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—Con el mayor placer... y respeto —contestó Lebediev, haciendo extraordinarias muecas, hijas de la satisfacción que experimentaba.

Y tomó los volúmenes de manos de su hija.

—Llévalos con respeto o sin él, con tal de que no pierdas ninguno en el camino —repuso Lisaveta Prokofievna—; pero con una condición: que no cruces el umbral de mi puerta, porque hoy no me propongo recibirte. En cambio, puedes mandar cuando te parezca a tu hija Vera. Esta muchacha me agrada mucho.

—¿Por qué no hablar al príncipe de esos hombres que le esperan? —dijo Vera, con impaciencia, dirigiéndose a su padre—. Si no se les anuncia, entrarán de todos modos. Ya empiezan a alborotar. León Nicolaievich —agregó, hablando a Michkin que ya había cogido su sombrero—, hay ahí cuatro hombres que desean verle desde hace rato. Papá no quiere recibirles y no hacen más que renegar.

—¿Quiénes son? —inquirió Michkin.

—Dicen que vienen a hablarle de negocios; pero si no se les deja pasar son capaces de pararle en plena calle. Vale más que los reciba, León Nicolaievich. Así quedará tranquilo después. Grabiel Ardalionovich y Ptitzin están tratando de hacerles entrar en razón, pero inútilmente, pues ellos no quieren hacerles caso.

—¡Es el hijo de Pavlitchev, el hijo de Pavlitchev! ¡Pero no vale la pena de preocuparse, no vale la pena...! —dijo Lebediev, agitando las manos—. No hay por qué hacerles caso. Sería molesto para usted, ilustrísimo príncipe; le desagradaría. ¡Eso es! No merecen que se les escuche.

—¡Dios mío! —exclamó Michkin, muy turbado—; ¡El hijo de Pavlitchev! Ya, ya... Pero yo había encargado de ese asunto a Gabriel Ardalionovich. Y acaba de decirme...

Gania salía de la casa en aquel momento y se presentó en la terraza, seguido por Ptitzin. De la habitación contigua llegaba ruido de voces, entre las que destacaba la sonora del general Ivolguin, quien parecía empeñado en gritar más que los otros.

—Esto es muy interesante —comentó Radomsky. «Veo que está enterado del asunto», pensó Michkin.

—¿El hijo de Pavlitchev? ¿Y quién es el hijo de Pavlitchev? —preguntó el general Epanchin, sorprendido.

Y mirando con curiosidad a los presentes, notó con extrañeza que era el único en ignorar aquella nueva complicación.

Todos los semblantes reflejaban la expectación; todos los ánimos estaban en suspenso. Michkin no acertaba a comprender cómo un asunto tan personal podía haber despertado ya un interés tan general y vivo.

Aglaya se acercó a él con gravedad.

—Convendría —dijo— que cortase usted, en persona y de modo definitivo, este asunto; pero permítanos asistir a ello. Se le quiere humillar, príncipe. Es preciso que su justificación constituya un triunfo, que yo celebro de antemano.

—Yo quiero también que se haga justicia y se desenmascare esa desvergonzada pretensión —dijo la generala—. Vamos, príncipe, vapuléalos como se merecen: no tengas piedad con ellos. Ya me suenan los oídos de tanto oír mencionar ese asunto y tengo quemada la sangre de pensar en él. Será cosa curiosa verlos. Hazlos pasar; nosotros nos quedaremos. Aglaya ha tenido una buena idea. ¿Ha oído usted hablar de esto, príncipe? —preguntó, dirigiéndose a Ch.

—He oído hablar en casa de usted —repuso Ch—. Y tengo deseos de ver a esos buenos mozos.

—Son nihilistas, ¿verdad?

Lebediev, adelantándose, bastante impresionado también al parecer, explicó:

—No son nihilistas. Forman otro grupo, un grupo particular que, según mi sobrino, es aún más avanzado que el nihilista. Se engaña usted, Excelencia, si cree que su presencia les intimidará. No se dejan intimidar por nada. Entre los nihilistas se encuentran hombres cultos e incluso sabios; pero éstos van más lejos en el sentido de que son hombres de acción. A decir verdad, su grupo es una derivación del nihilismo, pero apenas se le conoce sino indirectamente, porque, para expresarlo de algún modo, no manifiestan sus ideas a través de la Prensa. Van derechos al bulto. Para ellos, por ejemplo, no se trata de demostrar que Puchkin es un imbécil o que hay que dividir Rusia en pedazos, no; pero opinan que si sienten vivo deseo de alguna cosa, no tienen por qué retroceder ante nada y les asisten todos los derechos. Incluso el de saltar por encima de seis u ocho personas que... En todo caso, querido príncipe, no le aconsejo...

