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—¡Acabemos! —dijo el sobrino de Lebediev, con vehemencia—. ¡Es insoportable! ¿A qué viene toda esta novela?

—¡Es indignante e increíble! —acrecentó Hipólito, con un violento ademán.

Burdovsky calló y permaneció inmóvil.

—¿A qué viene? —repitió, con burlona sorpresa, Gabriel Ardalionovich—. En primer lugar, supongo que ahora el señor Burdovsky estará convencido de que Pavlitchev le quería por magnanimidad, no por sentimiento paterno. Urgía informar de ello al señor Burdovsky, quien hace muy poco, después de la lectura del artículo que saben, aprobó y sostuvo al señor Keller. Hablo de esta manera, señor Burdovsky, porque le considero un hombre honrado. En segundo lugar, resulta evidente que en todo el caso no ha habido intento de estafa, ni aun por parte de Tchebarov, lo que es importante para mí hacer constar, porque en el calor de sus palabras el príncipe ha sugerido que yo había descubierto las maquinaciones ilegales de Tchebarov. Por el contrario, todos han procedido de buena fe, y aunque bien puede ocurrir que Tchebarov sea un perfecto granuja, en este caso ha obrado como un abogado hábil e inteligente. Ha visto aquí un asunto que podía dejarle mucho dinero, y no ha calculado mal, porque contaba por una parte con el desinterés del príncipe y su respetuoso agradecimiento hacia el difunto Pavlitchev, y por otra con el punto de vista caballeresco desde el cual considera el príncipe los deberes impuestos por el honor y la conciencia. En cuanto al señor Burdovsky, dadas ciertas ideas que profesa, puede afirmarse que se ha lanzado a este asunto sin ningún pensamiento de lucro personal, sino instigado por Tchebarov y los que le rodeaban y creyendo firmemente lo que le decían, esto es, que se trataba de hacer un servicio a la justicia, al progreso y a la humanidad. En resumen, llego a la conclusión de que el señor Burdovsky es, aunque las apariencias le condenen, un hombre irreprochable, y el príncipe puede con razón ofrecerle su amistad y el auxilio en metálico que le ha prometido poco antes, cuando habló de la escuela y de Pavlitchev...

—Calle, Gabriel Ardalionovich, calle —interrumpió Michkin, realmente disgustado.

Pero era tarde. Burdovsky vociferó, con indignación:

—¡Ya he dicho no sé cuántas veces que no quiero ese dinero! No lo tomaré porque... porque no quiero... Y ahora me voy...

Ya se alejaba precipitadamente de la terraza cuando el sobrino de Lebediev le detuvo cogiéndole por el brazo y cuchicheándole unas palabras al oído. Burdovsky volvió bruscamente sobre sus pasos, sacó del bolsillo un envoltorio sin abrir, en el que se veía escrita una dirección, y lo arrojó sobre una mesita que se hallaba al lado de Michkin.

—¡Ahí tiene su dinero! ¡Su dinero! ¿Cómo se atrevió... cómo...?

—Son los doscientos cincuenta rublos que le envió usted por intermedio de Tchebarov aclaró Doktorenko.

—¡Y en el artículo se habla de cincuenta! —exclamó Kolia.

El príncipe se acercó a Burdovsky.

—Perdone, señor Burdovsky, la culpa es mía... No obré bien con usted, lo reconozco, pero no le envié esa cantidad como una limosna. Me reprocho ahora... y debí reprocharme antes...

Michkin, muy emocionado, parecía abatido por la fatiga y apenas pronunciaba más que palabras incoherentes.

—He hablado de estafas y de granujas, pero mis palabras... no se referían a usted... Me he equivocado... He dicho que usted estaba... enfermo como yo... Pero usted no es como yo... Usted... usted da lecciones; mantiene a su madre... He dicho que deshonraba usted el nombre de su madre... Pero usted la quiere: ella misma lo dice... Perdóneme... Gabriel Ardalionovich no me había explicado... Me he atrevido a ofrecerle... diez mil rublos... Pero he hecho mal... Debí proponérselo de otro modo... Y ahora, ya no hay remedio... Y usted me desprecia...

