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—No, no hay hombre más inteligente en el mundo —confirmó apresuradamente Lebediev.

—Pero esas dos opiniones no tienen importancia, príncipe, porque Kolia le quiere y mi tío le adula. En cambio, yo no me propongo lisonjearle, tenga la certeza de ello. Pero usted no carece de buen sentido. Sea, pues, árbitro entre mi tío y yo ¿Quieres que elijamos al príncipe por juez? —preguntó dirigiéndose a su tío—. Me alegro mucho, príncipe, de que la casualidad le haya traído aquí

—Acepto —dijo resueltamente Lebediev, lanzando una mirada maquinal al auditorio, que volvía a agruparse en torno suyo.

—¿Qué les pasa? —preguntó Michkin, arrugando ligeramente el entrecejo.

Sentía dolor de cabeza y a la vez, de momento en momento, dudaba menos de que Lebediev, temeroso de una explicación con él, quería dilatarla.

—El asunto es éste: yo soy su sobrino y en eso sentido mi tío ha dicho la verdad, aunque suele mentir en todo. No he terminado aún mis estudios universitarios, pero los terminaré, porque así me lo propongo y yo tengo mucho carácter. Entre tanto, para subsistir, voy a desempeñar un empleo de veinticinco rublos en una empresa ferroviaria. Reconozco, aparte de todo, que mi tío me ha ayudado dos o tres veces. El caso es que yo poseía ahora veinte rublos y los he perdido jugando. ¿Creerá, príncipe, que he sido lo bastante ruin y bajo para jugarme ese dinero?

—¡El que te los ganó es un fullero, un fullero al que no debías haber pagado! —clamó Lebediev.

—Es un fullero, pero mi deber era pagarle —contestó el joven—. Puedo atestiguar que lo es. Se trata, príncipe, de un subteniente expulsado del ejército, que da lecciones de boxeo. Últimamente pertenecía al grupo de Rogochin. Todas esas gentes andan tiradas desde que Rogochin las licenció. Pero lo peor de todo es que, constándome que se trataba de un fullero, de un bribón, de un truhán, no por ello dejé de jugar con él al palki hasta perder mi último rublo. Mientras lo arriesgaba, yo me decía: «Si pierdo, iré a ver a mi tío Lebediev, le haré muchas zalemas y él me ayudará.» Y es eso lo que, más que nada, constituye una bajeza, una verdadera bajeza, una vileza consciente.

—Es, en efecto, una vileza consciente —afirmó Lebediev.

—Espera un poco antes de considerarte triunfante —repuso con violencia su sobrino, cuya susceptibilidad habían despertado aquellas palabras—. ¡No te entusiasmes! He venido a visitar a mi tío, príncipe, y le he confesado todo, obrando noblemente, sin disculpar mi conducta, antes bien, calificándola en los términos más severos, como todos los presentes pueden testimoniar. Para ocupar el empleo de que he hablado antes, necesito equiparme un poco, porque ahora ando hecho un harapiento. ¡Mire qué botas! Me es imposible presentarme en la oficina con este atavío, y el caso es que si en el término fijado no acudo, el empleo será adjudicado a otro, y ¿cuándo volveré a encontrar ocasión semejante? He pedido, pues, a mi tío quince rublos en total, comprometiéndome a no apelar más a su ayuda y obligándome a restituirle en un plazo de tres meses el importe íntegro de la deuda. Cumpliré mi palabra. Sé vivir sólo con pan y kvassdurante meses enteros, porque soy hombre de carácter. Mi sueldo de tres meses asciende a setenta y cinco rublos, y el dinero que le pido, unido a otros préstamos anteriores, sumará treinta y cinco rublos. Tendré, pues, lo suficiente para pagarle. Y, además, ¡el diablo me lleve!, que me cobre los intereses que quiera. ¿Acaso no me conoce? Pregúntele, príncipe, si no le he devuelto el dinero que me ha prestado otras veces. ¿Por qué, pues, se niega ahora? Porque dice que he pagado al subteniente: no alega otra razón. Ahí tiene usted lo que es mi tío: un verdadero perro del hortelano.

