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Aglaya dejó de hablar. Era difícil saber, mirándola, si había hablado en serio o en broma.

—Bueno, pues ese tipo es un imbécil, y lo mismo digo de sus altas proezas —manifestó la generala—. Y en cuanto a ti, hija mía, te has pasado un buen rato diciendo necedades: ¡nos has dado toda una lección de ellas! Creo que el papel no te va... En todo caso, es incorrecto. ¿Y esos versos? A ver: recítalos. ¡Supongo que los debes de saber! Y yo quiero conocerlos. Nunca he tolerado la poesía, sin duda por un presentimiento; ésta es la verdad... Ten paciencia, príncipe. ¡Por Dios te lo ruego! Es lo único que tú y yo podemos hacer... —añadió, dirigiéndose a Michkin.

Estaba evidentemente muy incomodada.

El príncipe quiso hablar, pero su confusión no le permitió articular palabra. Aglaya, que se había permitido tantas licencias en su «lección», conservaba su seguridad y parecía hasta satisfecha. Dijérase que se hallaba pronta a recitar los versos en cuestión y que sólo esperaba que se la invitase. Siempre seria y grave, se levantó en el acto, colocándose en medio de la terraza, ante el sillón del príncipe. Todos la miraban con sorpresa, y la mayoría —su madre, sus hermanas, el príncipe Ch— veían con desagrado aquella nueva chiquillada, que rezaba desagradablemente la incorrección. Era, sin embargo, notorio que Aglaya encontraba vivo placer en todos aquellos preparativos que habían precedido a la recitación del poema. Lisaveta Prokofievna estuvo a punto de mandarle autoritariamente que se sentara. Pero en el preciso momento en que la joven comenzaba a declamar la célebre poesía, aparecieron en la terraza dos hombres que hablaban en alta voz. Eran Ivan Fedorovich Epanchin y un joven. Su presencia produjo cierta conmoción en los reunidos.

VII

El joven que acompañaba al general aparentaba unos veintiocho años. Era alto y bien formado, con el rostro hermoso e inteligente, y tenía grandes ojos negros que brillaban con malicia y jovialidad. Aglaya, sin volver siquiera la cabeza, prosiguió recitando los versos, fingiendo no mirar sino a Michkin y no declamar más que para él. El príncipe comprendía que la joven hacía todo aquello con alguna finalidad, y advertía que su situación personal era muy molesta. Pero la llegada de los visitantes le permitió modificarla un tanto. Al verles, se levantó, hizo un amable saludo al general y le indicó con un signo que no turbase el recitado. Luego se situó detrás de su sillón, acodándose en el respaldo, lo que le sirvió para escuchar los versos de un modo más cómodo y menos absurdo. Lisaveta Prokofievna, con un ademán imperioso, invitó por dos veces a los visitantes a que se detuvieran.

Michkin miró con particular interés al compañero del general. Preguntábase si aquel joven sería Eugenio Pavlovich Radomsky, del que había oído hablar mucho y en quien pensara más de una vez. Sólo existía un detalle que desconcertaba a Michkin. Había oído decir que Eugenio Pavlovich era militar y el recién llegado vestía traje civil. Mientras duró la declamación, una sonrisa burlona vagó por los labios del joven como si también él hubiese tenido noticias del hidalgo de marras.

«Acaso haya inventado él esto», pensó Michkin.

Pero el caso de Aglaya era diferente. Ponía en sus palabras tal vehemencia, parecía tan profundamente imbuida del espíritu y significado del poema, que hacía olvidar la afectada pomposidad con que comenzó. Pronunciaba cada verso con sincera convicción y acabó cautivando la atención general. Acaso todo fuese efecto de la sincera impresión que causaban en la joven los versos que había resuelto recitar. Sus ojos lanzaban fulgores. Por dos veces recorrió su hermoso rostro un ligero estremecimiento de entusiasmo. El poema decía así:

Había un hidalgo pobre,

sencillo, franco y veraz,

de rostro pálido y triste,

de alma sincera y audaz.

Una radiante visión

que nadie podría pintar

se supo en su corazón

profundamente grabar.

Ardiendo en fuego interior

no miró a mujeres más,

y prometió hasta su muerte

a mujer ninguna hablar.

Siempre ostentaba un rosario

de la gorguera en lugar;

de su yelmo la visera

no alzó ante nadie jamás.

Las letras N. F. B.

quiso en su escudo trazar

con sangre, a su puro amor

y a un dulce sueño leal.

Y cuando en la Palestina

pronunciaba, al pelear,

cada paladín el nombre

de su adorada beldad,

Lumen coeli, sancta Rosa

solía el hidalgo clamar

y el fuego de su amenaza

aterraba al musulmán.

Vuelto a su antiguo castillo,

cual a un retiro claustral,

silencioso, triste y loco

expiró en su soledad...

Más tarde, recordando aquellos momentos, Michkin se atormentó formulándose una pregunta, insoluble para él: ¿Cómo podía unirse un sentimiento tan bello y verdadero a una burla tan maligna y patente? Porque Michkin no dudaba de que se trataba de una burla, y tenía buenas razones sobre las que fundar su convicción. Aglaya, al recitar los versos, había substituido las letras A. M. D. por N. F. B. El príncipe estaba seguro de haberlas entendido perfectamente, y más adelante pudo comprobarlo así. En todo caso, la burla —porque sin duda lo era, y no poco cruel— se agravaba por la premeditación con que se había preparado. Hacía un mes que todos hablaban del «hidalgo pobre», riéndose de él. No obstante, en vez de subrayar las letras irónicamente, en lugar de hacer que resaltasen ante todos, Aglaya las pronunció con gravedad imperturbable, con una sencillez tan cándida e inocente corno si realmente fueran las que se contenían en el texto. El príncipe sintió una punzada en el corazón. Lisaveta Prokofievna, naturalmente, no notó la variante introducida en el poema. Ivan Fedorovich no reparó sino en que se estaban declamando unos versos. De los demás oyentes, hubo muchos que comprendieron la alusión y se sorprendieron de su atrevimiento y de la insinuación que encerraba. Michkin notó que Eugenio Pavlovich, por el contrario, había comprendido y deseaba hacer ver que había comprendido. Su sonrisa, francamente burlona, no podía tener otro significado.

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