—Dispénseme —intervino Hipólito—. ¿No le parece demasiado sentimentalismo? No somos niños, ¿sabe? Acuérdese de que son más de las nueve. Vayamos, pues, directamente a los hechos.
—Bueno, bueno, señores —repuso Michkin—. Los hechos son que acogí la noticia al principio con desconfianza; pero luego pensé que acaso me equivocara y Pavlitchev hubiera, en efecto, dejado un hijo. Sólo me sorprendió la facilidad con que ese hijo revelaba el secreto de su nacimiento y deshonraba así a su madre. Tchebarov, en su primera conversación conmigo, me amenazó ya con la publicidad...
—¡Qué necio! —exclamó el sobrino de Lebediev.
—¡No tiene usted el derecho... no tiene usted el derecho! —protestó Burdovsky.
—El hijo no es responsable de las inmoralidades de su padre, y la madre no tiene culpa alguna —añadió Hipólito, con fogosidad.
—Lo cual —observó tímidamente Michkin— me parece una razón más para evitarle...
—Veo, príncipe, que no sólo es usted cándido, sino que rebasa los límites de la candidez —declaró el sobrino de Lebediev, con despectiva expresión.
—Y, además, ¿qué derecho tenía usted...? —insistió Hipólito, con voz más forzada que antes.
—Ninguno, ninguno —se apresuró a confesar el príncipe—. En eso tiene usted razón. Juzgué de aquel modo involuntariamente y en seguida pensé que no me asistía el derecho de atenerme en este caso a mis sentimientos personales, así como que, si creía justo atender los deseos del señor Burdovsky en consideración a la memoria de Pavlitchev, debía hacerlo a todo evento, esto es, tanto si el señor Burdovsky despertaba mi estimación como en el caso contrario. Si he mencionado eso, señores, fue para hacerles comprender que me pareció poco natural que un hijo divulgase así los secretos de su madre. Sí: eso me llevó a considerar que Tchebarov era un miserable que había sabido engañar al señor Burdovsky para formular aquella demanda.
—¡Es intolerable! —exclamaron los visitantes, varios de los cuales se levantaron de sus asientos.
—Fue precisamente por eso, señores, por lo que opiné que el señor Burdovsky debía ser un hombre ingenuo, desvalido, fácil instrumento en manos de granujas, y por lo que me creí en la obligación de ayudarle en su calidad de «hijo de Pavlitchev», empezando por sustraerle a la influencia de Tchebarov y convirtiéndome luego en un guía afectuoso y adicto para él... Decidí, además, darle diez mil rublos, importe a que ascienden, según mis cálculos, los gastos que Pavlitchev pudo hacer conmigo.
—¡Solamente diez mil! —exclamó Hipólito.
—Creo, príncipe, que o no está usted muy fuerte en aritmética... o lo está demasiado, aunque finja ser un bendito de Dios —manifestó el sobrino de Lebediev.
El boxeador se inclinó hacia Burdovsky por detrás del respaldo de la silla de Hipólito y aconsejó a su amigo, en un rápido cuchicheo:
—¡Acepta, Antip! Toma eso por ahora y después ya veremos.
—Permítame decirle, señor Michkin —expuso Hipólito con voz fuerte— que nosotros no somos los imbéciles lisos y rasos que usted se figura y se figuran todos los presentes, incluyendo a estas señoras que nos miran con sonrisas tan despreciativas, y a ese gran señor —y señalaba a Eugenio Pavlovich—, a quien no tengo el gusto de tratar, aunque creo haber oído hablar de él...
El príncipe le interrumpió, muy agitado:
—Dispénsenme una vez más, señores, porque una vez más no me han comprendido. En primer lugar, señor Keller, usted exagera mucho en su artículo la importancia de mis bienes. Lejos de tener millones, mi herencia acaso no pasará de la octava o décima parte de lo que usted presume. En cuanto a mi estancia en Suiza no pudo costar decenas de miles. Schneider percibía seiscientos rublos por año, y mi pupilaje sólo se pagó durante los tres primeros. En cuanto a las bellas institutrices que Pavlitchev hacía venir de París, no existieron nunca sino en la imaginación del señor Keller. ¡Una calumnia más! En mi opinión, el conjunto de las cantidades gastadas conmigo está muy por debajo de los diez mil rublos, pero aun así me atuve a esa cifra, y ustedes convendrán conmigo en que, si se trataba de saldar una deuda, no podía ofrecer más al señor Burdovsky, por muy bien dispuesto que me sintiera hacia él. Y aunque quisiera hacerlo, mi delicadeza me lo impediría, porque era tanto como darle una limosna. ¡No comprendo, señores, cómo no lo ven así! Por otra parte, no contaba con que mi interés por el desgraciado señor Burdovsky terminase con esto, sino que me proponía seguir interesándome amistosamente en mejorar su suerte. Era notorio que le habían engañado, porque, si no, no habría podido consentir en una bajeza como la de que el señor Keller divulgara la vergüenza de su madre... Pero, ¿por qué vuelven a indignarse, señores? ¡Así no acabaremos de entendernos jamás! Y ahora los hechos me han dado la razón. Acabo de convencerme por mis propios ojos de que mi suposición era justa.
