—¡Oh! ¡Esto es demasiado! —protestó Ivan Federovich, en el colmo de la indignación.
—Basta, Kolia —dijo Michkin, con voz implorante.
Se oían exclamaciones por todas partes. Lisaveta Prokofievna, que sólo lograba contenerse a costa de un violento esfuerzo, ordenó:
—¡Que se lea! ¡Que se lea, pase lo que pase! Si se suspende la lectura, príncipe, reñimos tú y yo.
«Pero mientras el joven millonario se encontraba, si vale la expresión, en el Empíreo, sobrevino una circunstancia muy diferente. Un día llegó a su casa un hombre de rostro tranquilo y severo, de aspecto modesto, pero distinguido. Con lenguaje, aunque cortés, digno y justo, el visitante —en quien se evidenciaba, desde luego, un espíritu progresista— expuso el motivo de su presencia: era abogado y venía de parte de un joven cliente que le había confiado cierto asunto. Ese joven era ni más ni menos que el hijo de P., aunque llevase otro nombre. En su juventud, el libertino P. había seducido a una joven pobre y honrada, la cual había recibido una educación a la europea, aunque sólo fuese una sierva en casa de aquél (quien es de suponer que aprovecharía las ventajas de sus derechos señoriales en los viejos días de la servidumbre...) Al notar las inevitables consecuencias de su relación con ella, la casó con un hombre honrado, que amaba hacía tiempo a la muchacha. Dicho hombre era funcionario y trabajaba, además, en el comercio. Al principio, P. ayudó al joven matrimonio, pero pronto cesó tal ayuda, por impedirlo el noble carácter del marido. Gradualmente, el inconsciente hacendado olvidó a la muchacha y al hijo que tuviera con ella y murió sin hacer testamento. El hijo de P., nacido después del casamiento de su madre, halló un padre verdadero en el hombre generoso cuyo nombre ostentaba. Pero, muerto su padre adoptivo, el joven se halló solo para subvenir a sus necesidades y a las de una madre enferma, valetudinaria, inválida de las piernas, que vivía en una provincia lejana. El joven se fue a la capital, y gracias a su honrado trabajo cotidiano se procuró recursos que le permitieron seguir primero los cursos superiores y luego ingresar en la Universidad. Pero ¿de qué sirve dar lecciones en casas de comerciantes rusos, que las pagan a diez kopecs, sobre todo cuando ha de atenderse al sustento de una madre enferma? La muerte de la anciana apenas disminuyó para el joven las dificultades de la vida. Y ahora, una pregunta: si el noble descendiente a que nos referimos fuese un hombre justo, ¿cómo debía razonar? El lector juzgará sin duda que debía decir así: P. me ha colmado de beneficios mientras vivió; gastó decenas de miles de rublos para educarme, procurarme institutrices y mantenerse, en Suiza, en una casa de salud. Y ahora yo poseo millones y el hijo de P., ese joven inocente de las faltas de un padre ligero y olvidadizo, se muere miserablemente de hambre dando lecciones. Cuanto P. hizo por mí, debió, en recta justicia, hacerlo por él. Las sumas enormes que gastó en mi beneficio, no me correspondían en realidad. Sólo me aproveché de ellas por un capricho de la ciega fortuna: pero correspondían al hijo de P. Él debía haberse aprovechado de ellas, no yo, por quien P. se interesó caprichosamente, olvidando sus deberes paternales. Si he de obrar como hombre realmente noble, delicado, justo, debo ceder la mitad de mi herencia al hijo de mi bienhechor. Pero como el dinero, para mí, es antes que todo y como por otra parte sé bien que esa reclamación no es sostenible jurídicamente, no le daré la mitad de mis millones. Mas yo cometería un bajeza demasiado indignante, una infamia en exceso desvergonzada si no entrego ahora, por lo menos, al hijo de P. las decenas de miles de rublos que éste gastó para curarme de mi idiotismo. Esta es una cuestión de conciencia y de estricta justicia. ¿Qué habría sido de mí si P. no se hubiese encargado de mi educación y, en vez de atenderme, hubiera atendido a su hijo?
Pero no, lectores. Nuestros nobles descendientes no son así. El abogado que sólo por amistad con el joven, a su pesar y casi a la fuerza, se había encargado de los intereses del hijo de P., invocó en vano toda clase de consideraciones de justicia, de delicadeza, de honor y no de mero cálculo. El ex pupilo del sanatorio suizo permaneció inflexible. Y aun todo esto no tendría importancia. Lo realmente imperdonable, lo que ninguna enfermedad, por interesante que sea, puede hacer dispensar, es que ese millonario recién salido de las polainas de su médico no pudo comprender siquiera que el noble joven que se mata a trabajar dando lecciones para vivir no le pedía una caridad, ni un socorro, sino que alegaba un derecho justo, aunque no sea legal, además de que, hablando en puridad, no era él, sino sus amigos, quienes hacían tal gestión en su favor. Con la serena insolencia de un rico muy seguro tras sus millones, el noble descendiente sacó majestuosamente de su cartera un billete de cincuenta rublos y lo envió al joven a manera de humillante limosna. ¿Os asombráis, lectores? ¿Rompéis en gritos de indignación, os escandalizáis, os indignáis? No importa: ese hombre ha obrado así. El dinero, por supuesto, le fue devuelto o, más exactamente, tirado a la cara. Y como el asunto no es de la competencia de los tribunales, no queda sino someterlo al juicio de la opinión pública, que es lo que nosotros hacemos, garantizando al lector la exactitud de todos los detalles que relatamos. Uno de nuestros más conocidos escritores humorísticos ha compuesto un delicioso epigrama, que merece ser conocido, no sólo en los ambientes provincianos rusos, sino en los de la capital. Helo aquí al pie de la letra:
«Durante cinco años, Leoncito
anduvo de Schneider con el capote,
viviendo como un niño y con frecuencia
jugando como un niño... o como un zote.
De polainas volvió a Rusia calzado,
y se halló en heredero convertido,
y de este modo el millonario idiota
expoliador de un estudiante ha sido.»
Cuando Kolia terminó la lectura alargó precipitadamente el semanario a Michkin y luego, en silencio, corrió a un rincón y se cubrió el rostro con las manos. Un inexpresable sentimiento de vergüenza se había adueñado de él: su alma infantil, poco habituada todavía a las mezquindades humanas, se sublevaba infinitamente. Parecíale que acababa de suceder algo extraordinario, una catástrofe repentina, y que él mismo era el causante de todo, por el mero hecho de haber leído el artículo en voz alta.
También todos los demás parecían experimentar una impresión análoga.
Las jóvenes se sentían inquietas y avergonzadas. Lisaveta Prokofievna se esforzaba en contener su violenta indignación y, acaso lamentando su intervención en aquello, permanecía callada. A Michkin le sucedía algo muy frecuente en las personas tímidas, y era que la mala conducta ajena le causaba vergüenza propia. Estaba tan humillado por el innoble comportamiento de sus visitantes, que no se atrevía a mirarles siquiera. Ptitzin, Varia, Gania y hasta Lebediev, parecían muy turbados. Y, lo que era más extraño aún, Hipólito y el «hijo de Pavlitechv» se mostraban un tanto sorprendidos. El sobrino de Lebediev exteriorizaba un notorio descontento. Únicamente el boxeador conservaba un perfecta serenidad, retorcíase los bigotes con acompasada mesura y, si bien bajaba la vista, no era por confusión, sino, a lo que parecía, por caballerosa modestia, como hombre que no quiere abusar de su triunfo.