—¡Esta es una casa de locos! —exclamó la generala.

—Una verdadera casa de locos, sí —apoyó Aglaya, ásperamente.

Aquellas palabras se perdieron en el bullicio general. Todos hablaban a la vez: unos disputaban, otros comentaban, algunos reían. Iván Fedorovich, indignado hasta el extremo, mostrando el severo aspecto de la dignidad ultrajada, sólo esperaba, para marcharse, a que se le reuniese su mujer. El sobrino de Lebediev tomó la palabra:

—Hay que hacerle justicia, príncipe. Sabe usted sacar muy buen partido de su... digamos de su enfermedad, por emplear una expresión cortés. Usted se las ha arreglado para ofrecer su amistad y su dinero de modo tan hábil, que ahora es imposible para un hombre honrado aceptar ni una ni otro. Es usted muy cándido... o muy inteligente... Usted sabe mejor que nadie cuál de las dos palabras es aplicable en este caso.

—Dispensen, señores —dijo Gania, que había abierto entre tanto el envoltorio—. Aquí sólo hay cien rublos y no doscientos cincuenta. Lo quiero hacer notar así, príncipe, para evitar equívocos.

—Deje, deje —dijo Michkin, haciendo signo a Gania de que callase.

—No, no «deje» —atajó vivamente el sobrino de Lebediev—. Su «deje», príncipe, es muy ofensivo para nosotros. Nosotros no tenemos por qué ocultar nada; obramos a la luz del día. Es verdad que ahí van cien rublos y no doscientos cincuenta, lo que no es igual.

—No, no es igual —dijo Gania con ingenua extrañeza.

—No me interrumpa señor abogado. No somos tan tontos como usted cree —repuso el sobrino de Lebediev, con despecho—. Es claro que entre doscientos cincuenta y ciento existe una diferencia, pero aquí lo importante es el principio, la iniciativa. La falta de ciento cincuenta rublos es un mero detalle. Lo importante, excelentísimo príncipe, es que Burdovsky no acepta su limosna y se la tira a la cara. Desde este punto de vista lo mismo da que haya ahí cien rublos o doscientos cincuenta. Acaba usted de ver que Burdovsky ha rehusado diez mil rublos. Y de no ser un hombre honrado, no le habría devuelto los cien rublos. Los ciento cincuenta que faltan han sido dados a Tchebarov para compensarle de los gastos que tuvo que hacer cuando fue a visitar al príncipe. Puede usted burlarse de nuestra torpeza e inexperiencia en los negocios: es igual, porque ya nos ha puesto bastante en ridículo. Pero le aconsejo que no nos acuse de hombres sin honradez. Esos ciento cincuenta rublos, señor mío, los reuniremos entre todos para reembolsarlos al príncipe, y pagaremos la deuda íntegra, con los intereses, aunque sea rublo a rublo. Burdovsky es pobre y no millonario, y Tchebarov le pasó la cuenta después de su viaje. Y nosotros contábamos salir con éxito de esta empresa... ¿Quién no hubiera hecho lo mismo en nuestro lugar?

—¡Vaya una ocurrencia! —exclamó el príncipe Ch.

—¡Aquí acabaré perdiendo la cabeza! —dijo la generala.

—Esto me recuerda —comentó Eugenio Pavlovich, riendo— la célebre defensa reciente de un abogado que, queriendo justificar a un asesino que había matado a seis personas para robarles, invocaba la pobreza de su defendido como una atenuante. «Es muy natural (concluyó el defensor) que, dada la miseria en que se encontraba, mi patrocinado resolviese matar a seis personas. ¿Quién de nosotros, señores, no habría pensado lo mismo en su lugar?»

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