Sonaban risas en el grupo. Lebediev gesticulaba animadamente ante la generala.
—Dicen —continuó Lisaveta Prokofievna— que este payaso, el dueño de tu casa, se encargó de corregir el artículo en que se hablaba de ti, príncipe.
Michkin miró con sorpresa a Lebediev.
—¿Por qué no hablas? —exclamó la generala, golpeando el suelo con el pie.
—Ya veo —dijo Michkin, que continuaba examinando a Lebediev— que, en efecto, se han encargado de corregirlo.
—¿Es verdad? —preguntó la generala al funcionario.
Éste se llevó la mano al corazón.
—Es la pura verdad, excelencia —declaró sin el menor titubeo.
La generala, al oír aquella contestación, expuesta con toda firmeza, estuvo a punto de dar un salto.
—¡Pues no se envanece de ello encima! —exclamó.
—Soy muy vil, muy vil... —comenzó a balbucir Lebediev, inclinando la cabeza con humildad y golpeándose el pecho.
—¿Y a mí qué me importa que lo seas? El miserable imagina que con decir «soy muy vil», se zafa del asunto. Y tú, príncipe (te lo pregunto una vez más), ¿no te avergüenzas de convivir con semejantes canallas? No te lo perdonaré nunca.
Lebediev, con acento enternecido y de convicción, afirmó:
—El príncipe me perdonará.
Keller, levantándose repentinamente de su asiento, se aproximó a Lisaveta Prokofievna.
—Hasta este momento, señora —dijo con sonora voz— he guardado silencio por hidalguía, ocultando el hecho de esta corrección, aunque el propio que la hizo nos amenazara antes con ponernos en la puerta. A fin de hacer resplandecer la verdad, debo decir que he utilizado en efecto sus servicios y que se le han pagado seis rublos por ellos. Pero no le encargué de corregir mi estilo, sino de que me informara, en calidad de hombre bien enterado, de cosas que me eran desconocidas casi en absoluto. Los detalles de las polainas, del apetito del príncipe en el sanatorio suizo, la cifra de cincuenta rublos en substitución de la de doscientos cincuenta, son todos obra de este hombre, y por ellos ha cobrado sus seis rublos. Pero conste que el estilo no lo ha corregido.
—Quiero advertir que sólo corregí la primera parte del artículo —dijo Lebediev, con una especie de impaciencia febril, que despertó la hilaridad de los presentes—. Al llegar a la mitad del trabajo, no nos pusimos de acuerdo sobre cierto concepto y, por consecuencia, no conozco la segunda parte del escrito. No cabe, pues, atribuirme las numerosas incorrecciones de forma que se hallan en él...
—¡Fíjense en lo que le preocupa! —exclamó Lisaveta Prokofievna.
—Permítame preguntarle —dijo Eugenio Pavlovich a Keller— cuándo fue corregido ese artículo.
—Ayer por la mañana —respondió Keller— celebramos una entrevista que todos prometimos por nuestro honor mantener secreta.
—¡Y entre tanto este gusano se arrastraba ante ti y te aseguraba su adhesión, príncipe! ¡Qué gentuza! Ya puedes guardarte tu Puchkin, ¿lo oyes, tú? Y que no se le ocurra a tu hija poner los pies en mi casa.
La generala hizo un movimiento para levantarse, pero, viendo reír a Hipólito, le preguntó con irritación:
—Has querido ponerme en ridículo, ¿verdad?
—No lo permita Dios —dijo él, con forzada sonrisa—. ¡Me sorprende mucho su extraordinaria originalidad, Lisaveta Prokofievna! Si le he mencionado la doblez de Lebediev, ha sido a propósito, porque sabía el efecto que iba a causarle. A causarle sólo a usted, porque el príncipe lo perdonará todo o, mejor dicho, ya lo ha perdonado. De seguro ha buscado y encontrado mentalmente una excusa para Lebediev. ¿No es así, príncipe?
A cada palabra que pronunciaba, la excitación del muchacho crecía. Respiraba con inmensa dificultad.
—¿Y qué? —preguntó la generala, extrañada por el acento del joven.
—He oído contar acerca de usted, Lisaveta Prokofievna, muchas cosas parecidas, que me han producido viva satisfacción y me han acostumbrado a apreciarla —continuó Hipólito.
Hablaba de un modo que parecía querer significar lo contrario de lo que expresaba. Adivinábase en él una intención irónica y a la vez se le notaba vivamente agitado. Miraba en torno suyo con desasosiego, se turbaba y perdía a cada instante el hilo de sus ideas. Todo esto, unido a su rostro de tuberculoso y a la expresión extraviada de sus ojos encendidos, atraía forzosamente la atención sobre él.
—Podría extrañarme (aunque empiezo por confesar que no conozco nada del mundo), no sólo el que permaneciese usted tanto tiempo en compañía de gentes como nosotros, que no somos de su ambiente, sino que dejase a estas... señoritas oír hablar de un asunto tan escandaloso, incluyendo la lectura del artículo de marras. Ya supongo, eso sí, que habrán visto cosas parecidas en las novelas... Desde luego, no sé bien... y además no acierto a expresarme..., pero ¿quién si no usted, señora, hubiese accedido a la petición de un muchacho (sí, de un muchacho; lo reconozco) relativa a que pasase la velada con él y se tomase... interés por todo esto, es decir... por una cosa de la cual seguramente se avergonzará usted mañana? Insisto en que no me expreso adecuadamente. Todo esto es para mí muy estimable y respetable, aunque la cara de Su Excelencia (me refiero a su marido, Lisaveta Prokfievna) indique bien lo incorrecto que le parece este conjunto de cosas. ¡Ja, ja!
Rompió a reír y de súbito le acometió un acceso de tos que le impidió durante un par de minutos seguir hablando.
—¡Se ahoga literalmente! —dijo la generala, mirándole con fría curiosidad—. Basta, hijo, basta. Nosotros nos marchamos...
Ivan Fedorovich, harto ya, tomó, la palabra.
—Permítame indicarle, señor —dijo con irritación—, que mi mujer está aquí en casa del príncipe León Nicolaievich, nuestro común amigo, y que en todo caso no es usted quién, joven, para juzgar los actos de Lisaveta Prokofievna, como no es usted quién tampoco para expresar públicamente en presencia mía la opinión que le merece la expresión de mi rostro. Esto es. Y si mi mujer está aquí —continuó el general con creciente enojo—, se debe a una curiosidad muy comprensible hoy día para todos: el interés de comprobar el extraño modo de ser de ciertos jóvenes... Yo mismo me he quedado acá como me paro a veces en la calle, para contemplar algo que se puede considerar como..., como...
Eugenio Pavlovich, viendo navegar al general en busca de una comparación que no lograba asir, acudió en su ayuda, diciendo:
—Como una rareza.
—Exacto y verdadero —repuso Ivan Fedorovich, satisfecho—; como una rareza. Pero, en todo caso, lo más asombroso para mí, lo más aflictivo, si la gramática autoriza en este caso tal expresión, es que usted, joven, no haya sabido comprender que Lisaveta Prokofievna ha consentido en quedar a su lado simplemente porque le ve enfermo (usted mismo dice que está moribundo), esto es, a causa de una compasión producida en ella por sus palabras de queja, señor. Y, además, me extraña igualmente que no comprenda usted que el nombre, carácter y posición de mi esposa la ponen por encima de cualquier bajeza. ¡Lisaveta Prokofievna —concluyó, rojo de ira—, si quieres venir, despidámonos de nuestro amigo el príncipe, y si no...!