El general se apartó, lleno de desesperación.
—Encantado con que se quede —contestó Michkin a las vehementes instancias de Lisaveta Prokofievna—. Sin duda le será difícil volver a San Petersburgo.
—Pero, ¿te dormirás? Porque ya ves su estado... Si no quieres que se quede aquí, le llevaré a mi casa... ¿Qué te sucede a ti? ¡Si apenas puede sostenerse en pie, Dios mío!
Al no encontrar a Michkin en su lecho de muerte, Lisaveta Prokofievna, juzgando por el buen aspecto del príncipe, le había creído mejor de lo que estaba en realidad. Pero su reciente dolencia, los penosos recuerdos a ella referentes, las emociones de la tarde, el incidente del «hijo de Pavlitchev» y ahora el de Hipólito, habían excitado al príncipe al extremo de reducirle a un estado casi febril. En aquel momento, además, se leía un nuevo temor y una nueva preocupación en sus ojos. Contemplaba a Hipólito con inquietud, como si esperase alguna nueva ocurrencia del muchacho.
De pronto Hipólito se incorporó. Su rostro, espantosamente pálido y descompuesto, revelaba una infinita vergüenza lo que se manifestaba sobre todo en la mirada horrible, casi desesperada, que paseó sobre los reunidos, y en la sonrisa que crispó, con extravío, sus temblorosos labios. Bajó los ojos y con paso vacilante fue a reunirse a Burdovsky y Doktorenko, que esperaban a la entrada de la terraza, decidido a marcharse con ellos.
—¡Lo que yo temía! —gritó Michkin—. ¡Lo que había de suceder!
Hipólito se volvió súbitamente a él, presa de una rabia frenética que hacía temblar todos los músculos de su rostro.
—¡Lo que usted temía! ¡Lo que había de suceder, según usted! Pues óigame: si a alguien aborrezco de los que hay aquí (¡y los odio a todos, a todos!) —gritó con voz ronca y sibilante, que brotaba de su boca entre una granizada de saliva—, es a usted. ¡A usted, alma jesuítica, espíritu de almíbar, millonario filantrópico, idiota! ¡Le odio más que a todos! Hace tiempo que le he comprendido y odiado: desde que oí hablar de usted empecé a detestarle con todas las fuerzas de mi corazón. ¡Es usted quien ha provocado todo esto, usted quien ha motivado el acceso que sufro! Usted ha impelido a un moribundo a deshonrarse; usted, usted, usted ha sido la causa de mi cobarde pusilanimidad... Si yo no muriese, le mataría. No necesito sus bondades; ni aceptaré nada de nadie; ¿lo oye? Antes he delirado; no tenga la audacia de creerse triunfador... ¡Les maldigo a todos de una vez para siempre!
Hubo de callar; le faltaba el aliento.
—Se avergüenza de sus lágrimas —dijo Lebediev, en voz baja, a la generala—. No podía ser de otro modo. ¡Qué hombre ese príncipe! Había leído en su alma...
Lisaveta Prokofievna no se dignó contestar al empleado. Con el busto orgullosamente erguido, la cabeza hacia atrás, examinaba a aquella «gentuza» con curiosidad desdeñosa. Por su parte, cuando Hipólito dejó de hablar, el general se encogió de hombros. Su mujer le examinó de arriba abajo como pidiéndole una explicación de su ademán, y luego se volvió hacia Michkin.
—Gracias, príncipe, gracias extravagante amigo de nuestra familia, por la agradable velada que nos ha procurado a todos. Tengo la seguridad de que ahora está satisfecho al haber conseguido asociarnos a sus extravagancias. No nos son necesarias más, mi querido amigo. Gracias en todo caso por habernos ofrecido una oportunidad de conocerle bien.
