Литмир - Электронная Библиотека
A
A

—Excelencia, tengo el placer de invitarle a mi entierro, si se digna honrarlo con su presencia. Extiendo a todos ustedes, señores, la misma invitación que al general.

Y rió con la risa de un demente. Lisaveta Prokofievna, inquieta, acercóse a él y le tomó por un brazo. Él la miró fijamente, sin dejar de reír. Al cabo, su rostro adquirió una expresión seria.

—¿Sabía usted que he venido aquí para ver los árboles? —Y señalaba a los del parque—. ¿Es ridículo? Dígame, ¿lo es? —preguntó con insistencia a Lisaveta Prokofievna.

Y se tornó pensativo. Un momento después alzó la vista y la dirigió al grupo, como si buscase a alguien. Aquel alguien era Eugenio Pavlovich, que seguía en el mismo sitio, a la derecha del muchacho. Pero Hipólito, olvidando su objeto, siguió paseando la mirada sobre toda la reunión. Al fin distinguió a Radomsky y le dijo:

—¿No se había marchado? Hace poco se reía usted pensando en mi propósito de arengar a la gente desde una ventana durante un cuarto de hora. ¿Sabe usted que no tengo todavía dieciocho años? Pues bien, acostado en mi lecho o en pie ante la ventana, he pasado mucho tiempo reflexionando en todas las cosas, y... En fin: un muerto no tiene edad, ya lo sabe... La pasada semana, una noche que desperté a altas horas, estuve pensando y comprendí... ¿Sabe usted lo que temen ustedes más en el mundo? Nuestra sinceridad, aunque nos desprecien. Esa idea se me ocurrió aquella noche. Lisaveta Prokofievna, ¿ha creído antes que pretendía burlarme de usted? Le aseguro que toda idea de mofa estaba muy lejos de mi ánimo. Lo que quería era elogiarla. Kolia me ha dicho que el príncipe la consideraba como una niña... Pero... Yo tenía algo más que decirle...

Se cubrió la cara con las manos para concentrar sus ideas.

—Ya lo sé. Cuando ha querido usted irse, he pensado de repente: «A todas estas personas reunidas aquí no volverás a verlas jamás, jamás... Es también la última vez que ves los árboles. Desde ahora no tendrás ante tu vista, más allá de tu ventana, sino una pared de ladrillos encarnados: la casa Meyer. Diles, pues, todo esto... Ahí hay una linda joven; tú en cambio eres un muerto. Preséntate como tal, háblales como y de todo lo que un cadáver les podría hablar, y no habrá quien pueda encontrar incorrecta semejante cosa.» ¡Ja, ja! ¿Se ríen? —añadió paseando en torno suyo una mirada inquieta—. Les aseguro que en mis noches, con la cabeza en la almohada, han acudido a mí muchas ideas. Y he adquirido la convicción de que la naturaleza es muy irónica. Antes decían ustedes que yo era un ateo; pero, ¿no saben ustedes que esta naturaleza...? ¿Por qué se ríen otra vez? ¿Cómo son tan crueles? —añadió dirigiendo a sus oyentes una mirada de melancólico reproche. Y con acento grave, convencido, muy distinto al anterior, acabó—: ¡Yo no he pervertido a Kolia!

—¡Cálmate! —dijo la generala, dolorosamente emocionada—. Nadie se burla de ti. Mañana te visitará otro doctor. El primero se ha equivocado. Pero siéntate; no puedes tenerte en pie. Estás delirando. ¿Qué haríamos por él? —exclamó angustiada, haciéndole sentarse en un sillón.

Una lágrima surcó las mejillas de Lisaveta Prokofievna. Al observarlo, Hipólito quedó sobrecogido de estupor. Luego, alargando la mano hacia el rostro de la generala, tocó aquella lágrima con el dedo y sonrió de un modo infantil.