Michkin insistía en persuadir a los visitantes, en calmar su excitación, y no reparaba en que sólo conseguía hacerla crecer. Le interpelaron a coro, airados:
—¿Convencerse de qué?
—En primer lugar, he podido formarme una idea exacta de quien es el señor Burdovsky; es decir, he podido cerciorarme del carácter que tiene... Es un hombre ingenuo, a quien cualquiera sería capaz de engañarle. Un hombre desventurado, desvalido... y por lo tanto debo disculparle... En segundo lugar, Gabriel Ardalionovich, en la entrevista que ha tenido conmigo hace una hora, me ha puesto al corriente de todos los designios de Tchebarov, me ha dicho que posee todas las pruebas de la maldad de sus planes y me ha confirmado que Tchebarov es precisamente lo que yo suponía. Sé, señores, que mucha gente me considera como un idiota. Fundándose en mi reputación de hombre que afloja fácilmente los cordones de la bolsa, Tchebarov ha juzgado posible engañarme, explotando principalmente el buen recuerdo que conservo de Pavlitchev. Pero lo principal... ¡Déjenme acabar, señores! Lo principal es que ha resultado que el señor Burdovsky no es hijo de Pavlitchev. Gabriel Ardalionovich me ha comunicado antes ese descubrimiento y asegura que posee pruebas definitivas. ¿Qué les parece? ¿No es cierto que tal cosa se creería imposible después de cuanto se ha dicho aquí? Pero observen que existen, a lo que creo, pruebas positivas... No es que yo lo crea todavía, e incluso diría resueltamente que no lo creo, ya que Gabriel Ardalionovich no ha tenido tiempo de darme detalles completos. Pero de que Tchebarov es un canalla no puedo seguir dudando ya. Ha engañado al infeliz señor Burdovsky y a todos ustedes, señores, que han acudido caballerosamente en apoyo de su amigo (quien, ya lo comprendo, necesita, en efecto, apoyo), complicándoles a todos en una estafa, pues este asunto en el fondo no es otra cosa.
—¡Una estafa! ¡Que no es el «hijo de Pavlitchev»! ¡No es posible!
Aquellas palabras sólo expresaban muy débilmente la estupefacción en que las palabras de Michkin habían sumido a todo el grupo de Burdovsky.
—Sí: una estafa. Puesto que el señor Burdovsky no es hijo de Pavlitchev, su reclamación no constituiría ni más ni menos que una tentativa de estafa, en el supuesto de que él hubiese conocido la verdad. Pero le han engañado e insisto en este punto para justificarle y repito que su ingenuidad le hace digno de compasión y de apoyo. De ser de otro modo, figuraría en este asunto como un granuja. Mas estoy seguro de que no se da cuenta de lo que sucede. Yo me hallaba en una situación parecida a la suya antes de ir a Suiza; balbucía, como él, palabras incoherentes; quería expresar mi pensamiento y no podía... Me hago cargo de eso, y por ello estoy en mejor situación para compadecer al señor Burdovsky. Como me he encontrado en idéntico estado que él, tengo motivos para hablar de ello. De modo que, aun cuando no haya nada parecido a que el señor Burdovsky sea hijo de Pavlitchev, y aunque todo resulte ser un engaño, no cambiaré y estoy dispuesto a darle diez mil rublos en memoria de Pavlitchev. Antes de recibir la reclamación del señor Burdovsky me proponía dedicar esa cantidad a fundar una escuela para honrar la memoria de mi bienhechor; pero la honraré de igual modo ofreciendo esos diez mil rublos al señor Burdovsky, puesto que, si no es «hijo de Pavlitchev», ha sido tratado por él casi como un hijo. Esa circunstancia fue la que permitió a un canalla engañarle, haciéndole creer sinceramente que era «hijo de Pavlitchev». Atiendan, pues, señores a Gabriel Ardalionovich. Vamos, no se irriten, no se inquieten: siéntense... Gabriel Ardalionovich va a explicárnoslo todo inmediatamente. Yo mismo, lo reconozco, ardo en deseos de conocer el asunto en todos sus detalles. Gabriel Ardalionovich dice que incluso ha visitado a su madre, en Pskov, señor Burdovsky. Su madre, que no ha muerto, aunque así lo diga el periódico... Siéntense señores, siéntense...,