nos estuvo contemplando a su gusto. Es imposible que no viera las señales distintivas... Esto queda por completo excluido. Desapareció por unos minutos y luego de golpe, por abajo, a través del piso y de la cabina, empezaron a penetrar las balas. Caímos heridos por los primeros disparos. El piloto quedó ileso. Se dirigió bruscamente al aterrizaje. Abajo se veían unas colinas... El avión dio un golpe muy fuerte contra el suelo, se puso vertical sobre la proa. Gravemente heridos, desangrándonos, caímos uno encima del otro. Me parece que se inició un incendio, ya no comprendía nada. Unos minutos después aparecieron unos campesinos, rompieron la portezuela y nos sacaron con todo cuidado...

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