—Es algo extravagante —observó discretamente Michkin—: tiene ciertas facetas... Pero, a pesar de todo, se advierte en él corazón, un espíritu ingenioso y un carácter divertido...
El príncipe medía sus expresiones y hablaba con acento respetuoso, lo cual halagaba al general, quien, sin embargo, no dejaba de mirar a veces a su interlocutor con desconfianza. Pero el tono de Michkin era tan natural y sincero que no autorizaba sospecha alguna.
—Soy el primero en reconocer —contestó el general— que posee algunas buenas cualidades. Sólo por eso concedí mi amistad a semejante individuo. Pero poseo una familia y no necesito su hospitalidad ni su casa. No pretendo carecer de defectos; soy intemperante, bebía mucho vino en su compañía, y acaso sea yo mismo el primero en deplorarlo ahora. Pero (y perdone esta brutal franqueza a un hombre enojado), ¿acaso yo le trataba sólo por amor al vino? No: me habían seducido en él precisamente las cualidades que acaba usted de señalar. Mas hay un límite a todo, y cuando Lebediev tiene el descaro de sostener que en 1812, siendo niño, perdió la pierna izquierda y la hizo enterrar en el cementerio Vagankovsky en Moscú, ¿no lo hace para faltarme al respeto? ¿No constituye tal atrocidad una verdadera insolencia?
—Sería una broma. Lo diría para hacer reír.
—Me hago cargo. Una mentira inocente contada para despertar la risa no puede ofender a nadie. Incluso hay gentes que mienten por afecto, para divertir a sus interlocutores. Pero si se muestra que se toma al oyente por un imbécil, si con tal desatino se trata de indicar al interesado que se está harto de su amistad, entonces un hombre de honor no puede hacer sino una cosa: llamar al orden al desvergonzado y suspender su relación con él.
El general estaba rojo de indignación.
—Lebediev no pudo estar en Moscú en 1812. Es demasiado joven... La anécdota es ridícula.
—Eso en primer lugar. Pero, suponiendo que ya hubiese nacido entonces, ¿cómo admitir que un «chasseur» francés le apuntó con un cañón y le arrancó la pierna para divertirse y cómo creer que él recogió la pierna y la hizo inhumar en el cementerio Vagankovsky? Añade que en el lugar donde está enterrada hizo erigir un mausoleo en uno de cuyos lados se lee: «Aquí yace la pierna del secretario del colegio Lebediev», y en el otro: «Reposad, queridos restos, en espera del día de la resurrección.» Hasta asegurar que hace decir una misa anual por ella (lo cual es un sacrilegio) y que todos los años va a Moscú a fin de asistir a la ceremonia. Para probarme la verdad de sus palabras me invita a ir a Moscú y asistir a la misa, así como ver el cañón que, según él, fue tomado luego por los rusos y se halla en el Kremlin. Es el decimoprimero a partir de la puerta, un antiguo falconete francés.
—¡Y, además, Lebediev tiene las dos piernas, o, al menos, lo parece! —rió Michkin—. No se enfade con él. Es una broma inocente.
—Permítame sostener mi opinión. Lo de las dos piernas que parece tener no sería lo más grave, porque, según afirma, una de ellas es un miembro ortopédico articulado.
—Según dicen, con una pierna artificial de las inventadas por Chernozvitov se puede hasta bailar.
—Lo sé muy bien. Cuando Chernozvitov la inventó se apresuró a venir a enseñármela. Pero no la inventó hasta mucho después de 1812. Para colmo, Lebediev asegura que su difunta esposa ignoró durante todo su matrimonio que él tenía una pierna artificial. «Si tú eras en 1812 paje de Napoleón —me dijo cuando le hice observar los absurdos de su relato—, no te asiste el derecho de extrañarte de que yo tenga una pierna enterrada en el cementerio Vangankovsky.»
—¿Pero usted...? —comenzó el príncipe, muy turbado.
