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El príncipe se sentó y logró que le imitase todo el grupo de Burdovsky. En el curso de los diez o veinte últimos minutos, Michkin, impacientado por las continuas interrupciones, había levantado la voz y hablado con más energía, por lo que a la sazón lamentaba ciertas palabras que se le habían escapado en el calor de la peroración. De no haberle apremiado los visitantes de tal modo, no se habría permitido expresar tan abiertamente ciertas suposiciones. Y cuando calló, punzantes remordimientos laceraban su alma. Además de ofender a Burdovsky declarando ante testigos que le creía víctima de la enfermedad de que él se había curado en Suiza, se reprochaba como una grosera indelicadeza el haberle ofrecido diez mil rublos en presencia de todos. Y pensaba: «Debí esperar hasta mañana y ofrecerle ese dinero cuando nos hallásemos a solas. Ahora ya no hay remedio: el mal está hecho. Sí, soy un idiota, un verdadero idiota», concluyó Michkin para sí, en un paroxismo de vergüenza y disgusto.

Hasta entonces Gania se había mantenido apartado de todos sin hablar. Al interpelarle Michkin, se colocó al lado de éste y con voz clara y reposada comenzó a explicar el desarrollo de la gestión que se le había confiado. Todas las conversaciones se interrumpieron. Los reunidos, y en particular el grupo de Burdovsky, escuchaban con viva curiosidad.

IX

—No negará usted —empezó Gania, dirigiéndose a Burdovsky, que le escuchaba con atención, abriendo mucho los ojos, en un estado de agitación extraordinario—, no negará usted en serio, digo, que su nacimiento tuvo lugar dos años después del matrimonio de su madre con su padre, el secretario del colegio, señor Burdovsky. Nada más sencillo que establecer con hechos la fecha de su nacimiento, por lo cual sólo puede ser un capricho de la mente del señor Keller la sugestión, tan ultrajante para la madre de usted, que ha dado motivo a todo este revuelo. Cierto que su fin, al alterar así la verdad, era servir mejor a usted, presentando su derecho como más legítimo. El señor Keller afirma que le leyó ese artículo previamente, mas no completo. Seguramente omitió ese párrafo...

—No se lo leí, en efecto —interrumpió el boxeador—, pero los hechos me habían sido comunicados por una persona enterada, y...

—Perdón, señor Keller —atajó Gania—. Déjeme hablar. Le aseguro que en el momento oportuno hablaremos de su artículo y entonces podrá usted explicarse. Pero por ahora es innecesario anticipar los hechos. De un modo casual, por intermedio de mi hermana, Bárbara Ardalionovna Ptitzina, obtuve de su íntima amiga, la viuda Vera Alexievna Zubkona, una carta escrita a esta señora hace veinticuatro años por Nicolás Andrievich Pavlitchev, quien estaba entonces en el extranjero. Una vez en relación con Vera Alexievna, me dirigí, en virtud de sus indicaciones, al coronel retirado Timoteo Fedorovich Viazovkin, pariente lejano y antiguo amigo íntimo del señor Pavlitchev. El coronel me entregó otras dos cartas de Pavlitchev, escritas también desde el extranjero. Estos tres documentos, sus fechas y los hechos que mencionan, demuestran del modo más irrefutable que dieciocho meses antes del nacimiento de usted, señor Burdovsky, Nicolás Andrievich se fue al extranjero, donde pasó tres años consecutivos. Y usted sabe, señor Burdovsky, que su madre no ha salido nunca de Rusia. Es muy tarde y considero superfluo leer ahora esas cartas; me limito a testimoniar su existencia. Pero si usted quiere, señor Burdovsky, vaya mañana a mi casa, con todos los testigos que quiera, y con peritos en grafología, y me comprometo a probarle la plena exactitud de cuanto le comunico. Y desde ese momento, naturalmente, la cuestión quedará zanjada.

Las palabras de Gabriel Ardalionovich produjeron hondo asombro. En medio de una excitación general, Burdovsky volvió a levantarse.

—Siendo así, he sido engañado, engañado... hace mucho tiempo... Pero no por Tchebarov... No quiero peritos... no quiero ir a su casa... no quiero los diez mil rublos... Renuncio a todo. Adiós...

Cogió su sombrero y empujó hacia atrás su silla, para retirarse. Gania le dijo amablemente:

—Le ruego que espere cinco minutos si le es posible, señor Burdovsky Debo revelar ciertos hechos de la mayor importancia, en especial para usted. Por lo menos, hechos muy curiosos. Considero indispensable que los conozca y seguramente no lamentará usted que este asunto llegue a su total esclarecimiento.

Burdovsky volvió a sentarse en silencio e inclinó la cabeza, cual un hombre sumido en profundas meditaciones. El sobrino de Lebediev, que se había levantado para acompañar a su amigo, se sentó, también. Doktorenko no había perdido su confianza en sí mismo, ni su presencia de ánimo, pero se le notaba cierto desasosiego. Hipólito parecía anonadado y, en apariencia, muy sorprendido. En aquel momento sufrió un violento acceso de tos, llevóse el pañuelo a la boca y lo retiró manchado de sangre. El boxeador estaba casi aterrorizado.

—Antip —dijo con cierto reproche—, ya te advertí anteayer que acaso en realidad no fueses hijo de Pavlitchev.

Se oyeron risas sofocadas. Dos o tres de los presentes rieron más fuertemente que los demás.