Con mano temblorosa de cólera, empezó a arreglarse el chal, esperando la marcha de aquella «gentuza». En aquel momento llegó el coche de alquiler que por orden de Doktorenko, había ido a buscar quince minutos antes el hijo menor de Lebediev. El general Epanchin se juzgó obligado a reforzar las palabras de su mujer.
—La verdad, príncipe, es que yo no hubiera esperado nunca semejante cosa, teniendo en cuenta que... dadas nuestras amistosas relaciones... Además, Lisaveta Prokofievna...
—¿Cómo ha podido ocurrírsele esto? ¡Parece mentira...! —dijo Adelaida acercándose rápidamente al príncipe y tendiéndole la mano.
Michkin sonrió a la joven, turbado. En aquel momento sintió un cuchicheo junto a su oído.
—Si no pone usted a esa chusma en la puerta, le aborreceré toda mi vida —decía la voz sorda de Aglaya.
Hablaba como en un frenesí. Pero antes de que Michkin pudiese mirarla, volvió el rostro. Por otra parte, ya no había oportunidad de poner en la puerta a nadie, dado que en el intervalo Hipólito había sido instalado, mal o bien, en el coche, y éste había partido.
—¿Hasta cuándo vamos a estar aquí, Ivan Fedorovich? ¿Qué te parece? ¿Hasta cuándo voy a tener que soportar a estos chicuelos mal educados?
—Estoy dispuesto, querida... ¡No faltaba más! Y el príncipe...
No obstante, el general tendió la mano a Michkin; pero luego, sin esperar que éste se la estrechase, se unió a su mujer, quien se retiraba ya evidenciando vivísima indignación. Adelaida, el novio de ésta y Alejandra se despidieron de Michkin con sincera cordialidad. Eugenio Pavlovich, único que conservaba su jovialidad, les imitó.
—Ha sucedido lo que yo preveía. Lo único lamentable, querido príncipe, es que haya pagado usted las consecuencias —murmuró con amable sonrisa.
Aglaya salió sin despedirse.
Pero aquella velada debía terminar con un último lance. Lisaveta Prokofievna estaba destinada a tener aún otro encuentro inesperado. En el momento en que la generala, descendiendo la escalera, se aproximaba al camino que circuía el parque, un magnífico carruaje tirado por dos caballos pasó al galope ante la casa de Michkin. En el carruaje iban sentadas dos damas elegantísimas. Como diez pasos más allá, los caballos se detuvieron de repente, obligados por el cochero, y una de las damas volvió la cabeza de pronto, tal que si acabase de ver por casualidad un rostro conocido.
—¿Eres tú, Eugenio Pavlovich? —gritó una voz melodiosa y fresca cuyo sonido hizo estremecerse al príncipe y acaso a alguien más—. ¡No sabes cuánto me alegro de haberte encontrado! Te envié dos propios a San Petersburgo. ¡Se han pasado todo el día buscándote!
Eugenio Pavlovich se quedó inmóvil en la escalera. Aquellas palabras le habían producido el efecto de un latigazo. Lisaveta Prokofievna se detuvo también, aunque no experimentase el espanto y el estupor que clavaban a Radomsky en el mismo sitio en que fuera interpelado. El orgullo, el frío desdén con que antes examinara la generala a la «gentuza» reaparecieron en su rostro cuando distinguió a la insolente, y cuando, un instante después, miró, a Radomsky. —Hay novedades —siguió la voz cantarina—. No te preocupes de los pagarés que firmaste a Kupfer. He conseguido que Rogochin los rescatara por treinta mil rublos. Así que tienes tres meses de tranquilidad. Con Biskup y toda esa gentecilla ya nos arreglaremos. Son conocidos. Así que las cosas van bien. ¡Alégrate, hombre! ¡Hasta mañana!
El coche reanudó la marcha y en breve desapareció.
—¡Está loca! —exclamó Pavlovich, rojo de ira, mirando en torno suyo con extravío—. ¡No comprendo una palabra de lo que dice! ¿A qué pagarés se refiere? ¿Y quién es?