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—Gracias por la lección, general —dijo Hipólito, con gravedad insólita, mirando, pensativo, a Ivan Fedorovich.

—Vámonos, maman. ¡Es demasiado! —exclamó Aglaya con impaciencia, incorporándose.

—Permítame dos minutos más, Ivan Fedorovich —dijo la generala, con dignidad—. Creo que el muchacho tiene mucha fiebre y delira; lo leo en sus ojos. No podemos dejarle volver a San Petersburgo en ese estado. ¿No podría quedarse en tu casa, León Nicolaievich? ¿Se aburre usted, querido príncipe? —añadió dirigiéndose al príncipe Ch.—. Ven aquí, Alejandra. Estás despeinada. Practicó en el cabello de su hija un leve arreglo innecesario y la besó, lo cual era el motivo real de haberla llamado.

—Yo les creía capaces de elevarse un poco —declaró Hipólito, saliendo de su especie de ensueño. Y con la alegría de quien acaba de recordar una cosa olvidada, agregó—: Eso es lo que yo quería decir. Vean. Burdovsky ha querido con toda sinceridad defender a su madre. Y aquí se opina que la deshonra. El príncipe quiere ayudar a Burdovsky y le ofrece su amistad y una buena suma de dinero. Acaso sea el único de ustedes que no siente desdén por Burdovsky. Y, sin embargo, ahí los tienen, hostiles como verdaderos enemigos. ¡Ja, ja, ja! Todos ustedes aborrecen a Burdovsky porque su modo de obrar, respecto a su madre les extraña y repele. ¿Verdad que sí? ¿No es cierto? ¿No es cierto? Todos ustedes son esclavos de la elegancia y la distinción de formas. Sólo les preocupa eso, ¿no? Hace mucho que me lo figuraba. Pues, no obstante (¡entérense!) es posible que ninguno de ustedes haya querido a su madre como Burdovsky a la suya. Ya sé, príncipe, que usted ha enviado dinero secretamente a esa anciana por intervención de Ganetchka. Pues bien: creo que Burdovsky juzga indelicado ese proceder. ¡Je, je, je! —rió histéricamente—. ¡Eso es! ¡Ja, ja, ja!

Su respiración volvió a entrecortarse. Rompió a toser.

—¿Has acabado ya? ¿Has acabado ya de una vez? Anda y vete a acostarte. Tienes fiebre —dijo, impaciente, Lisaveta Prokofievna, cuya mirada inquieta no se separaba del enfermo—. ¡Dios mío! Aun va a hablar más...

—Me parece que se ríe usted. ¿Por qué se burla de mí? He notado que no deja usted de reírse a mi costa —dijo Hipólito, con acento irritado, a Eugenio Pavlovich, que reía, en efecto.

—Sólo quería preguntarle, señor Hipólito; perdón, pero he olvidado su apellido.

—Señor Terentiev —dijo Michkin.

—Eso es. Gracias, príncipe; lo había oído antes, pero no me acordaba. Quería preguntarle, señor Terentiev, si es cierto lo que he oído decir de usted: y es que, caso de poder hablar a la gente desde una ventana durante un cuarto de hora, se juzga capaz de convencer a cuantos pasen y ganarlos a sus ideas.

—Es posible que lo haya dicho así —repuso Hipólito, tras un rato de parecer buscar en sus recuerdos—. ¡Sí: lo he dicho! —exclamó de pronto con animación, fijando en Eugenio Pavlovich una mirada de confianza.

—¿Qué deduce usted de eso?

—Nada en absoluto. Sólo se lo preguntaba a título de informe complementario.

Radomsky no dijo más, pero Hipólito continuó mirándole, esperando con impaciencia otras palabras.

—¿Has concluido, padrecito? —preguntó la generala a Eugenio Pavlovich—. Termina pronto: ¿no ves que el muchacho necesita acostarse? ¿O es que no tienes nada que decirle? —concluyó muy enfadada.

—Añadiré algo más —repuso Radomsky sonriendo—. Creo, señor Terentiev, que lo que usted y sus amigos acaban de exponer con tan indiscutible elocuencia se refiere a esta tesis: el triunfo del derecho ante todo, con independencia de todo, con exclusión de lo restante y acaso incluso antes de haber averiguado en qué consiste el derecho. ¿Me equivoco?

—Por supuesto que se equivoca. Ni siquiera le comprendo. ¿Qué más?

Eleváronse murmullos, incluso en el rincón de los amigos de Burdovsky. El sobrino de Lebediev murmuró algunas palabras en voz baja.

—Ya he terminado casi —siguió Radomsky Sólo quería observar que de esas premisas se desprende fácilmente la posibilidad de deducir el derecho de la fuerza, esto es, el derecho de los puños del capricho personal. Por lo demás, ya se ha alcanzado esta conclusión antes de ahora. Proudhon ha llegado a admitir el derecho de la fuerza. Durante la guerra de Norteamérica algunos de los más avanzados liberales se declararon partidarios de los plantadores alegando que la raza negra es inferior a la blanca y que, por tanto, el derecho de la fuerza estaba en los blancos.

—¿Y qué más?

—¿No niega usted el derecho de la fuerza?

—¿Qué más?

—Parece que es usted consecuente. Pero quería hacerle observar que del derecho de la fuerza al de los tigres o los cocodrilos, o al de los Danilov o los Gorsky, no media ni un paso.

—No lo sé. ¿Qué más?

Hipólito no escuchaba apenas a Radomsky. Profería sus «¿Qué más?», maquinalmente, por costumbre de hablar, sin el menor interés en la pregunta.

—Nada más. Eso es todo.

—Le advierto que no estoy enojado contra usted —dijo súbitamente Hipólito.

Y, sin darse apenas cuenta de lo que hacía, tendió la mano a Radomsky y hasta sonrió. Tal arranque dejó asombrado de momento a Eugenio Pavlovich. Pero, sin embargo, tocó con grave talante la mano que se le ofrecía en signo de perdón.

—Debo decirle —manifestó luego con el mismo equívoco aire de gravedad— que le agradezco la benevolencia con que me ha consentido explicarme, ya que, nuestros liberales tienen la costumbre de no permitir a los demás poseer una opinión propia, y se apresuran a contestar a sus antagonistas con injurias, cuando no recurren a argumentos más desagradables aún.

—Es muy cierto —comentó Ivan Fedorovich.

Y, cruzándose las manos a la espalda, se dirigió, con airado aspecto, a la escalera de la terraza, donde permaneció en pie, temblando de cólera.

—Vamos, basta. ¡Me carga usted! —dijo Lisaveta Prokofievna a Radomsky.

Hipólito se levantó, inquieto, casi asustado.

—Es muy tarde —dijo mirando a todos con turbación—. Les he entretenido mucho y tengo que dejarles. Quería explicárselo todo... Pensaba que todos... tratándose de la última vez... Pero era una fantasía...

Era notorio que le asaltaban aislados arrebatos de animación durante los cuales salía de su especie de sueño. Y entonces, devuelto por unos instantes a la plena conciencia de sí mismo, el enfermo hablaba, recordando las ideas que le poseían en sus largas y dolientes noches de insomnio.

—¡Adiós! —exclamó bruscamente—. ¿Creen que es fácil para mí decirles «adiós»? ¡Ja, ja!

Sonrió de ira al darse cuenta de lo torpe de la pregunta. Y, como furioso de no acertar a decir nunca lo que quería, prosiguió en voz fuerte e irritada:

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