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—¡Basta! —rugió Lisaveta Prokofievna, temblorosa de ira—. Ya es hora de poner término a esta insensatez...

Y, presa de espantosa sobreexcitación, echó la cabeza hacia atrás y su mirada relampagueante, preñada de amenazas y retos, fulminó a todos los presentes, en quienes, en su exaltación, no distinguía, sin duda, los amigos ni los adversarios. Su cólera, largo tiempo contenida, sentía la imperiosa necesidad de descargar sobre alguien. Los que conocían a Lisaveta Prokofievna comprendieron que su indignación rebasaba todos los límites. Al día siguiente, su marido decía solemnemente al príncipe Ch.: «Mi mujer suele padecer accesos nerviosos, pero casi nunca como el de ayer. Pueden producirse una vez cada tres años, pero no tan a menudo, no tan a menudo...»

—Déjeme en paz, Ivan Fedorovich —exclamó Lisaveta Prokofievna—. ¿A santo de qué se le ocurre ofrecerme el brazo ahora? Usted es marido y cabeza de familia: su deber era haberme sacado de aquí aunque fuese arrastrándome por los pelos si yo cometía la necedad de negarme a marchar. Al menos, pudo usted pensar en sus hijas... Pero ahora sabremos volver solas; no se preocupe. ¡Tengo bastante vergüenza encima para todo un año! Esperen: quiero dar las gracias al príncipe. Sí, príncipe, muchas gracias por el placer que nos has procurado. Me has permitido escuchar a esos jóvenes. ¡Oh, qué infinita bajeza! ¡Qué escándalo y qué caos! ¡Parece una pesadilla! ¿Es posible que haya otros tipos como éstos? ¡Silencio, Aglaya! ¡A callar, Alejandra! Esto no es cosa vuestra. No dé vueltas a mi alrededor, Eugenio Pavlovich; me es usted insoportable... Y tú, querido —y ahora se dirigía a Michkin—, ¿vas a pedirles perdón, verdad? ¡Claro! ¿Qué menos puedes hacer sino rogarles que te perdonen después de que les has hecho la ofensa de ofrecerles una fortuna? —Y mirando al sobrino de Lebediev, vociferó—: ¿Puede saberse de qué te ríes, charlatán? «Nosotros no solicitamos: exigimos; nosotros rechazamos los diez mil rublos...» ¡Como si no supieses muy bien que mañana este idiota irá en busca vuestra para ofreceros otra vez su amistad y su dinero! ¿Verdad que irás, príncipe? ¿Verdad que sí? Vamos, habla: ¿irás o no?

—Iré —repuso Michkin, con dulzura y humildad, pero firmemente.

—Ya lo has oído. Y tú contabas con ello —prosiguió la generala, interpelando al sobrino de Lebediev—. Tú estás ahora tan seguro del asunto como si tuvieses el dinero en el bolsillo, y aun pretendes alardear de magnánimo, para echarnos arena a los ojos... ¡No, hijo mío: a otras con ésas! ¡A mí no me engañas con tus cuentos! ¡Te comprendo muy bien!

—¡Lisaveta Prokofievna! —imploró Michkin.

—Vayámonos, Lisaveta Prokofievna; ya es hora. Nos llevaremos al príncipe con nosotros —dijo Ch., sonriendo, con la voz más tranquila que pudo.

Las jóvenes, realmente asustadas, se mantenían aparte de los demás. Su padre estaba aterrorizado. El lenguaje de su mujer había dejado estupefactos a todos. Algunos, fuera del grupo, sonreían a escondidas. El rostro de Lebediev expresaba un verdadero éxtasis.

—Escándalos y caos como éste, señora, se encuentran en todas partes —repuso Doktorenko, procurando dominar el desconcierto que le poseía.

