«Estimo el momento absolutamente inoportuno para la publicación de tu libro. Te pido ardientemente frenar la edición hasta conversar en Madrid. Sigue carta. Jef Last.»
Herbart regresó con urgencia a París a fin de «hacer todo lo posible para salvar a André Gide de su locura». Hoy me he enterado de que, pese a todo, el libro ha visto la luz. En esto no veo yo ninguna «locura», lo que se ven son causas completamente distintas.
Ha venido a despedirse de Soria Delaprée, un francés joven y elegante enviado especial de Paris-Soir.Ha dicho que se iba porque el periódico había dejado de publicarle los artículos por considerarlos demasiado comunistas. Delaprée nunca se ha tenido por comunista ni por afín al comunismo. Simplemente, se ha comportado como periodista honesto, todos los días transmitía datos acerca de cómo los aviadores fascistas asesinan a mujeres y a niños indefensos. Al fin y al cabo, le habían enviado para que informara, ¡no para otra cosa! Sus crónicas no se publican y él ha decidido dirigirse a París, cambiar impresiones con la redacción, explicar que, ahora, toda otra información de Madrid sería una falsedad.
7 de diciembre
La ciudad ha cambiado firmemente de aspecto. Ante todo, ha dejado de ser capital. Para esto ha bastado que de Madrid partieran unos tres mil individuos. El millón restante ha empezado a vivir de otro modo. Madrid nunca ha sido una ciudad industrial. Su vida fastuosa y alegre siempre ha girado en torno al centro del Estado; durante la República, en torno al gobierno. El burocratismo, el parlamento y los grupos políticos, la intelectualidad, los círculos académicos, periodísticos y literarios, los bancos, los comerciantes, los pensionistas, los que acudían de provincias, todo ello ha vivido administrando el país, mangoneando, aleccionando y adoctrinando las provincias. Los obreros de Madrid son, en su mayor parte, de la construcción, de los servicios comunales e impresores.
Doce ministerios se han trasladado a Valencia. Han llevado consigo, en general, a poca gente y pocos papeles. Pero todo cuanto han dejado aquí ha comenzado a trabajar en el vacío o se ha parado por completo. Los inmensos edificios gubernamentales están cerrados o han sido ocupados —en una décima parte de su superficie— por las instituciones y oficinas provinciales, por los Estados Mayores. Junto a los inmensos archivos han quedado vigilantes viejos y ciegos. Han aparecido en la ciudad millares de viviendas desocupadas, cuidadas por los parientes pobres de los dueños que han huido o por los criados, que poco a poco van vendiendo los objetos de sus amos. En las puertas se han pegado documentos en los que se describen con todo detalle los méritos contraídos ante la patria por parte de los dueños ausentes de las casas.
La calle de Madrid ha adquirido un carácter democrático, popular. Las aceras han sido ocupadas por el miliciano y su amiga del arrabal. Los soldados se pasean en hileras de cuatro y cinco, abrazados, cantando. Contemplan los escaparates de los almacenes donde, entre escasas mercancías, se coloca un letrerito impreso en un cartón: «Esta empresa ha sido incautada»... Pasan largos ratos revolviendo montones de libros en los carritos de los libreros de lance; ahí se apilan Lope de Vega y Alejandro Dumas, Antonio Chéjov y Valle Inclán, Decameróny Tarás Bulba, Descubrimiento de las Indias Occidentales, Cálculos para las construcciones de cemento armado, Magia blanca y negra.Aquí está, con chillona cubierta, el libro de Ramón Sender Madrid-Moscú.El libro se abre en la página sesenta y una, allí se lee: «El espectáculo del Gran Teatro asombra por su monumentalidad. Decoraciones, interpretación de los artistas, música y política. Sí, ¡en la belleza de los colores y de los matices de Petrushkahay política!... La representación termina a eso de las once de la noche. Cerca del teatro, esperan una docena de enormes y confortables autobuses, como los que en Madrid sirven para los turistas ricos. Varios centenares de obreros salen del teatro, toman asiento, alegremente, en los autobuses y regresan a sus barrios. Subo a un tranvía, que por diez kopeks me lleva calle arriba, casi hasta la plaza donde se eleva la estatua de Pushkin, cerca de la cual vivo. La ciudad está muy animada y no se calma casi en toda la noche. Moscú no duerme, trabaja y vive durante las veinticuatro horas del día...»
