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—¡Qué hermoso es! —exclamó la generala, con admiración, cuando su hija concluyó de recitar—. ¿Quién ha escrito ese poema?

—Puchkin, maman. ¡No nos pongas en evidencia! —dijo Adelaida.

—Lo único raro es que yo no sea más necia aún de lo que soy, teniendo las hijas que tengo —repuso la generala, con acritud Cuando volvamos a casa, dadme el libro en que están esos versos.

—Creo que no tenemos ningún libro de Puchkin en casa.

—Sí: hay dos tomos en muy mal estado, que andan por allí desde tiempo inmemorial —dijo Alejandra.

—Enviad a comprar la obra a San Petersburgo. Que vayan Fedor o Alejo en el primer tren. Mejor Alejo. Ven aquí, Aglaya; abrázame. Has declamado muy bien la poesía. Pero si la recitaste sinceramente —agregó en voz muy baja—, lo siento por ti. Y si se trató de una broma, no puedo aprobar tus sentimientos. En un caso u otro, no has hecho bien. ¿Comprendes? Ea, vete. Podría decirte mucho más, pero no acabaríamos nunca.

Entre tanto Michkin cambiaba los usuales cumplimientos con Radomsky, a quien Ivan Fedorovich acababa de presentarle.

—Le he recogido de camino, ¿sabe? —decía el general—. Llegaba en aquel momento, y cuando ha sabido que yo venía aquí, donde estaba reunida toda mi familia...

—Y también donde estaba usted —interrumpió Eugenio Pavlovich, dirigiéndose a Michkin—. Siendo así que deseaba conocerle hace tiempo, y deseaba igualmente su amistad, no he querido perder el tiempo, y... ¿Ha estado usted enfermo? Ahora mismo acabo de enterarme...

—Me encuentro muy bien y celebro conocerle —repuso Michkin, tendiendo la mano al visitante—. He oído hablar mucho de usted, y el príncipe Ch. y yo hemos charlado mucho a su propósito.

Tras el cambio de las usuales cortesías, los dos hombres se apretaron la mano, a la vez que cada uno fijaba en el rostro del otro una mirada tan rápida como penetrante. La conversación se hizo general. Michkin, cuya curiosidad estaba muy agudizada, se fijaba en todo y acaso imaginase ver cosas que no existieran realmente. Notó que el traje civil de Radomsky causaba a toda la reunión un asombro extraordinario, hasta el punto de hacer olvidar de momento todo lo demás. Dijérase que aquel cambio de atavío constituía un hecho de excepcional importancia. Adelaida y Alejandra miraban con estupefacción a Radomsky. El príncipe Ch., pariente del joven, parecía muy inquieto. Ivan Fedorovich hablaba con cierta agitación. Sólo Aglaya permaneció impasible, limitándose a mirar por un instante a Eugenio Pavlovich con la mera curiosidad de ver si vestía de uniforme o no. Luego volvió la cabeza y dejó de dedicarle atención. Lisaveta Prokofievna se abstuvo de toda pregunta, aunque no dejase de sentir cierta inquietud. El príncipe creyó notar que Eugenio Pavlovich no gozaba de las simpatías de la generala.

—Me ha dejado sorprendido, trastornado... —decía Ivan Fedorovich en contestación a todas las preguntas acerca de Radomsky—. Cuando le encontré en San Petersburgo no quise creerlo. ¿Por qué ha hecho eso tan de repente? Eso es lo extraño. Eugenio Pavlovich ha sido siempre el primero en decir que en estos casos no hay por qué obrar atropelladamente...

Radomsky recordó a los reunidos que hacía tiempo que albergaba la intención de pedir el retiro. Era verdad; pero como siempre que lo decía parecía hablar en broma, no le creían nunca y ahora la decisión les parecía mucho más seria. Por otra parte, Radomsky hablaba siempre de las cosas más graves con un aire tan burlón, que nunca se sabía a qué atenerse con él, sobre todo si se empeñaba en conseguir aquel efecto.

—Renuncio al servicio provisionalmente; a lo más por unos meses —dijo, riendo.

—Pero, que yo sepa, no tenía usted necesidad alguna de retirarse —repuso el general, con animación.

—¿Y la necesidad de visitar mis propiedades? Usted mismo me lo aconsejó. Además, quiero irme al extranjero...

La conversación tomó pronto otro rumbo, sin que por ello se calmase la agitación general. El príncipe, observador atento de cuanto pasaba en torno suyo, encontraba muy extraña la emoción producida por una circunstancia tan insignificante. «Debe de encerrarse algo más en el fondo de todo esto», se decía.

—¿De modo —preguntó Radomsky, acercándose a Aglaya— que aún continúa de moda el hidalgo pobre?

Con gran extrañeza de Michkin, la joven miró a Radornsky afectando profunda sorpresa, como dándole a entender que no tenía por qué tratar con él del «hidalgo pobre», y que ni siquiera le constaba a qué se refería.

Kolia afirmaba a Lisaveta Prokofievna:

—Le digo y le diré tres mil veces seguidas que no es momento de enviar a San Petersburgo a buscar un torno de Puchkin. ¡Es muy tarde!

Radomsky, que ya se había separado de Aglaya, ratificó la opinión del escolar.

—Sí. Es muy tarde. Incluso creo que deben de estar cerradas las tiendas en San Petersburgo. Son más de las ocho —dijo después de mirar su reloj.

—Puesto que se ha esperado hasta ahora, bien se puede esperar hasta mañana —apoyó Adelaida.

—Y además —dijo Kolia— es incorrecto que las gentes distinguidas se interesen tanto por la Literatura. Pregunten a Eugenio Pavlovich si no es mucho más elegante poseer un charabán amarillo con ruedas rojas.

—¡Otra vez una cita de cosas leídas, Kolia! —le reprochó Adelaida.

—Nunca habla sino a base de citas de frases que lee en las revistas —declaró Radomsky—. Hace tiempo que tengo el gusto de disfrutar de la conversación de Nicolás Ardalionovich, y lo sé. Sin embargo, esta vez no repite lo que ha leído, sino que alude a mi coche amarillo con ruedas encarnadas. Sólo que ya no tiene razón en lo que dice, porque he cambiado de coche.

Michkin escuchaba lo que Radomsky decía pareciéndole que el joven era correcto, amable y sencillo. A la broma de Kolia había respondido de modo amistoso y como de igual a igual, detalle que agradó al príncipe más que nada.

—¿Qué es eso? —preguntó la generala a Vera, que, en pie ante ella a la sazón, le ofrecía varios volúmenes, todos de gran tamaño, bien encuadernados y casi nuevos.

—Las obras de Puchkin —dijo Vera—. Mi padre me ha mandado que se las traiga.

—¿Cómo? ¿Es posible? —exclamó, sorprendida, Lisaveta Prokofievna.

—No se los regalo, no —dijo precipitadamente Lebediev, apareciendo—. No me atrevo a tomarme tal libertad. Se los cedo por su justo precio. Es nuestro Puchkin, la colección de nuestra familia, de la edición de Annenkov, que no se encuentra hoy en sitio alguno. Se la doy por lo que vale. Propongo respetuosamente a Vuecencia que me la compre para extinguir la noble sed literaria que la devora.

—¡Ah! ¿Quieres venderlo? Está bien: gracias. No perderás nada; no temas. Pero no hagas extravagancias, padrecito. He oído hablar de ti; dicen que eres muy inteligente. Quiero hablar contigo alguna vez. ¿Por qué no me llevas tú mismo esos libros?

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