—¡Esas palabras! —exclamaron a la vez todos los excitados visitantes.
—Respecto al artículo —dijo Hipólito, con voz chillona—, ya le he dicho que ni los demás ni yo lo aprobamos. ¡Miren quién lo ha escrito! —agregó, señalando al boxeador, que se hallaba sentado junto a él—. Reconozco su estilo, en el que prescinde del buen lenguaje y de la corrección. ¡Es cosa muy propia de un hombre de su calaña! Convengo en que este hombre es un imbécil mixto de truhán y no me muerdo la lengua para decírselo en su cara todos los días. Pero, aun así, tiene razón en parte. La publicidad es un medio al que todos tienen derecho, y, por tanto, Burdovsky también. Respecto a la otra parte, que el autor responda de sus absurdidades. En cuanto a la protesta que yo he formulado antes contra la presencia de sus amigos, considero necesario aclarar que sólo he protestado con miras a afirmar nuestro derecho; pero ahora declaro que en realidad deseamos que haya testigos. Antes de entrar aquí, los cuatro estábamos de acuerdo en ese punto. Que los testigos fuesen amigos de usted, era cosa que no nos importaba. Y puesto que no pueden dejar de reconocer el derecho de Burdovsky, derecho que es de una exactitud matemática, es preferible que los testigos sean amigos de usted, porque así la verdad se impondrá con mayor evidencia.
—Es verdad: todos estamos de acuerdo en eso —apoyó el sobrino de Lebediev.
—Pues entonces —dijo Michkin, con extrañeza—, ¿por qué comenzaron por entrar de aquel modo?
El boxeador, que experimentaba una excitación creciente, y que ardía en deseos de intervenir (e incluso parecía que la presencia de las mujeres obraba en él como un fuerte e inequívoco estimulante) tomó la palabra:
—Respecto al artículo, príncipe, reconozco ser su autor, aunque mi amigo (a quien suelo perdonar muchas cosas en razón a su mal estado de salud) acabe de criticarlo tan acerbamente. Lo escribí y publiqué en el periódico de un amigo en forma de carta. Lo único no mío son los versos, debidos en realidad a un escritor satírico. Sólo lo leí a Burdovsky, aunque no completo, y él me autorizó en el acto a publicarlo. Usted convendrá que yo podía haberlo hecho imprimir incluso sin su consentimiento. El derecho a la publicidad es un derecho de todos, y un derecho conveniente y útil. Creo, príncipe, que es usted lo bastante progresista para osar negarlo...
—No niego nada; pero reconozca que ese artículo...
—¿Quiere usted decir que es duro? Tal vez; pero, en cierto modo, el interés de la sociedad lo exige así, como usted mismo admitirá, sobre todo en un caso flagrante como el presente. Será lamentable para los culpables, sí; pero beneficioso para la sociedad. En cuanto a alguna pequeña inexactitud, a alguna exageración, por decir así, ¿no es cierto que lo importante es el fin, la intención, la iniciativa? En principio se trata de un ejemplo moral, tras el que cabe examinar los casos particulares. Y en cuanto al estilo, se trata de un artículo humorístico y no me negará usted que todo el mundo escribe así. ¡Ja, ja, ja!
—Yo les aseguro, señores —declaró Michkin—, que han seguido ustedes un camino erróneo. Usted ha publicado el artículo en la certeza de que yo no consentiría en dar satisfacción al señor Burdovsky y, fundándose en ello, ha insertado ese ataque para intimidarme y vengarse de mi presunta negativa. Pero, ¿qué sabían ustedes respecto a mis intenciones? Podía ser que yo hubiese decidido atender al señor Burdosky. Y es más: les declaro ahora sin rodeos, en presencia de testigos, que pienso hacerlo así...
—Esas son palabras nobles e inteligentes propias de un hombre inteligente y nobilísimo —proclamó el boxeador.
—¡Dios mío! —se lamentó Lisaveta Prokofievna.
—¡Es intolerable! —rezongó Epanchin.