—¡Y este hombre no quiere irse! —vociferó Lebediev—. ¡Se ha instalado ahí resuelto a quedarse!

—Ya te he dicho que no me iré antes de conseguir lo que te pido. ¿Por qué sonríe usted, príncipe? ¿Me desaprueba usted?

—No sonrío, pero encuentro que no tiene usted razón del todo —dijo Michkin con desagrado.

—Hable francamente y diga sin rodeos que no tengo razón. ¿A qué viene ese «no del todo»?

—Si lo prefiere, le diré que no tiene usted razón en absoluto.

—¡Si, lo prefiero! ¡Pero esto sí que es divertido! ¿Cree usted que no conozco la evidente incorrección de mi proceder? Bien sé que el dinero de mi tío es suyo y que mi actitud constituye una coacción. Pero usted, príncipe..., usted no conoce la vida. A hombres como mi tío, si no se les da una lección no comprenden nudo. Es preciso enseñarles. Mis intenciones son perfectamente honorables. En conciencia, no voy a hacerle perder ni un kopec, puesto que le devolveré el capital con los intereses. Además, le he procurado una satisfacción moral, ya que me he humillado a él. ¿Qué más quiere? ¿Y de qué sirve este hombre a sus semejantes si se niega a prestarles servicio alguno? Piense en cómo obra él. Pregúntele cómo procede con los demás y cómo engaña a la gente. ¿Cómo se ha arreglado para adquirir esta casa? Me corto la cabeza si no le ha enredado a usted en algo y si no proyecta volver a engañarle de nuevo... Veo que sonríe usted. ¿No me cree?

—Lo que creo es que todo eso tiene poca relación con su asunto —repuso Michkin.

—Hace tres días que duermo aquí —dijo el joven, sin atender aquella observación— y no sabe la de cosas que he visto. Figúrese que mi tío sospecha de este ángel, de esta muchacha hija suya y prima hermana mía, y que todas las noches anda buscando en espera de ver si encuentra algún hombre escondido en su habitación. Entra en esta sala sigilosamente y mira debajo del diván que me sirve de cama. La desconfianza le hace perder el sentido: cree ver ladrones en cada rincón. Pasa la noche en pie y se levanta siete veces lo menos para asegurarse de que están bien cerradas puertas y ventanas, y mira hasta en la estufa... Este hombre que aboga ante los tribunales por los bribones se levanta tres veces por la noche para orar en la sala. Se arrodilla, apoya la frente en el suelo durante media hora y no puede usted ni imaginar por quiénes reza, o mejor dicho, por quiénes deja de rezar. ¡No hay quien no desfile en sus plegarias de beodo! Hasta ha orado por el alma de la condesa Du Barry. Kolia y yo lo hemos oído en persona. ¡Está loco!

—¿Ve cómo me desprestigia, príncipe? —dijo Lebediev, sonrojándose y ya fuera de sí—. Yo podré ser un beodo, un libertino, un malhechor, un ladrón; pero al menos hay una cosa en mi favor. Este embustero no sabe que cuando vino al mundo fui yo quien lo fajó y lo lavó. Mi hermana Anisia había quedado viuda y estaba en la miseria. Yo, que no era menos pobre que ella, pasé noches enteras velándola, cuidando a la madre y al hijo, que se hallaban enfermos los dos. Yo bajaba a robar leña al portero y, muriéndome de hambre como me encontraba en realidad, aún tenía ánimos para cantar y castañetear los dedos, a fin de que el pequeño se durmiese... ¡Le he servido de niñera y ahí le tiene usted burlándose de mí! Si yo me he santiguado u orado por el reposo del alma de la Du Barry, ¿qué te importa? Hace tres días, príncipe, que he leído por vez primera la biografía de esa mujer en un diccionario histórico. ¿Acaso sabes tú quién era la Du Barry?

—No hay nadie más que tú que lo sepa, ¿no es eso? —rezongó el joven con sarcasmo.

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