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—Me llamo Antip Burdovsky —dijo precipitadamente «el hijo de Pavlitchev».

—Vladimiro Doktorenko manifestó, con orgullo, como si su apellido fuese un timbre de gloria, el sobrino de Lebediev.

—Keller —murmuró el ex subteniente.

—Hipólito Terentiev —anunció el último con voz insólitamente chillona.

Los recién llegados tomaron asiento en una hilera de sillas frente al príncipe, arrugaron a la vez el entrecejo y cambiaron de mano sus sombreros, como para adquirir mayor soltura. Todos se preparaban a hablar y todos callaban, esperando no se sabía el qué con un aire de reto que parecía significar: «¡A mí no me engañas, amigo!» Era notorio que a la primera palabra proferida por alguno romperían a hablar a la vez y a porfía.

VIII

—No esperaba la visita de ninguno de ustedes, señores —principió Michkin—. Hasta hoy me he encontrado enfermo.— Y dirigiéndose a Burdovsky manifestó—: Hace un mes puse el asunto de usted en manos de Gabriel Ardalionovich Ivolguin, como entonces le comuniqué ya. No me niego, par supuesto, a una explicación personal con usted, pero bien comprenderá que a esta hora... No obstante, le propongo pasar a otra habitación, donde le atenderé, siempre que no me exija mucho tiempo. Estoy en este momento acompañado de amigos y....

—Cierto. Está usted con amigos, y es una hora muy avanzada; pero permítame decirle que podía usted haber sido un poco más amable con nosotros y no hacernos pasar dos horas en la antesala —dijo el sobrino de Lebediev con tono enérgico, mas sin levantar la voz aún.

—¡Eso es! ¡Ya veo que se porta como un príncipe! Pero yo... Y usted... usted es un general... ¡Pero yo no soy criado de ustedes! —vociferó Antip Burdovsky, con extraordinaria agitación

Sus labios temblaban, echaba espumarajos por la boca y se advertía en todo su aspecto la exasperación de un alma desgarrada. Mas hablaba con tal excitación que apenas fue posible comprender dos palabras de su violento ex abrupto.

—¡Sí, se porta como un príncipe! —confirmó Hipólito, con voz chillona.

—Si se hubiese procedido así conmigo... —gruñó el boxeador—. Es decir, si yo, hombre de honor, estuviese en el lugar de Burdovsky, yo...

—Les aseguro, señores, que ignoraba hasta ahora su visita. Sólo me he enterado de ella hace un momento —afirmó el príncipe.

—Sean quienes sean sus amigos, príncipe, no les tememos. ¡Por algo nos asiste la razón!, —declaró el sobrino de Lebediev.

La voz chillona de Hipólito resonó de nuevo:

—Permítame preguntarle con qué derecho somete usted el asunto de Burdovsky al juicio de los amigos de usted. Ese juicio no nos interesa: ¡ya podemos imaginarnos cuál será!

Semejante principio presagiaba una discusión borrascosa. El príncipe, consternado, logró al fin hacerse oír en medio de los clamores de los visitantes.

—Si usted, señor Burdovsky, no desea hablar aquí —dijo—, renuevo mi proposición de pasar a otra estancia. Y respecto a ustedes en general, repito que sólo he conocido su presencia hace un momento.

—¡Pero usted no tiene derecho, usted no tiene derecho, usted no tiene derecho! ¡Y sus amigos...! ¡Eso es! —vociferó Burdovsky, examinando a todos con aire de desafío y excitándose más cuanto menos seguro se sentía—. ¡No tiene usted derecho!

Se interrumpió bruscamente, e inclinándose mucho hacia adelante fijó en el príncipe la mirada de sus ojos miopes, estriados de rojo. Michkin, asombrado, guardó silencio y miró a Burdovsky abriendo mucho los ojos también.

Lisaveta Prokofievna intervino de improviso.

—Lee esto ahora mismo, León Nicolaievich —dijo—. Se refiere al asunto.

Y con brusco ademán le ofreció un semanario satírico, señalándole un artículo con el dedo. En el momento de entrar los visitantes, Lebediev, obstinado en captarse la simpatía de la generala, se había dirigido vivamente hacia ella y sacado en silencio la publicación del bolsillo de su levita, poniéndola bajo los ojos de Lisaveta Prokofievna e indicándole una columna rodeada con un trozo de lápiz. Lo que la generala había tenido tiempo de leer bastó para trastornarla.

—En vez de leer ahora y en alta voz, ¿no sería preferible... que lo leyese más tarde y a solas? —balbució Michkin, muy conturbado.

Lisaveta Prokofievna arrancó el semanario de manos del príncipe y lo tendió a Kolia, gritándole:

—¡Ea, lee tú... y lee en voz alta, en voz alta! ¡En voz alta, para que se enteren todos!

Lisaveta Prokofievna, mujer impulsiva, tenía a veces la costumbre de levar todas las anclas y hacerse a la mar sin pensar en posibles temporales. Ivan Federovich se estremeció, inquieto. Los demás no sintieron de momento sino curiosidad y extrañeza. Kolia desplegó el semanario e inició en voz alta la lectura del artículo siguiente, que Lebediev se apresuró a señalarle:

«PROLETARIOS Y ARISTÓCRATAS. —UN EPISODIO DE LOS ROBOS DE CADA DÍA Y DE TODOS LOS DÍAS. —¡PROGRESO! ¡REFORMA! ¡JUSTICIA!