—Permítanme, señores, permítanme —rogó el príncipe—. Les voy a exponer el asunto. Hace cinco semanas recibí la visita del señor Tchebarov, apoderado del señor Burdovsky. Usted, señor Keller —intercaló Michkin, volviéndose al ex oficial, con una sonrisa— hace en su artículo una descripción muy halagüeña de Tchebarov, pero a mí no me agradó extraordinariamente. Desde el primer momento comprendí que Tchebarov era el alma de todo esto y que, hablando francamente, había abusado de la ingenuidad del señor Burdovsky para promover esta reclamación.
—¡Usted no tiene... derecho! ¡Yo no soy... un ingenuo! —balbució Burdovsky, agitadísimo.
—No tiene usted el derecho de sugerir tales apreciaciones —declaró, con tono de autoridad, el sobrino de Lebediev.
—Lo que dice usted es infinitamente ofensivo —clamó Hipólito—. Se trata de una suposición gratuita, hiriente y fuera de lugar.
—Perdonen, señores —se apresuró a excusarse Michkin—. Les ruego que me dispensen. He creído mejor obrar por ambas partes con entera sinceridad; pero si prefieren que se obre de otro modo... Respondí a Tchebarov que, como no estábamos en San Petersburgo, yo iba a encargar a un amigo que aclarara el asunto, del cual yo enviaría más adelante noticias a usted, señor Burdovsky. No vacilo en decirles, señores, que fue la intervención de Tchebarov en este caso lo que me hizo sospechar que se trataba de un engaño. No se ofendan de mis palabras, señores. ¡No sean tan susceptibles, por amor de Dios! —exclamó el príncipe, viendo que Burdovsky se irritaba de nuevo y que los otros comenzaban a protestar otra vez—. Si les digo que consideraba el asunto como un engaño, nada en ello les afecta personalmente. Yo no conocía a ninguno de ustedes; ignoraba sus nombres, y sólo formé opinión sobre Tchebarov. Hablo en general... ¡Si supiesen la cantidad de engaños de que me han hecho objeto desde que heredé los bienes que poseo!
—Sí; es usted asombrosamente cándido, príncipe —observó, irónico, el sobrino de Lebediev.
—Y, con todo, es príncipe y millonario. Quizá tenga usted, en efecto, un corazón sencillo y bondadoso, pero no puede eximirse a la ley general —dijo Hipólito.
—Es posible, es posible —admitió Michkin—, aunque no sé a qué ley general se refiere usted. Continúo. Pero no se ofendan sin motivo, porque les aseguro que no me propongo afrentarles en modo alguno. Y veo que no puede decirse una sola palabra sincera sin que ustedes se irriten. En primer lugar, quedé muy asombrado cuando Tchebarov me mencionó un hijo de Pavlitchev cuya existencia yo desconocía, así como que se encontrara en situación tan dolorosa. Pavlitchev había sido mi bienhechor y amigo de mi padre... Y a propósito, señor Keller: ¿con qué fundamento imputa usted a mi padre hechos absolutamente indemostrados? Estoy positivamente convencido de que no dilapidó dinero alguno de la compañía ni maltrató a ningún subordinado suyo. ¿Cómo ha podido escribir usted semejante cosa? Y en lo que concierne a Pavlitchev, sus afirmaciones son intolerables. De un hombre tan noble no han vacilado ustedes en hacer un libertino, acusándole de serlo con tanta certeza como si dijesen la verdad, cuando lo cierto es que jamás ha existido en el mundo hombre de conducta más morigerada. Era, además, un verdadero sabio, mantenía correspondencia con diversas celebridades científicas y gastó mucho dinero en bien de la ciencia. En cuanto a su corazón y sus buenas acciones... Bien, en eso ha tenido usted razón escribiendo que yo era entonces casi idiota y que no era capaz de comprender nada (aunque sí entendía y hablaba el ruso); pero ahora comprendo cuanto Pavlitchev hizo por mí y le doy su verdadero valor.