Los milicianos revuelven los libros de los vendedores ambulantes, no saben cuál llevarse consigo a las trincheras. Hay mucha literatura erótica, que en España siempre ha proliferado. Comprende minúsculos folletos de bolsillo con dibujitos obscenos y gruesos tomos de profesores sospechosos: Descripción completa de todos los procedimientos conocidos por la ciencia y la sociedad, antiguos y modernos, para conquistar el alma femenina, ensayados comprobados por los caballeros más distinguidos de todos los siglos y pueblos.Un joven castellano, con una cantimplora en el cinto, fruncido el ceño, hojea el tentador libro. El libro cuesta diez pesetas. ¡Por diez pesetas, toda la experiencia milenaria del amor! Una doncella repintada le sisea con insistencia. Apoyada contra la pared, cruza las piernas; tiene abultadas pantorrillas enfundadas en seda negra y cara de vieja; muestra con la mano enguantada: «¡Cinco!» El soldadito vacila, luego deja silenciosamente el trabajo científico sobre el amor y se va con la mujer.
Ante las puertas de los cines se forman largas colas. La Junta de Defensa ha establecido precios muy reducidos; cines y teatros están llenos a rebosar, trabajan desde las tres de la tarde hasta las nueve de la noche. Proyectan en su mayor parte films viejos —¡de dónde van a sacar otros, nuevos, en este Madrid asediado y abandonado!—. Han aparecido unos carteles. «¡En los próximos días, vean el nuevo film ruso, auténticamente antifascista, La juventud de Maxim!»Ayer por la tarde, durante la sesión de cine en el local Goya, se presentaron los aparatos de bombardeo. Se interrumpió la proyección. La sala estaba a oscuras, ardían sólo las bombillas rojas ad hoc.El director del cine gritó a todo el público que bajara al sótano. La sala entera le respondió con un rugido y pataleando: «¡Que siga la película!» Se proyectaba el film de gangsters y aventuras Terror en Chicago.Los bandidos y la policía se perseguían en automóviles, disparaban a los escaparates de los almacenes y escondían unos de otros el cadáver de un multimillonario. La sala estaba hecha una furia, los soldados amenazaban con matar al director si no daba orden de que la sesión continuara. Se reanudó la proyección del film. Los gangsters encerraron a una beldad, a la novia del detective, en un sótano, junto con el ataúd; lajoven estaba sentada en un barril de cerveza, con vestido de baile, bañada en lágrimas; de súbito, la tapa del ataúd empezó a levantarse muy lentamente —en efecto aquello era horripilante—. Una explosión ensordecedora se produjo muy cerca. Las paredes del cine temblaron, se oyó ruido de cristales rotos, la pantalla de nuevo se apagó. Durante un minuto todos permanecimos en silencio, aguzando el oído. Enseguida el público se irritó contra el director del cine. «Venga la película —gritaban los soldados— venga, y si no, te hacemos papilla, fascista, cornudo, gusano!» Se reanudó la proyección, los cuadros oscilaban, saltaban en la pantalla, por lo visto el mecánico en su cabina también se sentía nervioso, pero lo fundamental estaba claro: el muerto del ataúd no era otro que el propio joven detective. Éste abrazó a su novia y empezó a forcejear en la puerta para salir al exterior, pero los gangsters comenzaron a echar al sótano gases asfixiantes; la novia se desmayaba ya haciendo bellos movimientos cuando, al fin, llegó la policía. El público, estirándose indolentemente, sale a la calle.