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La estancia, de muros cubiertos con papel azul oscurecido, estaba bastante bien amueblada, incluso con ciertas pretensiones. Contenía una mesa redonda, un diván, un reloj de bronce en una caja de cristal, un estrecho espejo en la pared y una araña de poco tamaño suspendida del techo por una cadena de bronce. Cuando el príncipe entró, Lebediev, en pie en medio de la habitación, volvía la espalda a la puerta. Dado el calor que hacía, no llevaba prenda alguna sobre el chaleco. A la sazón peroraba golpeándose el pecho al hablar. Sus oyentes eran un mozalbete de quince años de rostro risueño e inteligente, que tenía un libro en la mano; una joven de veinte años, enlutada también, que reía mucho y abriendo desmesuradamente la boca; y finalmente un hombre de unos veinte años, bastante bien parecido, que permanecía tendido en el diván. Este joven tenía largos y abundantes cabellos morenos, grandes ojos negros y una leve sombra de barba y patillas. Al parecer, interrumpía con frecuencia al orador para contradecirle, lo que despertaba la hilaridad de los demás.

—¡Lukian Timofeich! ¡Le digo que atienda, Lukian Timofeich! Oiga, mire... ¡Bien: es inútil!

Y la cocinera, con un ademán de desaliento, se retiró, roja de cólera.

Lebediev volvió la cabeza y al distinguir al príncipe quedó como petrificado. Luego se lanzó hacia él con una sonrisa servil, pero antes de acercarse a su visitante la estupefacción le clavó de nuevo en su sitio anterior.

—¡Il... il... lustrísimo príncipe! —acertó a proferir finalmente.

Se volvió de súbito y, sin haber recuperado aún su presencia de ánimo, se precipitó hacia la joven enlutada que tenía en brazos al niño. El movimiento fue tan brusco, que la muchacha retrocedió unos pasos. Pero Lebediev se apartó de ella para lanzarse hacia la mocita de trece años, la cual, en pie en el umbral de la puerta inmediata dejaba ver aún en su rostro sonriente las huellas de una hilaridad mal reprimida. La muchacha no pudo contener un grito y huyó a la cocina. Lebediev golpeó el suelo con el pie y, al observar que el príncipe le miraba con ojos sorprendidos, murmuró a guisa de explicación:

—¡Hay que demostrar respeto...! ¡Je, je, je!

—Pero si no es necesario... —comenzó el príncipe.

—En seguida, en seguida, en seguida... Como un ciclón...

Y Lebediev salió precipitadamente de la sala. El príncipe miró con sorpresa a la joven, al mozalbete de quince años y al individuo tendido en el diván. Todos reían. El visitante les coreó.

—Ha ido a ponerse la levita —dijo el muchacho.

—¡Qué absurdo es todo esto! —exclamó Michkin—. Yo creía... Díganme, ¿es que...?

—¿Cree usted que está beodo? —dijo el joven tendido en el diván—. Nada de eso. Ha bebido tres o cuatro vasitos... cinco acaso... Pero eso ¿qué significa? Para él es la cantidad reglamentaria...

Michkin iba a tomar la palabra, cuando se le adelantó la joven, cuyo rostro gracioso rebosaba absoluta franqueza.

—Por la mañana nunca bebe mucho —dijo—. Si viene usted a hablarle de negocios, háblele ahora. Es el momento. Al llegar la tarde está ebrio. Ahora suele pasar casi toda la noche llorando y acostumbra a leernos en alta voz pasajes de la Santa Escritura... Nuestra madre ha muerto hace cinco semanas y...

—Se ha ido porque seguramente le era difícil contestar a lo que usted le preguntara —dijo, riendo, el joven del diván—. Imagino que está engañándole a usted en alguna cosa y que en este momento piensa en el modo de salir del paso.

—¡Sólo cinco semanas! ¡Sólo cinco semanas! —dijo Lebediev entrando con la levita puesta y un pañuelo en la mano con el que se aprestaba a secarse los ojos. Y parpadeando mucho exclamó—: ¡Ahora estamos solos en el mundo!