—Yo... usted... —comenzó, alegre—. Usted no sabe cómo yo... ¡Kolia me ha hablado siempre de usted con tal entusiasmo...! Por ese entusiasmo es por lo que me agrada. Yo no le he pervertido jamás. Voy a abandonarle también, como a todos. Y era mi único amigo. Quisiera haberle dejado todos mis amigos; pero no he tenido ninguno... ¡Cuántas cosas he querido hacer! Y tenía el derecho de hacerlas... Pero ahora ya no deseo nada, renuncio a toda voluntad; lo he jurado. ¡Que los hombres busquen la verdad sin mí! Sí: la naturaleza es irónica. Si no —añadió, con insólita vehemencia—, ¿por qué crea hombres superiores para burlarse de ellos a continuación? Cuando algún ser ha sido reconocido como perfecto en la tierra, la naturaleza le ha dado por misión decir cosas capaces de producir tales torrentes de sangre que, vertidos de una vez, hubiesen ahogado a la humanidad entera. Más vale que yo muera. Porque, si no, acabaría diciendo alguna espantosa mentira. ¡Ya se encargaría de ello la naturaleza! No he corrompido a nadie. Aspiré a vivir para procurar la dicha de todos los hombres, para buscar y difundir la verdad. Miraba por la ventana la casa Meyer y juzgaba que me bastaría un cuarto de hora de hablar desde allí para convencer a todos, a todos. Y para una vez que entro en contacto, no con la multitud, sino con ustedes, ¿qué ha resultado? Nada. ¡Ha resultado que me desprecian! Y no habré conseguido dejar el menor recuerdo de mí. Ni un acto, ni una voz, ni una huella, ni una sola idea propagada. No se burlen de este imbécil. Olvídenle, olvídenle para siempre. ¡No tengan la crueldad de acordarse de él! ¿Saben que, si no estuviera tuberculoso, me mataría?

Parecía desear seguir hablando; pero calló de repente, se desplomó en un sillón y, tapándose el rostro con las manos, se puso a llorar como un niño pequeño.

—¡Dios mío! ¿Qué hacemos con él? —exclamó Lisaveta Prokofievna, lanzándose hacia el enfermo, y estrechando contra su pecho aquella cabeza agitada por los sollozos—. Vamos, vamos, vamos, basta ya. No llores. Veo que eres un buen muchacho. Dios te perdonará considerando tu inexperiencia. Sé hombre. Luego te arrepentirás de haber llorado...

—En casa —dijo Hipólito, levantando la cabeza— tengo un hermano y hermanas. Son niños pequeños, pobres, inocentes. Ella acabará pervirtiéndolos... Es usted una santa, es usted... una niña... Sálvelos: quíteselos a ella. Es una mujer sin pudor... Ayúdelos, socórralos... ¡Dios le devolverá ciento por uno! ¡Hágalo por amor de Dios... por amor de Cristo!...

—Ivan Fedorovich —estalló la generala— haz algo, di lo que hacemos, rompe ese mayestático silencio... Si no decides algo, te aseguro que me quedaré aquí a pasar la noche. ¡Estoy harta de que me tiranices con tu despotismo!

La generala hablaba con exaltada ira, esperando una contestación inmediata. Pero en casos así, los oyentes, por numerosos que sean, suelen contentarse todos con callar, reservando para más tarde el expresar sus opiniones. Entre las personas allí reunidas había varias —como, por ejemplo, Bárbara Ardalionovna— que hubieran permanecido hasta la mañana siguiente sin proferir palabra. La hermana de Gania no había abierto la boca en todo el tiempo, acaso porque tuviese especiales razones para callar.

—Mi opinión, querida —dijo el general—, es que una enfermera sería mucho más útil que tú, con tu agitación. Acaso tampoco estuviese de más buscar un hombre de confianza... En todo caso, hay que consultar al príncipe y dejar descansar al enfermo. Mañana podremos ocuparnos de él.

—Nosotros nos vamos. Es casi medianoche —dijo Doktorenko a Michkin, con tono enojado—. ¿Se va Hipólito con nosotros o se queda con usted?

—Si quieren, pueden quedarse con él. Sitio no falta —repuso Michkin.

Con gran asombro de todos, Keller adelantó vivamente hacia el general.

—Excelencia —dijo—, si se requiere un hombre seguro, de confianza, para velar a Hipólito por la noche, cuenten conmigo. Estoy dispuesto a sacrificarme por mi amigo. ¡Tiene un alma tan elevada! Hace mucho que le considero como un gran hombre, excelencia. Reconozco que mi instrucción ha sido descuidada; pero los pensamientos de este joven son perlas, verdaderas perlas, excelencia.

95
{"b":"142566","o":1}