Ivolguin pareció algo confuso también. Mas se repuso en seguida y miró a Michkin con aire irónico.
—Acabe, príncipe, acabe —dijo con excepcional dulzura—. Yo soy indulgente: dígalo todo. Le asombra que un hombre a quien ve en tal estado de degradación... e inutilidad, haya podido ser testigo de vista de... de grandes acontecimientos. ¿No es así? ¿No le ha venido ese hombre con habladurías?
—Lebediev, si se refiere a él, no me ha dicho nada.
—Ya... Yo creía lo contrario... Ayer, estando juntos, hablamos de ese folletón absurdo que acabo de devolver a usted. Yo indiqué sus inexactitudes, y como he sido testigo personal... ¿Sonríe usted, príncipe? Porque noto que me mira a la cara.
—No: yo...
—Parezco bastante joven —prosiguió el general con naturalidad—, pero soy algo más viejo de lo que parezco. En 1812 yo contaba diez o doce años. Nadie sabe mi edad a punto fijo, ni yo mismo. En mi hoja de servicios no está indicada tampoco. Siempre he tenido la debilidad de hacerme pasar por más joven.
—No me extraña, general que estuviese en 1812 en Moscú. Y sin duda puede narrar sus recuerdos como todos los que estuvieron entonces allí. Uno de esos autobiógrafos moscovitas ha contado que él, en 1812, era niño de pecho y los soldados franceses le hicieron comer un trozo de pan.
—Mi caso, desde luego, se sale de lo corriente —dijo el general, benévolo—. Y sin embargo, no tiene nada de extraordinario en sí. La verdad, muy a menudo, parece imposible. ¡Paje de Napoleón! Sin duda eso parece una cosa muy rara. Pero la aventura de un niño que podría contar sobre diez años se explica precisamente por su edad. A los quince años no habría sucedido por la poderosa razón de que a los quince años yo no hubiese huido de casa para presenciar la entrada de Napoleón en Moscú, sino que habría quedado junto a mi madre, que sorprendida por la irrupción del enemigo, permanecía, temblando de miedo, en nuestra casa de madera de la Staray Basmanaya. A los quince años yo hubiese tenido miedo, pero a los diez no lo tenía y por eso, abriéndome camino a través de la multitud apiñada ante el palacio, llegué a la escalera en el momento en que Napoleón se apeaba.
—Con razón dice usted que un niño de diez años puede no tener miedo de nada —asintió Michkin, muy mortificado al notar que se ruborizaba.
—Sin duda, y por ello todo se desarrolló del modo más sencillo y natural, como sólo en la realidad sucede. Si un novelista lo cuenta, lo colma de detalles disparatados, inverosímiles.
—Así es —se apresuró a reconocer el príncipe—. Ya se me ha ocurrido esa idea hace algún tiempo. Los periódicos han hablado de un asesinato que tuvo por objeto robar un reloj sin valor. Si un escritor hubiese inventado tal cosa, los críticos y las personas que se juzgan conocedoras del carácter humano dirían que era inverosímil. Y, no obstante, los detalles de ese crimen llevan el sello auténtico de la realidad rusa. Su observación es muy justa, general —concluyó el príncipe con vehemencia, satisfecho de poder engañar a Ivolguin sobre la causa de su rubor.
—¿Verdad que sí? —exclamó el general, radiante de alegría—. Un chiquillo, un niño ignorante de todo se atreve sin duda a deslizarse entre el gentío para ver un cortejo brillante, uniformes y un hombre ilustre del que ha oído hablar mucho. Porque hacía varios años que no se hablaba de otra cosa que de él. El mundo estaba lleno de aquel nombre; yo lo había, por decirlo así, bebido en el seno de mi madre. Napoleón, al pasar junto a mí, me miró por casualidad, y, como yo vestía muy bien, con mis ropitas de «bartchenok» 15, se fijó en mí. Yo, ostentosamente ataviado, entre aquella turba, solo, tan niño... Usted comprenderá...