—¿Por qué se ha puesto usted una levita tan rota? —preguntó la joven—. Detrás de la puerta tiene usted su levita nueva. ¿No la ha visto?

—¡Cállate, moscón! —gritó Lebediev—. ¡Maldita seas!

E hirió, el suelo con el pie. Ella rió viendo la cólera paterna.

—No se empeñe en asustarme. No soy Tania y no voy a echar a correr... Lo que va usted a conseguir es despertar a Lubotchka y ya verá luego cómo llora y grita... ¿A qué viene chillar así?

—Vamos, vamos, no digas eso —repuso Lebediev.

Y, presa de viva inquietud, se lanzó hacia la criatura que dormía en brazos de la joven y la bendijo varias veces con empavorecido ademán.

—¡Señor, protégela; Señor, sálvala! —exclamó. Y dirigiéndose a Michkin le dijo—: Es Lubova, mi hijita, nacida de mi legítimo matrimonio con mi mujer Elena, muerta de sobreparto. Y esta pájara es mi hija Vera, y éste... éste.

—¿Por qué te interrumpes? —preguntó el joven—. Vamos, continúa...

—Excelencia —dijo Lebediev, en un arranque—, ¿ha leído usted en la prensa el asesinato de la familia Jemarin?

—Sí —repuso Michkin, algo extrañado.

—Pues ahí tiene al verdadero matador de los Jemarin. ¡Es él en persona!

—¿Qué está usted diciendo? —exclamó el visitante.

—Empleo una forma metafórica de hablar. Es el segundo asesino futuro de otra familia Jemarin, si la encuentra. Por lo pronto, ya se está preparando a...

Todos rompieron a reír. A Michkin se le ocurrió pensar que Lebediev se extendía en tales rodeos porque, presintiendo preguntas embarazosas, quería ganar todo el tiempo posible.

—¡Es un faccioso, un conspirador! —gritó Lebediev, como si fuera incapaz de contener su enojo—. ¿Acaso a un maldiciente como él, a un réprobo, a un monstruo semejante, por decirlo así, puedo considerarlo como mi sobrino, como el hijo único de mi difunta hermana?

—¡Cállate, hombre! ¡Estás borracho! ¿Creerá usted, príncipe, que mi tío ha decidido ejercer la abogacía, que cultiva la elocuencia, y que no deja un momento de dirigir en casa a sus hijos discursos en tono elevado? Hace cinco días ha actuado como defensor ante el juez de paz, y ¿sabe a quién ha defendido? Una anciana a quien un bribón usurero había despojado de los quinientos rublos que era cuanto poseía la buena mujer, le pidió que fuera su defensor ante el tribunal, en vez de abogar por ella, ha defendido al usurero, un judío llamado Zaidler, a causa de que éste le prometió cincuenta rublos...

—Cincuenta rublos si ganábamos el juicio, y cinco si lo perdíamos —rectificó Lebediev.

Dio la explicación con acento reposado y sereno que contrastaba con la animación de sus anteriores palabras.

—Pero, naturalmente, ha fracasado y no ha conseguido sino producir la risa de todos. La justicia ya no se administra como antes. No obstante, está muy contento de sí mismo. «Jueces imparciales —dijo—, piensen en ese desgraciado viejo, inválido de las piernas y que vive de un trabajo honroso. Piensen que ha sido despojado hasta de su último pedazo de pan y recuerden la sabia frase del legislador: «Dejad que la clemencia prevalezca en el tribunal.» Y ahora figúrese que cada mañana nos recita aquí, del principio al fin, ese mismo discurso de defensa, tal como lo pronunció en el tribunal. Hoy se lo hemos escuchado ya cinco veces, y en el momento en que ha llegado usted iba a repetírnoslo. ¡Figúrese si le agradará! ¡Hasta se relame los labios de gusto! Y ahora está dispuesto a abogar por cualquiera. Es usted el príncipe Michkin, ¿verdad? Kolia me ha dicho que no ha encontrado nunca en el mundo hombre más inteligente que usted...

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