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Un fuerte acceso de tos que se prolongó más de un minuto le impidió terminar la frase.

—¡Está agonizando y aun habla y habla! —clamó Lisaveta Prokofievna, soltando el brazo de Hipólito, aterrada al ver la sangre que acudía a los labios del joven—. ¿Por qué te empeñas en perorar? ¡Más te valdría irte a la cama, desgraciado!

—Es lo que pienso hacer —dijo él, con voz ronca—, en cuanto vuelva a casa. Sé muy bien que no he de vivir más de quince días. El propio Botkin me lo ha dicho la semana pasada. Y por esta razón, si usted me lo permite, quisiera pronunciar dos palabras de despedida.

—¿Estás loco? ¡Lo que necesitas es cuidarte! ¿A qué viene hablar más en este momento? ¡Pronto, a la cama! —dijo la generala, más aterrorizada cada vez.

—Cuando guarde cama será para no levantarme más —dijo Hipólito, sonriendo—. Ayer me proponía ya acostarme para morir, pero, puesto que mis piernas podían sostenerme aún, resolví concederme dos días de tregua... a fin de acompañar a éstos... Mas estoy muy fatigado...

—Siéntate, siéntate... ¿Por qué estás de pie?

Y Lisaveta Prokofievna acercó una silla al enfermo.

—Gracias —dijo él, suavemente—. Siéntese usted frente a mí y hablemos. Es preciso que hablemos, Lisaveta Prokofievna —añadió, volviendo a sonreír—. Hágase cargo de que me encuentro por última vez al aire libre y en compañía, ya que dentro de dos semanas no estaré ya en este mundo con toda certeza. Así que mis palabras son en cierto modo mi última despedida a la naturaleza y a los hombres. No soy, ciertamente, un sentimental, y, sin embargo, me complace que esto suceda en Pavlovsk. Al menos se contempla el verdor y...

—No hables, muchacho —dijo Lisaveta Prokofievna, muy asustada—. ¿No ves que tienes fiebre? Te has pasado el tiempo gritando y ahora no puedes ya ni respirar. ¡Estás exhausto!

—Ya descansaré luego. ¿Por qué no satisfacer mi último deseo? Hace mucho tiempo que deseaba conocerla, Lisaveta Prokofievna; Kolia, el único ser viviente que está casi siempre a mi lado, me ha dicho muchas cosas de usted. La considero una mujer original, incluso extravagante, como acabo de comprobar ahora mismo. Y, sin embargo, eso es lo que me ha hecho simpatizar con usted.

—¡Y yo que he estado a punto de darle un golpe, Dios mío!

—No lo hizo gracias a Aglaya Ivanovna, ¿verdad? ¿No es esa joven su hija Aglaya Ivanovna? Tan bella es que, a pesar de no haberla visto nunca, la he reconocido en cuanto llegué aquí. Déjeme contemplar, siquiera una vez en mi vida, semejante belleza —dijo Hipólito, forzando una sonrisa—. Está usted acompañada por el príncipe, por su esposo, por sus amigos... ¿Por qué negarme la satisfacción de un último deseo?

—¡Una silla! —pidió la generala.

Y, cogiéndola ella misma, se sentó frente al joven, y ordenó a Kolia:

—Llévale luego a su casa tú mismo. Mañana, yo le visitaré.

—Si me lo permiten, pediré al príncipe una taza de té. ¡No puedo más! Creo, Lisaveta Prokofievna, que quería usted llevar al príncipe a tomar el té en su casa. ¿Sabe lo que se podía hacer? Quedarse usted aquí, pasar la velada todos juntos y tomar el té que seguramente el príncipe encargará para todos. Perdóneme que no ande con cumplidos. Yo sé que usted es buena... y el príncipe lo es también. Realmente, todos somos buenas personas. ¡Es gracioso!

Michkin se levantó para dar órdenes. Lebediev salió a toda prisa, seguido de Vera.

—Eso es cierto —declaró, tajante, la generala—. Habla, pero despacio y sin exaltarte. Me has conmovido... Príncipe, no mereces que yo tome el té en tu casa; pero, no obstante, me quedaré. Mas no pienso presentar excusas a nadie. ¡A nadie! ¡Sería absurdo! De todos modos, príncipe, si te he ofendido, perdóname..., si quieres perdonarme, por supuesto... Además, no obligo a nadie a que se quede —dijo volviéndose a su esposo e hijas con aspecto tan irritado como si le hubiesen inferido alguna grave injuria—. ¡Sé volver sola a casa perfectamente!

No la dejaron concluir. Todos se congregaron en torno suyo. Michkin instó a los reunidos para que tomasen el té y se excusó por no habérsele ocurrido la idea antes. Epanchin contestó con algunas frases corteses y preguntó a su mujer si no tenía frío en la terraza. Casi estuvo a punto de interrogar a Hipólito si concurría a la Universidad, pero no llegó a hacerlo. Eugenio Pavlovich y el príncipe Ch. se mostraron súbitamente joviales y amables. Adelaida y Alejandra parecían extrañadas aún; pero sus semblantes expresaban satisfacción.

En resumen todos se alegraban de que la crisis de la generala hubiese pasado. Tan sólo Aglaya conservaba su expresión sombría y procuraba mantenerse al margen de los demás.

Los demás visitantes se quedaron también. Nadie quiso retirarse, ni aun el general Ivolguin. Lebediev, al pasar, cuchicheó a éste unas palabras, probablemente no muy agradables, porque Ivolguin se apresuró a disimularse en un rincón. El príncipe invitó también a Burdovsky y sus amigos a tomar el té. Murmuraron, con aspecto cohibido, que esperarían a Hipólito, y se sentaron, juntos, en el más lejano extremo de la te Traza. Lebediev debía haber mandado preparar el té hacía rato, porque fue servido inmediatamente. Daban las once.

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Tras humedecer los labios en el vaso de té que lo ofreció Vera Lebediev, Hipólito lo dejó en la mesa y miró en torno suyo con cierto embarazo.

—Fíjese, Lisaveta Prokofievna —comenzó con extraña precipitación—: este servicio de té, que parece de auténtica porcelana, no ha sido usado nunca y está siempre guardado en el aparador de Lebediev. Su mujer se lo aportó en dote y él lo guarda celosamente bajo llave. Pero ahora nos ha servido el té en esta vajilla, en honor de usted, y sintiendo mucha satisfacción en hacerlo.

Se proponía decir algo más, pero se interrumpió.

—Está cohibido, como yo suponía —cuchicheó Radomsky al oído de Michkin—. Es mala señal, ¿no cree? Estoy seguro de que ahora su despecho le hará prorrumpir en alguna salida de tono que ponga a Lisaveta Prokofievna fuera de sí.

Michkin le miró, interrogativo.

—Veo que eso no le preocupa, príncipe —prosiguió Radomsky—. Le confieso que a mí tampoco. Incluso deseo esa salida de tono de que hablo. Conviene que Lisaveta Prokofievna reciba un castigo hoy mismo, inmediatamente... Y hasta que no lo reciba, no quisiera irme... Pero crea que está usted febril... —Sí; no estoy bien... Luego hablaremos —repuso el príncipe con impaciencia, sin atender apenas a Radomsky.

Acababa de oír a Hipólito pronunciar su nombre.

—¿No lo cree usted? —decía el enfermo, con risa nerviosa—. Lo comprendo... Pero el príncipe no vacilará en creerlo, ni se asombrará lo más mínimo...

—¿Oyes, príncipe, oyes? —dijo Lisaveta Prokofievna, volviéndose a Michkin.

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