—Cualquiera diría —murmuró el general Epanchin— que se han reunido cincuenta miserables lacayos para escribir ese artículo.
—Permítame preguntarle, señor, el motivo de que se permita formular suposiciones tan injuriosas —dijo Hipólito, temblando de pies a cabeza.
—Eso, eso, eso... Eso, general, debe usted convenir en que es insultante para un hombre de honor —exclamó el boxeador a su vez, retorciéndose el bigote, mientras contraía el dorso y los hombros.
—En primer lugar no soy para usted ni «usted», ni «general», y en segundo no pienso darle explicación alguna —dijo Ivan Fedorovich con vehemencia.
Y, sin añadir palabra, se levantó, dirigióse a la escalera que comunicaba la terraza con la calle y allí permaneció en pie sobre el primer peldaño, de espaldas a los reunidos. Estaba indignado contra su mujer, que ni aun entonces parecía dispuesta a retirarse.
—¡Señores, señores, déjenme hablar! —exclamó el príncipe con anhelosa agitación—. Les ruego que hablemos de modo que podamos entendernos. Prescindo del artículo, señores, y me limito a decirles que es falso del principio al fin, como ustedes saben muy bien. Es una cosa vergonzosa. Les aseguro que me extraña que lo haya escrito uno de ustedes.
—Yo ignoraba hasta ahora la existencia de ese artículo —dijo Hipólito— y no lo apruebo.
—Yo sabía que había sido escrito, pero... no hubiese aconsejado su publicación, por prematura —declaró el sobrino de Lebediev.
—Yo lo sabía, pero... yo tengo el derecho de...- —comenzó el «hijo de Pavlitchev»
—¿Ha sido usted quien ha redactado todo eso? —dijo Michkin, mirando con curiosidad a Burdovsky—. ¡No es posible!
—Se podría discutir el derecho de usted a formular semejantes preguntas —sugirió el sobrino de Lebediev.
—Me sorprende que el señor Burdovsky haya podido... Pero lo que yo quería decir era esto: que me sorprende que, una vez dada por ustedes publicidad al asunto, se molestasen ante la posibilidad de mencionarlo ante mis amigos.
—¡Es el colmo! —exclamó Lisaveta Prokofievna, irritada.
Lebediev, sin poder contenerse más, se adelanté entre las sillas, casi febril:
—Olvida usted, príncipe —dijo—, que, si ha consentido en recibir y atender a esta gente, sólo ha sido en virtud de la bondad de su corazón, que es incomparable. Porque no tienen derecho alguno a exigir nada. Y además había usted confiado el asunto a Gabriel Ardalionovich, lo que ha sido por parte de usted otra inmensa muestra de bondad. Usted olvida también, ilustre príncipe, que estando rodeado de un grupo de amigos muy distinguidos, no tiene derecho a sacrificarlos a estos hombres y que sólo depende de su voluntad ponerlos en la puerta inmediatamente. Como dueño de la casa, yo tendría el mayor placer en...
—¡Muy bien dicho! —apoyó con calor el general Ivolguin.
—Basta, Lebediev, basta... —empezó Michkin, Pero sus palabras quedaron sofocadas bajo un verdadero estallido de indignación.
—No, príncipe, no basta —dijo el sobrino de Lebediev, logrando dominar el tumulto con su voz—. Es preciso exponer el asunto con claridad, porque veo que no lo comprenden así. Ya se hace intervenir aquí la cuestión jurídica, y en nombre de ella se amenaza con ponernos en la puerta. Realmente, ¿nos cree usted tan necios que no conozcamos que nuestra reclamación no posee fundamento jurídico y que desde el punto de vista legal no tenemos derecho a reclamar un rublo? Pero sabemos, en cambio, que si el derecho positivo está contra nosotros, tenemos en cambio a favor el derecho humano, el derecho natural, el derecho del buen sentido y de la conciencia, cuyas prescripciones, aunque no figuren en los mezquinos códigos de los leguleyos, no por eso dejan de obligar a todo hombre sincero y honrado, es decir, a todo hombre de sano juicio. Si hemos venido sin temor de que se nos pusiese en la puerta (con lo que se nos ha amenazado hace un instante) en virtud del carácter imperativo de nuestra reclamación y de la visita a tal hora (aunque no era tal cuando vinimos y lo es a causa de nuestra larga espera en la antesala), si hemos entrado, repito, sin temor, ha sido precisamente porque contábamos encontrar en usted un hombre de buen sentido, esto es, de honor y de conciencia. Es verdad que no nos hemos presentado humildemente, como sus parásitos y aduladores, sino con la cabeza alta, como conviene a hombres independientes, y que no hemos formulado una petición, sino una intimación orgullosa y abierta (porque fíjese en que no solicitamos, sino que exigimos). Nosotros le preguntamos, con toda energía y franqueza: ¿cree usted tener razón en el asunto de Burdovsky? ¿Reconoce usted que Pavlitechv le colmó de beneficios y hasta acaso le salvó de la muerte? Si lo reconoce así, lo que es superfluo preguntar, ¿no encuentra usted ajustado a la equidad indemnizar al desgraciado hijo de Pavlitechv, aun cuando lleve el nombre de Burdovsky? ¿Sí o no? Si es «sí», o, en otras palabras, si usted posee lo que en el lenguaje de ustedes se llama honor y conciencia y nosotros, con más precisión, llamamos, en el nuestro, buen sentido, entonces satisfaga nuestra demanda y asunto terminado. Atiéndanos sin ruegos ni agradecimientos por nuestra parte, y no espere nada de nosotros, porque lo que haga no será por nosotros, sino por la justicia. Si se niega usted a satisfacernos, si dice «no», nos retiraremos y el asunto quedará terminado también. Pero entonces le diremos en la cara, ante todos los presentes, que es usted un hombre de espíritu grosero y de un desenvolvimiento moral ínfimo y le negaremos el derecho de hablar en adelante de su honor y su conciencia, puesto que será un derecho que querrá comprar muy barato. He concluido. La cuestión está planteada. Expúlsenos, si se atreve. Puede hacerlo, porque ello está en su mano. Pero recuerde que exigimos y no imploramos. ¡Exigimos, no imploramos!
Y pronunciadas estas palabras con extraordinaria vehemencia, el sobrino de Lebediev guardó silencio.
—¡Exigimos, exigimos, exigimos y no imploramos! —tartamudeó Burdovsky, rojo como una langosta.
A raíz del discurso del sobrino de Lebediev, se produjo en los reunidos cierta conmoción. Oyéronse murmullos; pero todos, excepto Lebediev, cada vez más excitado, procuraban no inmiscuirse en el asunto. Era de notar que el funcionario, aunque estuviese de parte del príncipe, parecía orgulloso de la elocuencia de su sobrino. Al menos paseó sobre la concurrencia una mirada en que se traslucía cierta vanidosa satisfacción familiar.
—Creo —comenzó Michkin, con un tono moderado—que tiene usted razón, señor Doktorenko, en la mitad de cuanto ha dicho. Incluso consentiría en darle la razón en absoluto, si no olvidase usted cierto aspecto del asunto. Lo que ha olvidado es que no puedo definirle con precisión, pero es cosa indudable que para que su lenguaje sea justo le falta algo. Mas, dejando eso y yendo al grano, ¿quieren decirme, señores, por qué han publicado ese artículo? No contiene una palabra que no sea una calumnia, y además, en mi opinión, con él han cometido ustedes una vileza.
—¡Perdón, pero...!
—¡Señor mío...!