—¡Como éste, no! ¡Como éste con que nos has obsequiado, no, padrecito! —bramó histéricamente generala—. ¿Quieren dejarme en paz de una vez? —dijo con violencia a los que se esforzaban en tranquilizarla—. Si como acaba de contar usted, Eugenio Pavlovich, un abogado ha dicho en pleno tribunal que la miseria justifica el asesinato de seis personas, ello demuestra que nos aproximamos al fin del mundo. ¡No había oído aún tal enormidad! Ahora lo comprendo todo, ¿acaso creen que este sietemesino —y señalaba al anonadado Budovsky— no acabará cometiendo algún asesinato? ¡Apuesto a que lo comete! Es posible que rechace el dinero del príncipe, porque su conciencia sin le permita tomarlo, pero luego irá a robarle por la noche y se apoderará de sus rublos después de asesinarle. Y robará con plena tranquilidad moral. No lo considerará como una deshonra, sino como un estallido de «noble indignación», o como «una protesta», o Dios sabe como qué... ¡Qué asco! Todo está revuelto, todo anda trastornado... A lo mejor se encuentran muchachas que han sido cuidadosamente educadas en la casa paterna y que de pronto, en plena calle, saltan a un fiacre y dicen: «Mamá: me he casado el otro día con Fulano o Mengano: adiós. 11» ¿Y esto les parece bien? ¿Es digno y natural un proceder así? ¿Constituye también una parte de los derechos de la mujer? El otro día este mocoso —y señalaba a Kolia— me hablaba de «la cuestión feminista». ¡Pero aunque la madre de ese tipo de Burdovsky sea una imbécil, su deber de hijo es respetarla! ¿Qué es eso de presentarse insolentemente aquí, de noche cerrada, con esa cara dura y decir a este necio del príncipe: «Concédenos todos los derechos, y ojo con rechistar en presencia nuestra. Muéstranos el más profundo respeto o te trataremos peor que al último criado»? En su artículo le han calumniado como villanos, y, sin embargo, se jactan de hombres que luchan por la verdad y la justicia. «No imploramos: exigimos; no te daremos las gracias: bástete la satisfacción de tu conciencia.» ¡Qué magnífica moral! Pero si vosotros creéis que el príncipe no tiene derecho a vuestro agradecimiento, con igual razón puede él no sentir ninguno hacia Pavlitchev. Vosotros no le habéis prestado dinero; no os debe nada. ¿En qué podéis fundaros sino en el agradecimiento? Y puesto que apeláis a ese sentimiento en los otros, ¿por qué vosotros os consideráis con derecho a no ser agradecidos? ¡Están locos! Consideran a la sociedad bárbara e inhumana porque desprecia a una joven seducida. Pero, si es cierta, esa barbarie consiste en hacer sufrir a la mujer a causa del desprecio de la sociedad. ¡Y para arreglar las cosas proclamáis la deshonra de la mujer en los periódicos, de modo que sufra más aún! ¡Locos! ¡Insensatos! ¡No creen en Dios; no creen en Cristo! Pero yo os predigo que, en la vanidad y la soberbia que os roen, acabaréis devorándoos los unos a los otros. ¿No es esto caótico, no es absurdo, no es infame? ¡Y pensar que después de todo lo ocurrido este desgraciado les pide perdón! ¿Es posible que haya otros individuos como éstos? ¿Por qué sonríe usted? ¿Por qué me rebajo a hablarle? Pero ya me he rebajado y no hay remedio... —Y volviéndose a Hipólito, continuó—: ¡Basta de muecas, saco de huesos! ¡Está casi en la agonía y aun se dedica a pervertir al prójimo! Tú has maleado a este chiquillo —y señalaba a Kolia otra vez—, tú le has trastornado la cabeza, tú le enseñas a ser un incrédulo, tú no crees en Dios, cuando, por tu edad, aun necesitarías unos buenos azotes... ¡Maldito chicuelo! Príncipe León Nicolaievich: ¿piensas ir mañana a casa de estos hombres?

—Sí.

—Bueno, pues no vuelvas a presentarte ante mí jamás. —Y tras un brusco movimiento para retirarse, se volvió de pronto—: ¿Vas a ir a casa de este ateo?

Señalaba a Hipólito. De repente, con un espantoso alarido, se lanzó hacia el muchacho, cuya sonrisa burlona la exasperaba.

—¡Lisaveta Prokofievna! ¡Lisaveta Prokofievna! ¡Lisaveta Prokofievna! —se oyó gritar por todas partes.

—¡Qué vergüenza, maman! —exclamó Aglaya.

La generala había asido el brazo del joven y lo oprimía con violencia, mientras le miraba con ojos fulgurantes de cólera.

—No se preocupe, Aglaya Ivanovna —dijo Hipólto serenamente—. Su madre no es capaz de agredir a un moribundo. Y, si ella me lo permite, explicaré el motivo de mi sonrisa.

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