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—La Du Barry era una condesa que se levantó desde el fango a la posición de una reina y a la que llegó a escribir, de su puño y letra, una gran emperatriz: «Ma chère cousine.» Hasta un cardenal, un nuncio del Papa, en ocasión de una «levée du Roi» (¿sabes tú lo que era una «levée du Roi»?) se ofreció a poner en las piernas de la Du Barry sus medias de seda. ¡Un personaje tan elevado consideraba aquello como un honor! ¿Conocías ese detalle? Ya leo en tu cara que lo ignorabas. ¿Y sabes cómo murió? ¡Vamos, contesta!

—¡Déjame! ¡Eres insoportable!

—Pues murió, así: después de tantos honores, después de llegar a ser casi una soberana, fue guillotinada por el verdugo Samson. Era inocente, pero había que matarla para satisfacción de las poissardes 7de París. Su terror fue tal que no comprendió lo que le sucedía. Cuando Samson le hizo inclinar la cabeza y la sujetó con el pie sobre el tajo, la Du Barry exclamó: «Encore un moment, monsieur le bourreau, encore un moment», lo que significa: «Espere un momento, señor bourreau, uno solo...» Y acaso por esta especie de plegaria, Dios la perdonase, porque es inconcebible mayor misère que esa para un alma humana... ¿Sabe lo que significa la palabra misère? Cuando leí que aquella condesa imploraba «un solo momento» sentí el corazón dolorido como si me lo oprimiesen con unas tenazas. ¿Qué te importa, pues, gusano, que yo, en mis plegarias nocturnas, haya implorado perdón a Dios para el alma de aquella gran pecadora? Si lo he hecho, ha sido porque sin duda nadie le ha dedicado después de su muerte un recuerdo piadoso. Y en el otro mundo le será grato pensar que en la tierra hay un pecador como ella que ha orado por la salvación de su alma una vez al menos. ¿Por qué te ríes? ¿No crees, ateo? Pero, ¡qué sabes tú! Además, tu relato es inexacto, porque si escuchaste mi plegaria, debieras saber que no oré sólo por la condesa Du Barry, sino que dije así: «Concede, Señor, eterno descanso al alma de la pecadora que fue la condesa Du Barry y a todas las semejantes a ella». Y eso es muy diferente, porque hay muchas grandes pecadoras como la Du Barry, lo mismo que hay muchas otras gentes que conocieron todas las vicisitudes de la fortuna y que ahora, en el otro mundo, sufren, gimen y esperan. He orado también por ti, y por todos los insolentes y desvergonzados semejantes a ti. Ya que te interesas por mis oraciones, entérate de eso.

—Bueno, bueno, basta... ¡El diablo te lleve! Ora por quien quieras —dijo el sobrino con violencia—. ¿No sabía usted, príncipe, que teníamos un erudito en esta casa? —añadió con desganada sonrisa—. Mi tío no hace más que leer toda clase de libros y memorias...

—Su tío, al fin y al cabo, no es un hombre privado de sensibilidad —observó el príncipe, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo para dirigirse al joven, que le resultaba profundamente desagradable.

—¡Cómo le lisonjea usted! Mire de qué modo abre la boca y se lleva la mano al pecho. Sus palabras le han emocionado, príncipe. Concedo que no le falte sensibilidad, pero lo malo está en que además es un bribón y para colmo un borracho. Está realmente destrozado por la bebida. Reconozco que quiere a sus hijos y que apreciaba a su mujer, mi difunta tía... Incluso siente afecto por mí y no me ha olvidado en su testamento...

—¡No te dejaré ni un kopec! —gritó el funcionario, colérico.

—Escuche, Lebediev —dijo el visitante con tono firme, apartándose del joven—: yo sé que usted, cuando quiere, es un hombre serio. Tengo poco tiempo disponible, y si usted... Perdone, he olvidado su nombre...

—Ti... Ti... Timofeo...

—¿Qué más?

—Lukianovich.

Todos rompieron a reír.

—¡Es mentira! —gritó el sobrino—. ¡Hasta en eso necesita mentir! No se llama Timofeo Lukianovitch, príncipe, sino Lukian Timofeievich. Di, ¿por qué mientes? Llámeste Lukian o Timofeo, ¿no eres el mismo? ¿Y qué puede importarle al príncipe que te llames de un modo u otro? Le aseguro que miente sin necesidad, por costumbre...

—¿Es posible que esto sea cierto? —preguntó Michkin con impaciencia.

—Me llamo, en efecto, Lukian Timofeievich —reconoció Lebediev, turbado, bajando humildemente los ojos y llevándose la mano al corazón.

—¡Dios mío! ¿Y por qué me ha contestado usted de ese modo?

—Para rebajarme más —murmuró Lebediev inclinando la cabeza con conmovedora humildad.

—¿Y a qué viene ese rebajamiento? ¡Si sólo me interesa saber dónde encontrar a Kolia! —dijo el príncipe, insinuando un ademán para retirarse.

—Yo le indicaré dónde está Kolia —ofreció el joven.

—¡No, no! —intervino rápidamente Lebediev.

—Kolia ha pasado la noche aquí, y esta mañana ha salido en busca de su padre a quien usted, príncipe, Dios sabe por qué, ha hecho salir de la cárcel pagando sus deudas. El padre prometió ayer venir a hospedarse con nosotros, pero no ha venido. Parece probable que se acostara en la fonda de «Los dos Platillos», que está cerca. Así, pues, Kolia debe estar allí, salvo que haya ido a Pavlovsk, a casa de las Epanchinas. Ya quería ir ayer; precisamente no le falta dinero... Le encontrará seguramente en «Los Dos Platillos» o en Pavlovsk.

—¡En Pavlovsk, en Pavlovsk! Pero vayamos al jardín y tomemos café.

Y Lebediev, asiendo el brazo del príncipe, le arrastró fuera de la sala. Atravesaron el patio y entraron en un jardincillo encantador cuyos árboles ostentaban la plenitud de su follaje estival. Lebediev hizo sentar a Michkin en un banco de madera pintado de verde que se hallaba ante una mesa del mismo color fija en el suelo, y se sentó frente al visitante. Al cabo de un momento trajo el café. El príncipe no se negó a tomarlo. El dueño de la casa le miraba a la cara con expresión de apasionado servilismo.

—No conocía aún su casa, Lebediev —dijo Michkin, con aire de pensar en otra cosa.

—¡Ahora estamos solos en ella! —comenzó Lebediev, imprimiendo a su fisonomía una expresión de tristeza.

Pero se interrumpió. Michkin miraba ante sí con abstracción, sin duda ya olvidado de lo que acababa de decir. Transcurrió un minuto. Lebediev, con los ojos fijos aún en el visitante, esperaba.

Michkin sacudió su abstracción.

—¿Qué decíamos? ¡Ah, sí! Ya sabe usted, Lebediev, de lo que se trata. He venido a causa de su carta. Hable.

El funcionario se turbó, quiso responder y sólo emitió sonidos ininteligibles. El príncipe aguardó, con una melancólica sonrisa en los labios.

—Creo comprenderle bien, Lukian Timofeievich. Sin duda no me esperaba. No creía usted que yo fuese a abandonar mi retiro a su primer aviso, y me escribió, por lo tanto, sólo para descargar su conciencia. Pero, como ve, aquí estoy. Déjese de tretas y desista de servir a dos señores. Sé que Rogochin lleva aquí tres semanas. ¿Ha conseguido usted relacionarle otra vez con Nastasia Filipovna, o no? Diga la verdad.

—Fue él mismo, ese monstruo, quien la descubrió.

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