Pasan en verdad cosas harto raras en esta nuestra sedienta Santa Rusia, en esta época de reformas y de grandes compañías, en este siglo de patriotismo en el que todos los años emigran al extranjero cientos de millones, en el que se estimula la industria y los brazos laboriosos están paralizados, etc. Como no terminaríamos nunca la enumeración, vayamos al grano, señores. Acaba de producirse un curioso episodio con uno de los descendientes de nuestra agonizante aristocracia. (¡De profundis!). Los abuelos de esos nobles descendientes se arruinaron en la ruleta, los padres tuvieron que servir como tenientes o alféreces y a más de uno se le ha visto morir la víspera de que se descubriesen ciertas inocentes ligerezas en el manejo de los caudales públicos. En cuanto a los hijos, unos nacen idiotas, como el protagonista de nuestro relato, otros van a dar a los banquillos de los tribunales, donde son absueltos por el jurado con la esperanza de que se corrijan, y otros terminan mezclados en uno de esos asuntos escandalosos que son la afrenta de nuestro tiempo. Hace seis meses, es decir, el invierno pasado, nuestro aristócrata vástago volvió, a Rusia calzando polainas como un extranjero y tiritando de frío bajo un capote lo peor forrado que cupiera figurarse. Llegaba de Suiza, donde había seguido con fortuna un tratamiento contra el idiotismo (sic). La suerte le favoreció, puesto que, aparte su interesante enfermedad, de la que curó en Suiza (ojo, lectores: ¿qué les parece? ¡Curar el idiotismo!), su caso demuestra la verdad del proverbio ruso: «Sólo los tontos tienen suerte». Y si no, que juzgue el lector: nuestro gran señor era niño de pecho cuando perdió a su padre, el cual murió precisamente poco antes de ser sometido a consejo de guerra por haberse jugado todo el dinero de la compañía en que servía como oficial, aparte de por haber hecho azotar despiadadamente a uno de sus subordinados (oh, los antiguos tiempos, señores!). El huérfano fue educado gracias a la generosidad de un rico hacendado ruso. Este personaje, a quien llamaremos P., poseía en los buenos tiempos pasados cuatro mil almas... (¡poseer cuatro mil almas! ¿Comprenden ustedes, señores, esa expresión? Yo no. Es preciso buscar el significado en un diccionario: «la cosa es nueva, sí, pero increíble»). Parece que el tal hacendado era uno de esos holgazanes, de esos parásitos rusos que pasan en el extranjero su existencia ociosa, permaneciendo el verano en los balnearios y en invierno en París, en beneficio de los empresarios de bailes públicos... Puede afirmarse que el gerente del «Châteaux des Fleurs» se ha embolsado (¡oh, hombre feliz!) la tercera parte al menos del dinero que produjeron los siervos rusos a sus propietarios en la época de la esclavitud. Como quiera que fuere, el mencionado P. educó principescamente al huérfano, proporcionándole ayos e institutrices (bonitas sin duda) que hizo venir adrede de París. Pero el aristocrático niño, último vástago de su noble raza, era idiota. Las institutrices reclutadas en el «Château des Fleurs» fracasaron estruendosamente y su discípulo alcanzó la edad de veinte años sin haber aprendido ningún idioma, ni siquiera el ruso. Claro que la ignorancia de este último idioma era lo de menos 10. Al fin una idea feliz acudió a la mente de P., el rico propietario de siervos rusos: enviar al idiota a Suiza para que aprendiera a ser inteligente. La idea no podía ser más lógica: un rico ocioso es natural que suponga que todo pueda comprarse con dinero, incluso la inteligencia... y sobre todo en Suiza. El tratamiento, a cargo de un célebre doctor helvético, duró cinco años y costó decenas de miles de rublos. Sobra decir que el idiota no se convirtió en inteligente, pero pudo adquirir la apariencia —aproximada, claro está— de un hombre. Entre tanto, P. murió de repente. Como ocurre con frecuencia, no había hecho testamento y dejó sus asuntos en pleno desorden. Entonces surgió un montón de ávidos herederos que ni siquiera pensaban en últimos vástagos de nobles razas tratados en Suiza a expensas del difunto, a fin de curar su idiotismo hereditario. El vástago, aunque idiota, supo engañar al doctor y éste le trató en Suiza durante dos años más sin cobro alguno, ignorando la muerte de P., que el idiota logró ocultarle. Pero el médico, que era a su vez un viejo pícaro, preocupado al no recibir dinero y asustado, en especial, del buen apetito de su paciente, le calzó unas polainas viejas, le regaló un capote inservible y le envió «nach Russland» en un coche de tercera clase. Cabía creer que la suerte había vuelto la espalda a nuestro héroe. Pero no: la fortuna, que hace perecer de hambre a pueblos enteros, prodigó todas sus dones al joven aristócrata, semejante a la nube de Krilov, que, pasando sin descargar sobre campos sedientos, va a verterse, inútil, en el océano... Casi a la vez que el idiota llegaba a San Petersburgo, moría en Moscú un pariente de su madre —la cual, advirtámoslo, procedía de una familia burguesa—. El nuevo difunto era un viejo comerciante barbudo, un antiguo creyente, soltero y sin hijos, que dejaba varios millones en buen dinero constante, todos los cuales pasaron a nuestro noble, a nuestro caballero de las polainas que venía de ser tratado como idiota en un sanatorio de Suiza. ¡Cambio completo de decoración! En torno a nuestro polainístico aristócrata —quien empezó por enamorarse de una beldad fácil—, se congregó en seguida multitud de amigos. Aparecieron inesperados parientes; infinitas jóvenes distinguidísimas ardieron en deseos de unirse a él mediante legítimo matrimonio... ¿Cabe, en efecto, imaginar partido de más ventaja? ¡Aristócrata, millonario, idiota: todo lo tiene! No se encontraría otro semejante ni buscándolo con la linterna de Diógenes; no se le conseguiría ni de encargo....»

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