Pero Michkin se había levantado ya para abrir la puerta a los visitantes. —Vamos, Lebediev, no los calumnie —dijo, sonriendo—. Ya veo que la conducta de su sobrino le ha impresionado mucho... No le crea usted, Lisaveta Prokofievna. Les garantizo que gentes como Gorsky o como Danilov no son más que excepciones y que no están otra cosa que... equivocados... No obstante, no me parece oportuno tratar con esa gente ante ustedes. Perdóneme, Lisaveta Prokofievna, pero... En fin, les haré entrar, para que los vean, y luego saldré con ellos. Hagan el favor de acercarse, señores.

En su interior había otra idea que le inquietaba, atormentándole cruelmente: ¿no sería todo aquello un golpe de efecto preparado por alguien? ¿No se habría dado a aquellos individuos la consigna de presentarse en un momento en que Michkin estuviese rodeado de visitas, con la esperanza de que la explicación condujese a su humillación y no al triunfo que dijera Aglaya? Pero el príncipe se reprochó en seguida con amargura su «perversa y monstruosa desconfianza». De haber podido leer alguien en su mente aquel pensamiento, se habría muerto de vergüenza. Y cuando pasaron los nuevos visitantes, Michkin se sentía dispuesto a admitir que él personalmente valía menos que cualquier otra de las personas reunidas en torno suyo.

Entraron cuatro individuos seguidos por el general Ivolguin, quien llegaba muy agitado y hablando con irritación. «El general está de mi parte, sin duda», se dijo Michkin, sonriendo. Kolia se había mezclado al grupo y hablaba con calor a su amigo Hipólito, que era uno de los intrusos y escuchaba a Kolia con la cara contraída en una mueca.

El príncipe ofreció asiento a aquellos señores. Todos eran muy jóvenes, y su extrema juventud comunicaba a la gestión que allí les llevaba un carácter más insolente todavía. Ivan Fedorovich Epanchin, ignorante de todo, se indignó al ver semejantes mozalbetes y a buen seguro hubiera protestado de un modo u otro, de no observar el apasionamiento, desconcertante para él, con que su esposa se interesaba en los asuntos de Michkin. Quedó, pues, presente, en parte por curiosidad y en parte por el deseo altruista de ayudar al príncipe en caso necesario, pensando que, de ser preciso, podía imponer su autoridad a los jovenzuelos. Pero el saludo que en aquel momento le dirigió el general Ivolguin le irritó vivamente y resolvió mantener un silencio absoluto.

Entre los jóvenes figuraba un hombre de unos treinta años, el subteniente retirado que daba lecciones de boxeo y que cuando se incorporó a la banda de Rogochin, en ocasión de apelar a la caridad pública, afirmaba tener la costumbre de regalar, en sus buenos tiempos, quince rublos a cada mendigo que le pedía limosna. Veíase en seguida que se había incorporado a los otros para prestarles su auxilio moral y, de ser menester, material. El que figuraba como «hijo de Pavlitchev», si bien se presentó con el nombre de Antip Burdovsky, era un joven de veintidós años, delgado, rubio y bastante alto, que parecía el más sobresaliente de sus compañeros. Vestía pobremente y con desaliño. Las mangas de su levita brillaban como un espejo; su grasiento chaleco iba abotonado hasta el cuello, sin dejar ver indicio alguno de camisa; una bufanda de seda negra, increíblemente sucia y anudada como un cordel, rodeaba su garganta. Tenía las manos sin lavar, y su rostro, cubierto de granos, expresaba lo que cabría definir como un sentimiento de ingenua insolencia. En aquel semblante no se apreciaba la menor huella de ironía, ni la más ligera reflexión, ni ninguna otra cosa salvo la inquebrantable convicción de su propio derecho, unido a una extraña necesidad de creerse y sentirse siempre ofendido. Hablaba con agitación, y articulaba las palabras con dificultad y precipitadamente, al punto de que podía parecer tartamudo o bien extranjero, pese a que la sangre que circulaba por sus venas era de indiscutible pureza rusa. Le acompañaban el sobrino de Lebediev, ya conocido del lector, e Hipólito Terentiev. Este último no tenía más de diecisiete o dieciocho años. Su inteligente fisonomía testimoniaba una viva inquietud y una continua agitación. Su delgadez esquelética, su palidez casi lívida, el brillo de sus ojos, las manchas rojas de sus mejillas, todo revelaba en él, en cuanto se le veía, una víctima de la tuberculosis, ya en último grado. A cada palabra y a cada soplo de aire que salía de su pecho seguía un acceso de tos. No parecía posible que pudiera quedarle más de dos o tres semanas de vida a lo sumo. Iba muy fatigado y, mientras sus compañeros, hacían algunos cumplidos, él se dejó caer sin demora en una silla. Todos estaban algo turbados y, en su temor de exteriorizarlo, lo procuraban ocultar bajo un aspecto intimidativo, tan afectado, que concordaba muy mal con su pretensión de ser hombres que despreciaban por sistema todos los prejuicios y convencionalismos sociales, negándose a admitir lo que no fuera puro interés personal.

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