—Lo que acaba usted de comunicarnos tiene mucho valor, señor Keller —declaró Gabriel Ardalionovich—. Ahora bien, los rigurosos datos que poseo me autorizan a creer que el señor Burdovsky, aunque perfectamente informado de la fecha de su nacimiento, desconocía esa permanencia de Pavlitchev en el extranjero, donde pasó casi toda su vida, no viniendo a Rusia sino para estancias muy cortas. Además, el viaje de que se trata es un hecho lo bastante insignificante en sí para que los amigos de Pavlitchev lo recuerden con precisión después de veinte años. Con mayor razón, pues, debe ignorarlo el señor Burdovsky, que no había nacido. Claro que, como se acaba de probar, no es imposible hallar la prueba de la ausencia de Pavlitchev. Pero debo reconocer que mis gestiones fueron facilitadas por la casualidad, sin la cual acaso no hubieran tenido éxito. Realmente era casi imposible para los señores Burdovsky y Tchebarov el informarse en debida forma, aun suponiendo que hubieran tenido la idea de realizarlo. Pero acaso no pensaron en ello siquiera...

Hipólito, súbitamente, interrumpió a Gania diciendo con irritación:

—Permítame, señor Ivolguin. ¿A qué viene todo esto? El asunto está claro y nosotros damos por cierto el hecho principal. ¿Para qué, pues, entrar en detalles penosos y tristes? ¿Acaso quiere usted jactarse de la habilidad de sus pesquisas y alardear ante el príncipe y ante nosotros de ser un hábil «detective»? ¿O se propone disculpar a Burdovsky acreditando que se ha visto envuelto en este asunto por ignorancia? Eso es una insolencia, señor Ivolguin. Burdovsky, como puede usted comprender, no necesita que usted le exculpe. Ello constituye una ofensa para Burdovsky, y su situación es ya bastante dolorosa y delicada sin necesidad de que usted la agrave. ¿Cómo no se hace cargo de ello?

—Calma, señor Terentiev, calma —respondió Gania—. Tranquilícese y no se irrite. Creo que no se encuentra usted bien, ¿verdad? Lo siento... Si usted quiere, terminaré resumiendo brevemente lo que, según mi opinión, no sería inútil expresar con todo detalle. —Y notando entre los oyentes una agitación semejante a la impaciencia, añadió—: Deseo únicamente hacer constar, para informe de todos los interesados, que si el señor Pavlitchev se mostró tan benévolo con la madre del señor Burdovsky, fue únicamente porque dicha señora era hermana de una joven de la que Pavlitchev había estado enamorado en su primera juventud, y con la que sin duda se hubiese casado si ella no hubiese muerto de repente. Poseo pruebas de que esta circunstancia, absolutamente cierta, no ha dejado sino un recuerdo muy confuso, o, con más exactitud, nulo del todo. Podría explicarles cómo su madre, señor Burdovsky, fue recogida, cuando sólo contaba diez años, por Pavlitchev, quien atendió a su educación y más tarde le dio una dote importante. Esta cariñosa solicitud inquietó a los numerosos parientes de Pavlitchev, los cuales llegaron a suponer en él intenciones de casarse con su protegida. Pero el caso fue que, en fin de cuentas, la joven, al llegar a los veinte años, se casó por amor, como puedo acreditarlo del modo más indiscutible, con un funcionario público, un agrimensor, llamado Burdovsky. De los datos recogidos por mí resulta que dicho señor Burdovsky, al recibir los quince mil rublos que constituían la dote de su mujer, abandonó el empleo para lanzarse a empresas comerciales y, como era un hombre sin espíritu práctico, le engañaron, perdió cuanto tenía y se entregó a la bebida para olvidar sus desgracias. Sus excesos acortaron su existencia, y murió a los ocho años de casado. Su viuda, según declaración de ella misma, quedó en la miseria y habría muerto de hambre de no ser por la generosa ayuda de Pavlitchev, quien le asignó una pensión mensual de seiscientos rublos. Hay innumerables testimonios, señor Burdovsky, de que Pavlitchev se mostró muy cariñoso con usted desde que era usted un niño muy pequeño. De esos testimonios, ratificados por la aserción de su madre, resulta que Pavlitchev le quería, sobre todo, porque era usted tartamudo, enclenque y enfermizo. Y Nicolás Andrievich, como se me ha demostrado, ha sentido siempre predilección por todos los infelices de ese género, en especial si eran niños. A mi juicio, ello tiene mucha importancia en este caso concreto. Finalmente, y para acabar de hacer ostensibles mis talentos de investigador, les diré que he llegado a descubrir un detalle fundamental, y es que, viendo el vivo afecto que Pavlitchev demostraba hacia usted, señor Burdovsky, porque gracias a él cursó usted los estudios superiores y le enseñó de un modo especial, los parientes y criados de Nicolás Andrievich acabaron persuadiéndose gradualmente de que era usted hijo suyo y de que el difunto señor Burdovsky no había sido más que un esposo engañado. Pero notemos que esa idea no se convirtió en creencia positiva y general sino en los últimos años de la vida de Pavlitchev, es decir, cuando sus parientes temían perder la herencia, cuando los hechos primitivos se habían olvidado y cuando no existía modo de aclarar directamente las cosas. Sin duda usted mismo, señor Burdovsky, se informó de aquella suposición y no vaciló en admitirla como una verdad. Su madre, a quien he tenido el honor de conocer recientemente, estaba informada de todos esos rumores, pero aun hoy ignora (y yo se lo he ocultado) que usted los acogiese con tanta complacencia. Yo, señor Burdovsky, he encontrado en Pskov a su muy honorable señora madre, sumida, efectivamente, en la miseria en que cayó a raíz de la muerte de Pavlitchev, y ella me ha informado, con lágrimas de reconocimiento, de que sólo vive gracias a la ayuda de su hijo... Espera mucho y cree sinceramente en sus éxitos futuros...

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